Fundamentos para una ética bíblica

La Biblia y la educación ética para un mundo en transición

David Gooding


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¿Por qué debemos decir la verdad o valorar una vida humana? ¿Por qué no debemos tratar a los demás de la manera en que queramos? Algunos dicen que la Biblia es el último lugar en el que encontrar respuestas a tales preguntas, pero aún sus críticos reconocen el esplendor de la enseñanza ética de Jesús. Gooding y Lennox nos llevan por un viaje a través de la Biblia y nos dan una visión global de sus principales acontecimientos, personas, ideas, poesía, valores morales y ética para poner de relieve el significado fundamental de lo que Jesús enseñó sobre el bien y el mal.


Leer

Nota: Se han incluido números de página que indican el comienzo de la página equivalente en la edición física más reciente de este libro en todo el texto.

Introducción

Épocas de cambio y el peligro del caos moral

Hoy en día muchas partes del mundo se están viendo trastornadas por problemas muy graves de carácter económico, social, étnico y político. Estos problemas se agravan todavía más por el hecho de que, en muchos lugares del mundo, las viejas ideologías que antes servían para aglutinar naciones enteras, y hasta imperios, están perdiendo su antiguo dominio sobre la mente de las personas, o bien se han venido abajo por completo. Existe por tanto un peligro real de caos moral. Resulta apremiante la necesidad de encontrar nuevas ideas, nuevas maneras de planificar y de enseñar. Pero aquí surge un problema. Con el declive de las antiguas ideologías y la falta de alternativas que las sustituyan, hay naciones enteras que se están quedando sin ningún conjunto de valores consensuados que constituya la base de las normas éticas de los habitantes. Por consiguiente, [pxii] no hay nada que motive a las personas a sacrificarse por amor a sus semejantes o a la sociedad como colectivo. Sin tal motivación, por muy bueno que parezca ser cualquier proyecto nuevo, la realización del mismo corre el riesgo de tambalearse, e incluso de fracasar por completo.

¿La religión como fuente de valores?

En aquellos países donde las normas de conducta se fundaban en algún tipo de ideología atea, es natural que mucha gente, desengañada y perpleja ante el derrumbamiento de dichas normas, recurra actualmente a la religión. Por otra parte, hay muchas personas para quienes la religión no parece ofrecer las respuestas que necesitan. Es bien sabido que en algunos países hay gente que lleva armas, tortura y hasta mata en nombre de la religión. Y evidentemente esto es prueba de una perversión lamentable de los valores humanos; pero, para ser justos, refleja una perversión igualmente lamentable de los principios de la religión en cuyo nombre eso se hace.

Nuestra responsabilidad

Todo esto supone una responsabilidad muy importante para los que no quieren que las generaciones venideras afronten la vida en sociedades sin valores. Y a nosotros como maestros en particular, sea cual sea el contexto donde estemos ejerciendo nuestra profesión, nos corresponde la tarea de comunicar a nuestros alumnos los principios morales y las normas éticas que les puedan proporcionar una base sólida y sana para su futura vida [pxiii] privada, social y profesional. Evidentemente, los científicos pueden argumentar que no corresponde a ellos la tarea de enseñar valores morales y éticos a sus alumnos. Y tal vez no sea su responsabilidad directa. Por supuesto, la ciencia como tal no puede proporcionar respuestas ni siquiera a las preguntas morales que ella misma suscita. La ciencia nos ha dado la bomba atómica; no esperemos que nos diga por sí sola si es moralmente lícito utilizarla. Pero a los profesores de ciencias les debe preocupar que los alumnos que tienen a su cargo adquieran las directrices morales necesarias para tomar una decisión responsable al respecto. La ciencia, si permanece desligada de cuestiones morales, puede ayudar a nuestros alumnos a ser inteligentes, pero también puede convertirlos en monstruos inteligentes. Y lo mismo se puede decir de otras asignaturas como Economía y Ciencias Sociales. Mediante la ‘Ingeniería Social’, fundada en una valoración inadecuada del valor intrínseco que tiene cada ser humano, se han llevado a cabo miles de proyectos de manipulación demográfica a expensas de millones de vidas humanas solo por la ventaja económica que se obtendría.

La importancia de la acción inmediata

Sin embargo, lo que más preocupa a la mayoría de los profesores no es la salud moral del mundo, ni siquiera la de su propia nación, sino más bien la de los alumnos que tienen a su cargo. Estos no pueden estar esperando hasta que sus profesores hayan desarrollado una filosofía moral propia para conseguir las directrices que necesitan. Tal proceso podría requerir muchos años, y para entonces los alumnos ya habrían [pxiv] crecido y abandonado la institución. Es necesario que sepamos dar a nuestros alumnos aquí y ahora una serie de directrices morales, si no queremos que la suya sea una «generación perdida», fruto de un presente vacío, sin ninguna orientación moral seria. Esto es lo que nos dijo en una ocasión una profesora con mucha experiencia que creció en un país comunista: «Nos dieron a entender que Lenin era bondadoso, que le encantaban los niños, y que lo había sacrificado todo por el bien de la sociedad. Ahora ya no se cree que esto sea cierto». Profesores de muchos países distintos estarían de acuerdo con sus comentarios hoy en día, debido al hecho de que, alrededor del mundo, las ideas que antes parecían ser una base sólida para nuestra vida ya se han derrumbado. Aunque sigue considerándose atea, continúa diciendo: «es por esta razón que nos tenemos que dirigir a Jesús. O nuestros niños aprenden de su ejemplo, o se hundirán en el crimen, en la droga o en el alcohol.» Esta observación, por supuesto, es cierta hasta cierto punto. Sin duda el mundo se transformaría enseguida en un lugar mucho más feliz si todo el mundo tomara en serio las palabras de Cristo cuando dijo: «Traten a los demás tal y como quieren que ellos los traten a ustedes» y «Amen a sus enemigos».

La ética de Jesús y la verdad

Por otra parte, nuestros alumnos tienen la capacidad de pensar por sí mismos, y nosotros debemos animarlos a que lo hagan. Si nos limitamos a enseñarles la ética de Jesús quizás comiencen a plantearse una serie de preguntas fundamentales. ¿Para qué amar a nuestros semejantes [pxv] como a nosotros mismos? Jesús predicaba y practicaba esta clase de ética, pero ¿no fue crucificado por no ponerse a sí mismo primero ni saber defender mejor sus propios derechos? ¿No nos irán igual de mal las cosas si seguimos su ejemplo? Si los demás prosperan en sus negocios mediante trampas, mentiras y ganancias excesivas, ¿para qué iré yo siempre con la verdad por delante, como Cristo dijo que hiciésemos? ¿Vale la pena decir la verdad solo porque sí? En otras palabras, solo podemos enseñar la ética de Jesús adecuadamente si también enseñamos los valores y las creencias fundamentales y absolutos sobre los cuales su ética estaba fundada.

A fin de cuentas, ¿qué valor tiene el ser humano? Si tengo un ordenador que no funciona, tengo derecho a destrozarlo si así lo deseo. Si mi vecino o mi rival en los negocios no me conviene, ¿por qué no lo puedo quitar de en medio, si puedo salir impune?

Aunque yo comience a seguir las enseñanzas éticas de Jesús, el mundo probablemente continuará siendo, de aquí a cincuenta años, tan malo como en la actualidad. ¿Para qué sirve que yo intente poner en práctica las enseñanzas de Jesús? ¿Qué esperanza hay al final para mí, y para este mundo?

Nuestro programa

A fin de poder contestar preguntas como estas y de comprender las enseñanzas éticas de Jesús, hay que remontarse hasta sus raíces en el Antiguo Testamento y seguir el desarrollo de las ramificaciones que tienen en el Nuevo. Esto supone, de hecho, enseñar como mínimo las lecciones [pxvi] principales de toda la Biblia. Indudablemente, esta es una tarea imponente, especialmente para quienes nunca lo hayan intentado hasta ahora, y quizás ni siquiera hayan leído la Biblia.

Por supuesto, también es una tarea muy valiosa. Aunque solo se mire desde el punto de vista de la historia y la literatura mundiales, no existe ningún libro que haya ejercido una influencia tan enorme sobre el pensamiento humano como lo ha hecho la Biblia. De hecho, quien no la haya leído no podrá conocer el secreto de su impacto y no se podrá considerar auténticamente culto.

Pero con todo, la tarea sigue siendo gigantesca. Por tanto, nos proponemos en los siguientes capítulos ofrecer una visión global de algunos de los principales sucesos y personajes, las ideas, la poesía, los valores morales y la ética de los dos Testamentos. En varios puntos a lo largo de este libro hemos añadido unas notas explicativas, preguntas para discusiones y sugerencias con respecto a cómo las implicaciones morales y espirituales de estos documentos pueden ser relevantes para una clase de estudiantes o pueden ser usadas para mejorar las discusiones entre los miembros de un grupo de estudio. Las referencias de la Biblia se mencionan al principio de la mayoría de los capítulos, y animamos leer estos textos, sea que el libro se utilice en grupos o de manera individual.

Nuestra sincera esperanza es que este libro sea útil en estas épocas de cambio tanto para profesores como para padres, estudiantes o cualquiera que tenga interés en hacer un viaje guiado a través de la Biblia.

David Gooding John Lennox

Parte 1. La enseñanza moral y ética del Antiguo Testamento

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1: La ética y los orígenes humanos

Leer Génesis 1:1–2:3

Empezamos a considerar ahora la cuestión de la ética, es decir, cómo deberíamos tratarnos tanto los unos a los otros, como al medio ambiente. Pero todas las preguntas éticas suscitan otro tipo de preguntas más básicas.

¿Por qué hay que portarse bien? Las preguntas detrás de la ética

¿Qué es el ser humano exactamente? Hay quien dice que el ser humano no es más que un animal inteligente.1 Pero en la selva, muchos animales se deshacen de otros cuando [p4] estos están débiles o enfermos. ¿Sería legítimo matar a un bebé por el hecho de haber nacido con alguna debilidad o defecto congénito? ¿o a la abuela cuando ya está muy débil? Y si no, ¿por qué no?

¿Cuál es el propósito de la existencia humana? Esta pregunta tiene que ser contestada antes de que podamos determinar si estamos viviendo como deberíamos vivir. Imaginémonos por ejemplo que alguien que nunca ha visto ni oído tocar ningún instrumento musical encuentra una flauta. Al no saber qué es, tal vez la utilice como una vara mágica, o para pegar a su perro. Y nosotros solo le podemos decir que la utiliza mal si sabemos el propósito por el cual fue hecha. ¿Existe, pues, algún propósito detrás de la existencia del ser humano en la tierra?

¿Cómo debemos tratar el medio ambiente? Si es posible ganar dinero para nosotros y para nuestros hijos a fuerza de contaminar los océanos, los ríos y el aire, los cuales están quedando profundamente dañados para las generaciones venideras, ¿por qué actuar de otra manera? ¿Por qué no hemos de explotar la naturaleza todo lo que podamos para nuestro disfrute inmediato? ¿Quién ha dicho que hay que tener en cuenta a las generaciones venideras? ¿A quién pertenece el mundo de todos modos? ¿No nos pertenece a nosotros? ¿No tenemos derecho a hacer lo que queramos con nuestra propiedad?

Todos sabemos cuáles son las respuestas que el ateísmo ofrece a estas preguntas; pero cabe señalar algunas de las respuestas que ofrece la Biblia. Volver a leer el texto de Génesis que corresponde a la lección de hoy. [p5]

Todo comienza con Dios

«Dios, en el principio, creó los cielos y la tierra» (Génesis 1:1), dice la Biblia.

Aquí se nos enseña que el universo no existe desde siempre; tuvo un comienzo. Lo que es curioso es que hace algunos años muchos científicos creían que el universo existía desde siempre, y los hay que todavía lo creen. Sin embargo, actualmente la mayoría de los científicos opina que el universo tuvo forzosamente un principio.

Dios no se limitó a crear el universo; la Biblia dice que «sostiene todas las cosas con su palabra poderosa» (Hebreos 1:3). Lo que nosotros llamamos las leyes de la naturaleza no son ni más ni menos que la operación constante de este poder divino que sustenta el universo.

Esto nos lleva a la conclusión de que ni el universo ni siquiera nuestra tierra son patrimonio nuestro: son de Dios. «Del Señor es la tierra y todo cuanto hay en ella» (Salmo 24:1). Nosotros no somos más que inquilinos en la tierra de Dios: no es nuestra. Por tanto, debemos escudriñar la Biblia para descubrir en ella cuáles son los términos que Dios ha establecido para nuestro arrendamiento, y respetarlos.

Toda la creación, incluido el ser humano, fue hecha para el disfrute de Dios y para ser sometida a su voluntad (Apocalipsis 4:11). La principal manera de saber si los seres humanos estamos viviendo como deberíamos sería hacernos la siguiente pregunta: «¿hasta qué punto estamos cumpliendo la voluntad de Dios?». [p6]

La manera en que Dios hizo el mundo

La Biblia habla mucho más de la razón por la cual Dios creó el mundo que de la manera en que lo creó. Es muy importante comprender la diferencia entre estas dos cuestiones, así que consideremos la siguiente ilustración.

Imaginémonos que una abuela le hace un pastel a su nieto. Las ciencias, desde la dietética hasta la biología, la química, la física y las matemáticas, pueden arrojar mucha luz sobre la manera en la que el pastel fue hecho. Sin embargo, por mucho que lo analicemos científicamente, no comprenderemos por qué la abuela hizo el pastel. De hecho, será imposible saber que hizo el pastel para el cumpleaños de su nieto a menos que ella misma decida decírnoslo. Del mismo modo, nuestra investigación científica nos puede aportar mucha información acerca de cómo es el universo, pero no nos puede decir nada acerca del propósito por el cual existe. Si el Creador no nos lo dice, nunca comprenderemos por qué fue hecho el mundo. La Biblia, que es la respuesta del Creador, se centra, por tanto, principalmente en esta pregunta.

Sin embargo, la Biblia dice algunas cosas muy interesantes acerca de cómo Dios hizo el mundo. La más fundamental es que lo hizo por su palabra. Nótese cuantas veces en Génesis 1:1–2:3 se repite la frase «Y dijo Dios» (ver también: Juan:1–5; Hebreos 11:3).

Cuando nosotros hablamos, nuestras palabras expresan nuestra mente, nuestros pensamientos y nuestras intenciones. De la misma manera, al crear el universo por su palabra, Dios expresaba su mente, sus pensamientos y sus intenciones. Esta es la razón por la cual cuanto [p7] más descubrimos acerca del funcionamiento de la naturaleza, más nos asombra su maravillosa racionalidad. El universo no es el resultado de fuerzas irracionales y sin propósito, como nos dice el ateo. Por todas partes encontramos evidencias de orden, de propósito y de racionalidad—la racionalidad de Dios expresada a través de su palabra creadora.

Para expresarlo de otra manera, digamos que utilizamos las palabras para transmitir información. La repetición de las palabras: «Y Dios dijo» al principio de cada fase de la creación nos da a entender que la información necesaria para crear el mundo procedió de una inteligencia personal, Dios mismo, y que fue necesaria una nueva aportación de información para alcanzar cada nuevo nivel de complejidad. Esto encaja perfectamente con lo que nos dicen los científicos. Descubrimos, por ejemplo, que el mundo material, y especialmente el mundo biológico, no está compuesto simplemente de materia, sino de materia que lleva información—hablamos del «código» genético, y del «lenguaje» del ADN.

Esta racionalidad de la naturaleza también se refleja en el hecho de que, como la ciencia nos muestra, el funcionamiento del universo se puede definir en términos de leyes, a veces plasmadas en fórmulas matemáticas. [p8]

Además de tratar las preguntas acerca del porqué y el cómo de la creación, Génesis 1 conlleva implicaciones sobre la dignidad y el valor del ser humano, que consideraremos en el siguiente capítulo.

Las ciencias y la Biblia

Uno de los historiadores de la ciencia más importantes, Sir Alfred North Whitehead, ha señalado la contribución vital que la concepción bíblica del mundo ha hecho al desarrollo de la ciencia moderna. C.S. Lewis resume la visión de Whitehead: «Los hombres se hicieron científicos porque esperaban encontrar una ley en la naturaleza, y esperaban encontrar una ley porque creían en un Legislador».1

1 Los milagros, 110.

Notas

  1. En este libro los términos ‘humanidad’ y ‘humanos’ se utilizan en vez de la palabra más tradicional ‘hombre’ para referirse a la raza humana entera, salvo en esos puntos donde crearía un conflicto con los textos bíblicos.

2: La dignidad del ser humano

Leer de nuevo el texto de Génesis 1

La Biblia nos enseña que Dios es todopoderoso: puede hacer todo lo que se proponga. Podíamos haber esperado por tanto que la Biblia dijera que Dios creó el mundo en una sola acción. Sin embargo, esto no es lo que dice. Dice que [p10] lo creó en varias etapas. En cada etapa, además, aparece una forma de materia superior, mucho más organizada, y formas de vida cada vez más complejas y diversas.

La Biblia y la ciencia

Una dificultad que tienen muchas personas con una formación científica en cuanto a este relato de la creación es que parece dar a entender, si se lee superficialmente, que el universo entero se hizo en una sola semana. Sin embargo, Génesis 1 es una narrativa sofisticada que no debe ser leída de manera superficial. Puesto que lo que nos concierne en este artículo es en primer lugar las implicaciones éticas de la creación, no debemos permitir que un debate acerca de cuestiones de tiempo nos ensombrezca la principal lección que enseñan estas etapas: que el hombre es la cumbre de la creación. Para una discusión más extensa sobre algunas de estas cuestiones, ver El principio según Génesis y la ciencia: Siete días que dividieron el mundo, de John Lennox.

La cumbre de la creación

Nos preguntamos de manera natural ¿cuál fue la culminación de este proceso progresivo? Y la respuesta es: ¡el ser humano! En lo que al mundo se refiere, el ser humano es la corona, la cumbre más alta de la creación de Dios. Fue creado para ejercer dominio sobre toda la tierra y sobre todas las demás formas de vida que en ella había (ver Génesis 1:26). La tierra fue creada como hogar para el ser humano.

De esto se desprende que el ser humano es más importante que cualquier otra cosa en toda la tierra. Cuando entras en tu casa, instintivamente das por sentado que tú mismo eres más importante que el edificio y los muebles. Ellos existen para ti; no existes tú para ellos.

Jesucristo mismo apuntó una de las implicaciones de esto: si Dios puso tanto cuidado en el embellecimiento de los árboles y de las flores, y en la alimentación de los pájaros, los cuales forman parte del hogar terrestre del ser humano, evidentemente pondrá más cuidado en el ser humano, habitante del hogar (Mateo 6:25–32).

Además, nosotros somos más importantes que las grandes fuerzas materiales de las que depende nuestra supervivencia. Por ejemplo, no podríamos vivir sin el sol y la luz que da. Pero sabemos instintivamente que somos más importantes y más significativos que el sol. Este instinto es confirmado por el relato de Génesis. El [p11] sol fue hecho para nosotros, no nosotros para él. Es nuestro siervo, no un dios al que servir, como creían muchos antiguos. Nosotros sabemos que el sol está ahí, y sabemos cómo funciona; el sol no sabe que nosotros estamos aquí, ni cómo funcionamos.

El valor y la inviolabilidad del ser humano

Vez tras vez Génesis 1 nos dice que Dios vio que todo lo que había hecho, incluido el ser humano, era bueno.

Esto representa un contraste muy claro con respecto a lo que enseñan muchas de las religiones orientales, que sostienen que la materia es algo muy inferior, que el Ser Supremo no la creó y nunca lo habría hecho, que tanto el cuerpo humano como todo el mundo material fueron creados por un «poder» inferior y menos sabio. Algunos filósofos griegos —e incluso algunos teólogos— han mantenido que el cuerpo, al ser material, es el «sepulcro», o la «cárcel», del alma, por lo cual contamina el alma que lo habita. Esta idea ha conducido a muchas actitudes insalubres hacia la vida. La Biblia en cambio enseña que el cuerpo humano es bueno en sí; y que todos sus apetitos naturales son buenos y existen para disfrutar —aunque también, por supuesto, controlados y no pervertidos—.

La Biblia también enseña que el ser humano, a diferencia de los animales, fue creado a imagen de Dios y a su semejanza (Génesis 1:26–27). Esto significa, en primer lugar, que el ser humano fue creado para ser el representante de Dios entre todas las demás criaturas de la tierra, a fin de ejercer dominio sobre ellas, cuidarlas y ser, de hecho, el señor de la tierra. Esto conlleva una gran dignidad y [p12] una gran responsabilidad. El ser humano representa a Dios ante las demás criaturas. Por tanto, no debe abusar de ellas ni causarles ningún sufrimiento innecesario.

También se desprende de esto que toda vida humana es sagrada e inviolable. Puedes destruir tu ordenador si deja de funcionar, pues no es más que una máquina. Sin embargo, no debes asesinar a ningún ser humano, puesto que, según dice la Biblia (Génesis 9:6), el ser humano está hecho a imagen de Dios y tiene un valor infinito. El valor de una persona no depende, además, de que sea inteligente o rica o poderosa o hermosa o sana, sino simplemente del hecho transcendente de que cada ser humano está hecho a imagen de Dios. Es por esta razón que no es lícito matar a los niños antes de nacer mediante el aborto, ni a los niños recién nacidos por el hecho de que tengan algún defecto o deficiencia, ni a la abuela cuando envejece y se convierte en un problema. Ni debemos menospreciar a ningún ser humano, por muy pobre que sea: «El que oprime al pobre ofende a su creador» dice la Biblia (Proverbios 14:31).

Además, Dios creó todas las razas del mundo a partir de una sola pareja original de seres humanos (Hechos 17:26). No hay ningún ser humano inferior. Todas las personas, de cualquier raza, están hechas a imagen de Dios. Todo racismo, todo antisemitismo y toda opresión de cualquier minoría étnica son pecados y constituyen una afrenta a Dios, el Creador. Tanto las mujeres como los hombres están hechos a imagen de Dios. Los dos tienen el mismo valor a los ojos de Dios; las mujeres, por tanto, deben ser tratadas con el mismo respeto que los hombres; no deben ser maltratadas ni se debe abusar de ellas. [p13]

Una lección sacada de la creación

Si bien es verdad que el ser humano fue creado como representante de Dios, con dominio sobre la tierra, Génesis 1 nos enseña que Dios hizo el mundo de tal modo que al ser humano nunca se le olvidase su dependencia de Dios.

Consideremos un ejemplo: la luz es una necesidad básica para la vida, y Dios nos ha dado el sol como fuente de vida. Génesis 1 aún dice más. No solo establece una diferencia fundamental entre la luz y las tinieblas, sino que también añade: «A la luz [Dios] la llamó “día”, y a las tinieblas, “noche”» (Génesis 1:5). Esta frase llama la atención por dos motivos.

Primero, dar un nombre a las cosas, y por tanto clasificarlas, se considera una de las principales actividades científicas, la que llamamos taxonomía. De hecho, Dios luego encomienda al hombre la tarea de dar nombres a los animales (Génesis 2:19). A propósito, esto demuestra que el libro de Génesis, lejos de oponerse a la actividad científica, contiene un mandato por parte de Dios de hacer ciencia. De hecho, no es frecuente que sea Dios quien dé nombres a las diversas partes del universo, como ocurre en este caso.

Segundo, la luz y el día no son idénticos, como tampoco lo son las tinieblas y la noche. Aquí Dios llama nuestra atención sobre el funcionamiento del sistema de iluminación del mundo. Puesto que vivimos en un planeta giratorio situado a unos 150 millones de kilómetros del sol, su fuente de iluminación, nuestra luz está racionada. Una vez cada día, lo queramos o no, desaparecemos del alcance de la luz y nos hundimos en las tinieblas. No hay [p14] nada que podamos hacer para evitarlo, solo esperar hasta que la luz se nos vuelva a dar. Es decir, dependemos absolutamente de una fuente de luz externa. Dios no nos ha dado a nosotros fuentes de luz interiores como ha dado a algunos gusanos, y a ciertas criaturas del fondo del mar.

Si esto es verdad cuando se trata de la luz física, todavía con más razón se puede aplicar a la luz moral y espiritual que necesitamos para comprender el sentido de la vida y vivir como deberíamos. Esta luz tampoco reside dentro del hombre, a pesar de sus considerables poderes intelectuales. Y tampoco está en toda la sabiduría acumulada de la humanidad. Como dice la Biblia: «Señor, yo sé que el hombre no es dueño de su destino, que no le es dado al caminante dirigir sus propios pasos.» (Jeremías 10:23). La lección es que necesitamos recurrir a una fuente de luz y de sabiduría que es ajena a nosotros, y ajena a nuestro mundo, es decir, el propio Creador. Juan, el escritor neotestamentario lo expresa así: «Dios es luz y en él no hay ninguna oscuridad. Si afirmamos que tenemos comunión con él, pero vivimos en la oscuridad, mentimos y no ponemos en práctica la verdad.» (1 Juan 1:5–6). [p15]

Pero ahora debemos considerar qué más dice la Biblia sobre lo que significa ser un ser humano.

La luz del mundo

Comentar lo que Jesús quería decir al afirmar ser «la luz del mundo» Juan 8:12; 9:5).

Jesús además apuntó que la luz física es externa al hombre, y sacó una lección de ello. Leer el relato de Juan 11 —especialmente los versículos 9–10— y comentar su significado.

3: ¿Qué significa el hecho de ser humano? Parte 1: La vida y sus muchos niveles

Leer Génesis 2:4–24

Hay dos relatos de la creación de la raza humana en Génesis 1–2. El primero, como ya vimos en los dos últimos capítulos, presenta al ser humano como la cumbre de la creación. Nos enseña que Dios creó al ser humano a su propia imagen, como representante suyo, para cuidar y cultivar la tierra en dependencia leal a su Creador. De este modo, el ser humano tiene un valor y una dignidad únicos. También vimos que este estatus que Dios concedió al Hombre lleva consigo unas implicaciones éticas muy importantes. [p18]

El segundo relato de la creación

El segundo relato de la creación, que se nos explica en el segundo capítulo de Génesis, complementa el primer relato, y de ningún modo lo contradice. Al haber sido escrito con un lenguaje al que no estamos acostumbrados, a primera vista nos puede parecer algo simple como explicación del sentido de la vida humana en comparación con otras filosofías humanas. Pero es precisamente en su sencillez donde estriba su genialidad. Paso a paso, con un lenguaje que resulta asequible a todo el mundo, se va componiendo un cuadro vivo de la vida humana tal como Dios quería que fuese: maravillosa y llena de significado.

Evidentemente, para poder disfrutar de la vida como Dios pretendía que lo hiciéramos, primero tenemos que saber qué significa exactamente la palabra «vida» en todas sus dimensiones: física, moral, espiritual y eterna. Este es el propósito de la segunda historia de la creación, el de darnos una «definición» práctica de la vida en todos sus diferentes niveles y proporcionarnos un contexto dentro del cual podamos hacer frente a todas las inevitables consideraciones morales y éticas que se planteen.

Pero vayamos por partes. No es de extrañar que Génesis 2 comience definiendo al hombre como un ser hecho de materia.

¿De qué estamos hechos?

«Dios el Señor formó al hombre del polvo de la tierra» (Génesis 2:7). Que se sepa, hasta la fecha, la composición química de la materia es igual en todo el universo. Nuestros cuerpos, [p19] por tanto, están hechos de la misma materia que el resto del universo. Estamos hechos, como lo han dicho algunos científicos, de polvo de estrellas. Sin embargo, somos más que materia:

[Dios] sopló en su nariz hálito de vida, y el hombre se convirtió en un ser viviente. (Génesis 2:7)

Notamos que a los animales también se les describe como «seres vivientes» (Génesis 1:20, 24). En este sentido, por tanto, el hombre es igual que los animales.

La vida física continúa siendo un misterio. Sabemos que los componentes físicos tienen que estar presentes para que la vida sea posible, aunque no sabemos realmente en qué consiste la vida. No hay evidencia alguna de que ni siquiera el microorganismo más sencillo jamás pudiera haber surgido espontáneamente de la materia inorgánica por pura casualidad. Como el astrónomo y matemático Sir Fred Hoyle nos pide que imaginemos al pensar en la posibilidad de que la vida apareciera en el mundo por sí sola:

Un depósito de chatarra contiene todas las piezas de un Boeing 747, desmembrado y en desorden. Un torbellino pasa por el depósito. ¿Cuál es la probabilidad de que, después de su paso, un 747 completamente ensamblado, listo para volar, se encuentre allí parado? Tan pequeña como para ser insignificante, incluso si un tornado atravesara suficientes depósitos de chatarra para llenar todo el Universo.1 [p20]

La maravilla de la vida. La vida, sea de plantas, de animales o de seres humanos, sin duda es una de las maravillas del universo. El ojo, el ala de un pájaro, o el baile mediante el cual las abejas exploradoras comunican a las demás la dirección y la distancia de una fuente de polen, son ejemplos de una ingeniería compleja y muy inteligente. La manera en que cada detalle del cuerpo de un bebé se desarrolla en el lugar y en el momento precisos —de poco serviría que el ojo se desarrollase antes de que tuviera una cabeza que lo alojase— es una obra asombrosa de diseño de precisión y de organización esmeradísima, especialmente si se tiene en cuenta que toda la información que hace falta para el desarrollo de un bebé está contenida en dos células diminutas procedentes de sus padres.

Tales consideraciones deberían producir, en la mente de cualquier persona normal, asombro, deleite y adoración ante la sabiduría del Creador, como ocurrió al poeta hebreo que escribió las siguientes palabras: «Tú creaste mis entrañas; me formaste en el vientre de mi madre. ¡Te alabo porque soy una creación admirable! ¡Tus obras son [p21] maravillosas, y esto lo sé muy bien!» (Salmo 139:13–14). Cuanto más experimentemos esta maravilla, más valor tendrá la vida para nosotros, y más respeto le tendremos. La ausencia de cualquier sentimiento de gratitud al Creador, según nos dice la Biblia en Romanos 1:21, es un primer paso hacia el menosprecio de la vida, con todas las horribles consecuencias que ello conlleva.

Diferentes tipos de vida

¿Cuál es la diferencia real entre la vida vegetal, la vida animal y la vida humana?

¿Qué es lo que constituye la vida humana?

Por ejemplo: una persona gravemente herida puede ser mantenida en vida mediante un sistema de apoyo y alimentación artificial aunque cerebralmente esté muerta. ¿Se puede afirmar que esta persona está viva? Vive en el mismo sentido en que un vegetal está «vivo»; pero ¿acaso es esto lo que entendemos por vida humana? Aparentemente, en el mismo ser humano se reúnen diferentes niveles de vida, y también de muerte.

Implicaciones éticas

A todos nosotros, y especialmente a los jóvenes, se nos tiene que recordar que el cuerpo y el cerebro humanos constituyen un equilibrio muy delicado y que, por tanto, tienen que ser tratados con mucho cuidado. Así, tenemos un deseo innato por la comida y, en tanto que vamos comiendo, se va manteniendo nuestra vida física. Pero tarde o temprano muchas personas sienten la tentación de abusar de sus cuerpos de maneras a la vez perjudiciales y engañosas. Lo hacen porque parece ofrecerles felicidad, fuertes emociones y una escapatoria instantánea del aburrimiento o de sus preocupaciones, mientras que lo que hace en realidad es conducir, a largo plazo, a la destrucción de la tan precisa y delicada ingeniería del cuerpo y del cerebro, y puede llevar a la desgracia o incluso a la muerte.

Esta clase de advertencia es de gran importancia. Sin embargo, un sistema ético que se construya a partir del valor del cuerpo humano como máquina biológica será bueno, pero no suficiente. El cuerpo humano no es simplemente una máquina biológica que se produjo por casualidad como consecuencia de la actuación de fuerzas ciegas y [p22] arbitrarias sobre la materia inorgánica. Si fuera así, sería una necedad estropear esta máquina; pero una vez destruida, ya estaría. Sin embargo, nuestro cuerpo es mucho más que esto. Es un regalo diseñado por nuestro Creador y después entregado a nosotros.

Si un señor muy rico me diera un coche, y yo luego lo estropease al echar arena en el depósito de gasolina, evidentemente sería un necio. Además, un acto así sería un insulto al amigo que me lo hubiese dado, y se enfadaría con razón. Asimismo, si destruimos nuestro cuerpo, un día tendremos que dar cuenta a Dios por ello. Porque, según dice la Biblia, la muerte del cuerpo no es el fin de la existencia. Habrá una resurrección; y cada uno recibirá según lo que ha hecho mientras estaba en el cuerpo (2 Corintios 5:10). Si, además de abusar de nuestro cuerpo, también estropeamos el de [p23] otras personas, no podemos esperar que Dios permanezca indiferente ante ello. Y ¿qué diremos de los millones de abortos que se realizan cada año?

Por supuesto, todos hemos pecado contra nuestro cuerpo de algún modo u otro. La buena nueva es que hay esperanza. El Dios que hizo nuestro cuerpo tiene un plan para lograr nuestro perdón y para la redención del cuerpo humano. De ello hablaremos más en otro capítulo. Mientras tanto consideraremos qué se entiende por «vida» en este segundo relato de la creación.

For the classroom

Explica a tus alumnos lo maravillosamente diseñados que están los pulmones. Luego enséñales fotos de los terribles estragos causados por el tabaco. Esto servirá para que vean de una manera impactante lo necio que es destruir los pulmones de este modo. Enséñales lo complejo que es el hígado como máquina de tratamiento de materias químicas, y luego enséñales los efectos de un consumo excesivo de alcohol, y así tal vez les puedes ayudar a no estropear su capacidad de disfrutar la vida. Lo mismo también se puede decir del cerebro, y la manera como la asombrosa red neurológica que rige puede ser estropeada por la droga. Igualmente la promiscuidad sexual puede conducir a la enfermedad tan horrenda y temida que es el SIDA. En algunos países occidentales nacen un número cada vez mayor de bebés infectados con SIDA desde el vientre de su madre, y con otras enfermedades relacionadas con el consumo de drogas.

La creatividad del hombre y su sentido estético

Cuando Dios encargó al hombre la tarea de cultivar la tierra, primero plantó un jardín en un lugar de la tierra, y colocó allí al hombre para cuidar la tierra y cultivarla (Génesis 2:5–15). Por supuesto, la tierra sin cultivar no tenía nada de malo; pero un jardín es creado cuando alguien toma una parte de la naturaleza silvestre y la trabaja con arte y destreza para hacer de ella un lugar de belleza ordenada. Además, Dios no solo puso en el jardín árboles que eran buenos para comer, capaces de satisfacer el hambre físico del hombre, sino también árboles hermosos para ver, capaces de satisfacer el sentido estético del hombre.

Esto nos recuerda que el ser humano es capaz de apreciar lo bello simplemente por el hecho de ser bello. En todas los lugares del mundo hay gente a la que le encantan los jardines y que está dispuesta a invertir mucho esfuerzo para conseguir uno, no solo por la comida que produce, sino por su belleza. [p24]

No hay ninguna evidencia de que los animales posean cualidades genuinamente creativas o estéticas. No hay animales capaces de hacer lo equivalente a crear un jardín. Un castor trabajará la naturaleza para construir una presa en un río. Pero lo hace para sobrevivir y conseguir alimento. Los animales y los pájaros parecen ser atraídos por el color durante la temporada de apareamiento, pero ni los animales ni los pájaros parecen tener ningún interés en la creación de la belleza por sí sola, como lo tienen los seres humanos. Ni tampoco tienen la capacidad de crear cosas desconocidas por sus antecesores.

Por supuesto, no todo el mundo hace jardines. Los nómadas y muchos habitantes de las grandes ciudades prescinden de ellos, sea por elección o por necesidad. Pero los nómadas adornan sus herramientas y utensilios; a los habitantes de las ciudades les encantan las flores, el arte y la ropa atractiva; y las ciudades a menudo están llenas de arquitectura majestuosa.

La creatividad, pues, y un sentido estético, son dos rasgos que el hombre, de una manera limitada, comparte con su Creador. Son un reflejo de la imagen de Dios en nosotros. También constituyen un elemento magnífico de la vida humana.

La historia de la humanidad es la historia de la creciente invención creativa en casi todas las áreas de la actividad humana. Esto ha marcado nuestro progreso en la ciencia, la tecnología y las matemáticas, así como en la literatura, el arte y la cultura. Es la historia del ser humano que imita a su Creador.

Otro aspecto de la actividad del hombre en el jardín es el hecho de que se trataba de trabajo. El trabajo, en el sentido [p25] de la actividad organizadora con propósito, hace mucho bien al ser humano. Desempeña un papel saludable e importante en el desarrollo de la vida. Una persona sin trabajo tiene motivos para sentirse muy frustrada.

Pero ¿qué diremos cuando los seres humanos, en lugar de producir belleza en un jardín, asolan la tierra, convirtiéndola en un desierto, contaminando los ríos, agujereando la capa de ozono y poniendo el planeta en peligro, estropeando así el mismo hábitat que Dios ha provisto para ellos? De este modo, la visión bíblica nos insta a que hagamos todo lo posible para actuar de manera responsable ante el medio ambiente, a fin de evitar la destrucción del equilibrio ecológico.

La Biblia aún tiene más que decirnos acerca de su «definición» de la vida, como veremos en el próximo capítulo.

Notas

  1. Hoyle, El universo inteligente, 19.

4: ¿Qué significa el hecho de ser humano? Parte 2: la vida y las relaciones humanas

Leer Génesis 2:18–25

En el capítulo anterior notamos que el libro de Génesis define diferentes niveles de vida, haciendo especial hincapié en aquellos rasgos que marcan al ser humano como criatura hecha a imagen de Dios y llevándonos a considerar las implicaciones éticas que tienen estos rasgos. Reanudamos nuestras consideraciones reflexionando ahora sobre los niveles superiores de vida hacia los que Génesis llama nuestra atención. [p28]

La creación de la mujer

El Génesis nos dice que cuando Dios hizo a la mujer como compañera del hombre, primero trajo a todos los animales delante de él (del hombre). El hombre, Adán, les puso nombre a todos, demostrando de este modo su superioridad sobre ellos. Sin embargo, entre los animales no había ninguno que pudiese ser un compañero compatible para él. Estaba solo. No tenía a nadie con quien hablar, con quien apreciar la belleza de la creación. Esta historia profunda apunta a otros dos niveles de vida en los cuales el hombre se diferencia de los animales, y que hacen que la vida humana sea realmente humana y maravillosa.

El lenguaje

En primer lugar está el lenguaje, hacia el que se atrae nuestra atención por el hecho de que el hombre pone nombres a los animales. No hay ninguna evidencia de que los animales, ni siquiera los pájaros, compartan con el hombre la capacidad de usar el lenguaje. Algunos tienen una capacidad limitada de comunicarse. Pero ninguno de ellos tiene nada que se pueda comparar al lenguaje humano. La genialidad del lenguaje humano estriba en la capacidad que tenemos de emplear un sonido arbitrario, no necesariamente onomatopéyico, para referirnos a un objeto, a un conjunto de objetos e incluso para expresar ideas abstractas. Por tanto, el sonido —es decir la palabra hablada— «perro» en castellano —«dog» en inglés, «chien» en francés, «sobaka» en ruso— significa o un perro concreto o bien todo el género de animales que pertenecen a dicha especie. Asimismo, casi [p29] todos los idiomas cuentan con sonidos que se refieren a conceptos abstractos como la justicia, la belleza y la verdad.

El lenguaje requiere y facilita la capacidad de pensar analíticamente, de clasificar las cosas y dividirlas en sus diferentes categorías, de pensar en términos abstractos, y de pensar y argumentar racionalmente. Nos permite expresar nuestros sentimientos y emociones de maneras mucho más sofisticadas que los gestos físicos, los gruñidos y los gemidos. ¡Compárese la maravilla de la poesía amorosa con las pocas «expresiones» de afecto de las que es capaz un león con su pareja! ¡Los animales no escriben libros! En cambio, piénsese por un momento en algunas de las obras maestras que han sido creadas por autores como Cervantes, Shakespeare o Tolstoi.

Las diferencias entre el lenguaje humano y la comunicación animal demuestran una importante discontinuidad entre el hombre y los animales. Algunas investigaciones lingüísticas internacionales han demostrado que solamente los seres humanos tenemos la capacidad de combinar la fonética y la gramática. Hasta un niño de cinco años es capaz de construir frases totalmente nuevas, y que transmiten ideas que son a la vez espontáneas y creativas. Además, los antropólogos lingüísticos que han analizado las lenguas de tribus supuestamente primitivas han descubierto que la estructura de estas lenguas es tan compleja como la del castellano moderno, el inglés, o el griego antiguo. Por lo tanto, la investigación lingüística no parece presentar evidencia alguna de una evolución lingüística entre las especies.

El lenguaje, entonces, demuestra que el hombre está hecho a imagen de Dios. Hace posible una comunicación y [p30] comunión amorosa, consciente y personal, no solo entre un ser humano y sus semejantes, sino también entre el ser humano y Dios. Se nos dice que Dios descendía al jardín y hablaba con el hombre, y el hombre con Dios. En esta comunicación entre Adán y su Creador no había miedo; era una comunicación inteligente, caracterizada por el amor.

Daba expresión a la comunión que existía entre ellos. La comunicación entre el ser humano y Dios es la cumbre de la vida humana. Cada uno de nosotros tenemos acceso a ella. Dios habla con nosotros a través de las palabras de la Biblia y, mediante la oración, cada uno de nosotros podemos expresar directamente a Dios nuestros pensamientos más íntimos. Es muy triste cuando una persona que tiene vida física no puede comunicarse con los seres queridos que tiene a su alrededor, sea a causa de un accidente o de una embolia. Es aún más triste cuando una persona que goza del uso pleno de todas sus facultades nunca habla con Dios, ni permite que Dios le hable. Esta persona está muerta a uno de los niveles más altos de la vida humana.

Palabras, lenguaje, significado

Discutir con el grupo qué es lo que cada uno cree que hace al lenguaje humano único.

En el Nuevo Testamento, a Jesucristo, el Hijo de Dios, se le dio el nombre «el Verbo de Dios» (Juan 1:1-14). Discutir qué significa este título.

Matrimonio

El segundo nivel del que habla este texto de Génesis respecto a lo que significa ser auténticamente humano tiene que ver con la relación del hombre [p31] con su esposa. Dios reconoció que no era bueno que el hombre estuviera solo. El hombre, creado a imagen de un Dios que ama, necesitaba a alguien a quien amar. Sin embargo, Dios quería que el amor entre el hombre y su esposa fuera algo mucho más noble y profundo que el mero apareamiento físico con fines reproductivos. El amor involucra no solo una coincidencia intelectual y emocional y una atracción física recíproca, sino también una decisión de la voluntad. Si amas a una persona, antepones las necesidades y deseos de la otra persona a los tuyos propios y le eres absolutamente fiel, de modo que ella pueda sentirse completamente segura en tu amor hacia ella. Además, al crear al hombre y a la mujer Dios quiso compartir con ellos el gozo de la capacidad creadora. No siguió creando más y más individuos, sino que concedió al hombre y a la mujer la capacidad de procrear, de traer hijos al mundo. Quería que conociesen el gozo y la responsabilidad de tener hijos.

Dios dio a Adán una mujer de quien podía decir: «Esta sí es hueso de mis huesos y carne de mi carne» (Génesis 2:23). No hizo falta decirle que ella no era como los animales. Ella, también creada a imagen de Dios (Génesis 1:27), no era ni inferior ni superior a él, sino maravillosamente diferente. Se desprende del Génesis que Dios quiso que el matrimonio fuese una relación muy especial, e incluso sagrada. El compromiso para toda la vida entre el esposo y la esposa, y su fidelidad el uno con el otro, tiene como finalidad ser una fuente de estabilidad para la familia, aquella unidad esencial de la sociedad (Génesis 2:24). Y si las células individuales del organismo de la sociedad están sanas, también estará sana la propia sociedad.

Hoy día estamos asistiendo a un desacato cada vez más extenso a las normas morales y espirituales, el cual se extiende [p32] a cada área de nuestra vida cotidiana como si de un cáncer se tratara: tasas de crimen cada vez más elevadas, casos horripilantes de abuso de menores, la indiferencia ante el bien y el cultivo del mal a una escala sin precedentes. Gran parte de este escenario se puede atribuir directamente a la desintegración de las células sociales que constituyen las familias. Cuando la sociedad abandona toda creencia en las normas morales y éticas absolutas y en el carácter sagrado del matrimonio, no nos debe sorprender que las consecuencias sean trágicas. La relación esposo—esposa no es fruto de la evolución de las convenciones de la sociedad: fue creada por Dios. Si corrompemos esta relación, acabará en desastre.

Hasta los niños tienen algo que tiene un valor muy grande para ellos, algo que cuidan y protegen con mucho cariño. Los adultos quizás tengan algo de gran valor en su casa, como un regalo muy especial o una pieza de porcelana. No se les ocurrirá hacer mal uso de estas cosas; son demasiado valiosas. Sin embargo, esto es precisamente lo que hace mucha gente de nuestra sociedad muy a menudo. [p33] Tratan el matrimonio como si fuera un juego trivial, y abordan el divorcio como una salida fácil, sin que cuente para nada el resultado trágico en el seno de la familia, y concretamente en los niños, quienes se ven así desprovistos de la estabilidad emocional que necesitan.

Si ignoramos las instrucciones del manual del fabricante de un automóvil o motocicleta y ponemos agua en lugar de gasolina en el depósito, dañaremos seriamente el motor. Las instrucciones no se dan para disminuir nuestro disfrute del coche, sino para asegurar que lo disfrutemos el mayor tiempo posible. De manera similar, nuestro Creador da las instrucciones sobre el matrimonio y las relaciones en la Biblia para que podamos disfrutar la vida al máximo. Las ignoramos a nuestro propio riesgo.

Es por esto por lo que la pornografía desvirtúa la sexualidad y reduce al ser humano al nivel de los animales. La Biblia condena el abuso y el mal uso del sexo, y la razón no es que Dios sea un déspota aburrido que no soporta que los seres humanos disfruten la vida, sino justamente todo lo contrario. Dios, quien inventó la vida humana y la sexualidad, nos ama, y puesto que nos ama, ha establecido estas reglas fundamentales con la intención de que podamos disfrutar al máximo las relaciones de la vida.

La Biblia afirma que el matrimonio forma parte de la creación de Dios, y tiene mucho que decir acerca de lo saludable y lo hermoso que es. Además, se usa como imagen de la relación de Cristo hacia su pueblo, tanto ahora (Efesios 5:22–23) como en la eternidad (Apocalipsis 19:7–9).

¿Iguales pero distintos?

Considerar algunas de las maneras en las que los hombres y las mujeres se complementan mutuamente.

¿Qué tiene que ver la estabilidad del matrimonio con la salud de la sociedad?

Considerar lo que dice el Nuevo Testamento acerca de la actitud de Jesús hacia las mujeres en comparación con la de sus contemporáneos en Juan 4:1–42, y su actitud hacia el divorcio. (Mateo 19:3–12).

5: La tentación, caída y alienación del hombre

Leer Génesis, cap. 3

Hay evidencias por todas partes de que algo anda muy mal en la humanidad. La pregunta es la siguiente: ¿Cuál es la causa exacta de nuestra condición? Hasta que no se llegue a un diagnóstico fiable del problema, todos los esfuerzos por solucionarlo serán insuficientes; y toda esperanza de construir un mundo permanentemente mejor acabará en decepción. Algunos mantienen que la causa del mal en el mundo y del problema de la humanidad es el hecho de que la humanidad aún no ha evolucionado suficientemente. Si le damos el tiempo que necesita, el ser humano acabará convirtiéndose en la clase de criatura que todos deseamos que sea. Sin embargo, cuando analizamos la evidencia de los últimos seis mil años, la conclusión que se impone es que, si bien es verdad que [p36] hemos realizado unos avances gigantescos en los campos de la ciencia y la tecnología, la humanidad en conjunto no es ni menos egoísta, ni menos malévola, ni menos cruel, ni menos corrupta que en cualquier otra época de la historia humana. En esta lección, por tanto, miraremos la explicación que ofrece la Biblia acerca del origen del problema, y a partir de aquí consideraremos el remedio que propone. Pero, en primer lugar, hay que considerar otro aspecto maravilloso de lo que significa el hecho de ser humano, según enseña la Biblia.

La capacidad de tomar decisiones morales

El hecho del libre albedrío. El Génesis nos enseña que todos los árboles del Jardín del Edén fueron puestos para el deleite y el disfrute del hombre, a excepción de uno: Dios prohibió al hombre estrictamente comer del fruto de este árbol, y le advirtió que en caso de desobedecer y comer, moriría. Pero el mismo hecho de que Dios tuviese que advertir al hombre con respecto a las consecuencias de la desobediencia nos muestra que Dios había hecho al hombre de tal modo que existía la posibilidad de desobedecer si así se eligiera. Dicho de otra manera, Dios había creado al hombre con libre albedrío.

La necesidad del libre albedrío para la moralidad. El Génesis nos dirá en este capítulo que todo el mal que hay en el mundo arranca, en último término, del hecho de que el hombre utilizó su libre albedrío para desobedecer a Dios e introdujo en el mundo el principio y poder del mal, lo que la Biblia llama pecado. Y nos podríamos preguntar: ¿no pudo Dios prever que el hombre haría mal uso de su [p37] libre albedrío? ¡Claro que sí! Entonces, ¿por qué se lo dio? La respuesta es que, siendo un Dios de amor, no quiso crear al hombre como una máquina biológica, capaz de funcionar únicamente por instinto e incapaz de realizar ninguna acción genuinamente libre. Si una abeja pica a un conductor de autobús y desencadena un accidente mortal, no llevamos a la abeja ante los tribunales, acusándola de cometer un crimen. No tiene posibilidad alguna de elegir: pica por instinto. Otra cosa sería si un pasajero apuñalase a un conductor: a lo mejor tiene un odio instintivo al conductor; sin embargo, puede elegir apuñalarlo o no.

Además, Dios quería que el ser humano fuese una criatura mucho más noble que cualquier animal. Por ejemplo, se puede entrenar a un perro a no comer un trozo de carne hasta que su amo le dé la señal. Pero si a consecuencia de ello el perro se abstiene de robar un bistec al vecino, lo hace simplemente porque la experiencia pasada ha dejado grabado en su memoria y en su sistema neurológico que, si se hace con un trozo de carne sin recibir la luz verde por parte de su amo, recibirá un castigo. El perro no sabe qué significa robar, ni por qué no es correcto hacerlo; no sabe por qué su amo le prohíbe comerse el bistec del vecino. Al crear al ser humano, Dios quería crear a un ser que fuera capaz de aprender los motivos que hay detrás de los mandamientos y las prohibiciones, del mismo modo en que un niño puede aprender de sus padres los motivos que hay detrás de las exigencias y prohibiciones que se le imponen; a fin de que la obediencia del ser humano sea inteligente, y a la vez, gracias al libre albedrío, genuinamente libre.

La importancia del libre albedrío para el amor. Ante todo, al crear al ser humano, Dios buscaba seres que pudiesen [p38] amarlo de verdad, lo cual implicaba que debían tener la capacidad de elegir y decidir libremente; el amor que sea forzado o mecánico no es amor verdadero. Por tanto, el ser humano debe ser genuinamente libre para elegir amar y obedecer a Dios, o para rechazar su amor y desobedecerlo. Si un robot entrara en tu habitación, te diera un abrazo mecánico y te dijera con su voz mecánica, «te amo», o te echarías a reír o bien lo rechazarías con repugnancia. ¿Por qué? Porque sabrías que el robot solo está haciendo y diciendo las cosas para las que ha sido programado. No tiene libertad para tomar la decisión consciente de amar ni para rebelarse conscientemente contra las instrucciones que ha recibido por parte de su programador. Y Dios quiere que el hombre sea infinitamente más que un robot. Alguien podría preguntar: «¿No habría sido mejor si Dios hubiese hecho al hombre igual que una máquina o un animal?» La respuesta es muy sencilla: ¿cuál de nosotros estaría dispuesto a renunciar a su libre albedrío humano para convertirse en una máquina?

Una ilustración. El fuego es muy peligroso. Un padre o una madre que realmente ame a su hijo le prohibirá encender o acercarse al fuego, al menos hasta que haya podido enseñarle el daño que el fuego puede causar si no se le tiene respeto. Del mismo modo, Dios prohibió al hombre, aún en su estado de inocencia, comer del árbol del conocimiento del bien y del mal. No se nos explica los pasos que Dios habría tomado para enseñar al hombre los resultados destructores de una hipotética desobediencia, y para que el hombre pudiese aprender a evitar el mal, en caso de que el hombre no hubiese desobedecido. Porque el hombre escogió actuar independientemente de Dios y [p39] lo desobedeció; por tanto, aprendió a través del intenso sufrimiento personal cuáles son las terribles consecuencias del mal. ¿Por qué actuó el hombre de esta manera?

La tentación y la caída del hombre

Para mucha gente, la historia bíblica de cómo el Diablo, convirtiéndose en serpiente, tentó al hombre a desobedecer a Dios parece más bien un cuento de hadas; pero si analizamos la manera en la que la tentación se fue desarrollando, resulta ser un espejo verdadero de la vida real.

La primera estrategia del Diablo. Exageró la prohibición divina a fin de retratar a Dios como un aguafiestas cruel y atormentador. «¿Es verdad que Dios les dijo», preguntó, aunque por supuesto sabía muy bien que Dios nunca les había dicho nada por el estilo «que no comieran de ningún árbol del jardín?». La mujer lo corrigió; sin embargo, esta exageración por parte del Diablo sigue siendo creída por mucha gente hoy en día: no quieren saber nada de Dios, ni pensar en él siquiera, porque se imaginan que el hecho de creer en Dios pondría fin a todo su placer.

La segunda estrategia del Diablo. Desmintió directamente la palabra de Dios. «No van a morir», dijo, «si desobedecen a Dios. El motivo de esta prohibición es que si comen este fruto, les serán abiertos los ojos. Serán como Dios, conociendo el bien y el mal. Ya no tendrán que depender de Dios; podrán decidir por su propia cuenta lo que está bien y lo que está mal. Por tanto, hay que asestar un golpe para la libertad y la independencia moral. ¡Tomen sus propias decisiones! No dejen que sea Dios quien decida por ustedes.» [p40]

Lo que el Diablo no les dijo, naturalmente, fue que, al desobedecer el mandato divino, y actuar independientemente de él, admitirían en sus vidas la fuerza poderosa y malévola del pecado, la cual ellos mismos no serían capaces de dominar. Una vez admitida, esta fuerza los esclavizaría y acabaría por destruirlos. Y hasta el día de hoy, mucha gente sigue engañada por el Diablo. ¿Cómo se explica, si no, el hecho de que muchos se imaginen que están dando un paso a favor de la libertad al destruirse físicamente mediante el alcohol, las drogas y la promiscuidad sexual, y psicológicamente a causa de la envidia, los celos, el rencor, la malicia, el odio, la mentira, las trampas y el resto de esta nefasta compañía?

La tercera estrategia del Diablo. Logró que la mujer se fijase atentamente en el árbol. Enseguida vio que el fruto era bueno para comer, agradable a los ojos, y codiciable como fuente de sabiduría; es decir, podría aportarle satisfacción física, estética e intelectual. Y el Diablo le insinuó que, si consiguiera estas tres clases de satisfacción, tendría todo lo que le hacía falta para disfrutar al máximo la vida. No necesitaba a Dios, y no tenía por qué escuchar su palabra ni preocuparse por su prohibición. Hoy día, mucha gente sigue pensando lo mismo.

Sin embargo, era, y es, mentira. La Biblia dice (Deuteronomio 8:3), y Jesucristo lo repitió (Mateo 4:4): «No solo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios».

Una ilustración: Supongamos que como muestra de amabilidad decides entablar amistad conmigo. Para poner el proceso en marcha, me invitas a cenar. Vengo a tu casa y disfruto de la comida, de los cuadros colgados [p41] en la pared y de la música de fondo. A pesar de todos tus esfuerzos por iniciar una conversación conmigo, me empeño en hacer caso omiso e incluso permanezco indiferente a tu presencia conmigo en la mesa. Cuando al final me pides una explicación por esta conducta tan extraña, digo que el placer físico de la comida y el placer estético e intelectual que me dan los cuadros y la música son lo único que me interesa. Pero tú, la persona que me has provisto de todas estas cosas, no me interesas en absoluto: por lo que a mí respecta, podrías estar muerto. ¡Qué necio sería! Por muy buenos que sean los alimentos, los cuadros y la música, disfrutar de ellos y al mismo tiempo rechazar la amistad y la comunión contigo es rechazar lo que realmente significa aquella cena, y perder, por tanto, la auténtica satisfacción que representa.

Las consecuencias de la caída

El resultado de la desobediencia del hombre y de la mujer fue inevitable e instantáneo. Se estropeó su disfrute de la vida en el sentido más elevado. La siguiente vez que sintieron la voz de Dios mientras caminaba en el jardín, tuvieron miedo. En lugar de recibir con entusiasmo la presencia y la conversación de Dios y la posibilidad de comunión con él como el placer más sublime e intenso que la vida puede brindar, se apresuraron a esconderse de él. Se sentían desnudos. Es cierto, por supuesto, que Dios los había creado desnudos, y no había nada de malo en ello. Pero su desobediencia había dado lugar, en su fuero interno, a sentimientos de culpa, y se sentían indignos de permanecer en la presencia de Dios. Intentaron cubrirse [p42] con hojas de higuera, pero intuyeron que era inútil. Luego intentaron esconderse de Dios entre los árboles del huerto, pero también fue en vano; porque Dios los citó para que se encontraran con él, y tuvieron que acudir a la cita y presentarse delante de Dios. Lo que Dios les dijo, y lo que hizo, y cómo, en lugar de destruir a la humanidad a causa de su rebeldía, les indicó el camino hacia el perdón, y les dio esperanza para el futuro, todo esto lo tendremos que dejar para los siguientes capítulos.

Aún a día de hoy, una de las evidencias de que el hombre es un ser caído sigue siendo el hecho de que tan solo la idea misma de Dios produce en mucha gente sentimientos muy incómodos de temor y culpabilidad, e incluso de fuerte resentimiento. La Biblia define esta condición nuestra como muerte espiritual. Según la Biblia, esta alienación del hombre con respecto a Dios es la raíz de todo el mal de la humanidad.

6: El camino de la esperanza y la restauración

Leer de nuevo Génesis, cap. 3

La victoria tras la derrota

Cuando el hombre, en su necedad, se rebeló contra Dios, habría sido comprensible que Dios decidiese acabar con él y comenzar de nuevo con otra clase de ser completamente diferente.

Sin embargo, lo que hizo fue precisamente lo contrario. No solo mantuvo su plan original, con la raza humana como su representante real en la tierra, sino que proclamó que sería a través de los seres humanos que el intento de Satanás de desbaratar el plan de Dios sería destruido. Dirigiéndose a la serpiente, la cual el Diablo había utilizado para engañar a la mujer, declaró: «Pondré enemistad [p44] entre tú y la mujer, y entre tu simiente y la de ella; su simiente te aplastará la cabeza, pero tú le morderás el talón» (Génesis 3:15). Sin duda, estas palabras reflejan la hostilidad que existiría entre los seres humanos y las serpientes a través de los siglos; pero la promesa de Dios aprovecha esta hostilidad para simbolizar la lucha encarnizada que se iniciaría a partir de este momento entre la raza humana y Satanás. El principal campo de batalla sería el corazón de los hombres y las mujeres, mientras Dios trabajaba para volver a conquistar la lealtad de la raza humana, y Satanás luchaba para afianzar su dominio sobre ella.

Al contemplar esta profecía desde el período posterior al nacimiento, la vida, la muerte y la resurrección de Jesucristo, el Nuevo Testamento da a entender que la simiente prometida de la mujer se refería, en un sentido especial, a él, puesto que él nació de una mujer humana, pero no de un padre humano (Lucas 1:35). Era verdaderamente hombre, pero al mismo tiempo Dios encarnado. Tentado por el Diablo en todo, igual que nosotros, lo venció (Mateo 4:1–11; Juan 14:20; Hebreos 4:15), y se mantuvo firme en su compromiso de absoluta y perfecta obediencia a Dios hasta la misma muerte. Además, sin pecado propio, pagó con su muerte la pena del pecado de los hombres, a fin de que el hombre pudiera ser reconciliado con Dios y devuelto al paraíso. Durante esta lucha encarnizada, el Diablo, igual que una serpiente, heriría a Cristo el talón; pero Cristo, como hombre, aplastaría la cabeza de la serpiente en nombre de toda la humanidad, y así ganaría una victoria que sería eterna.

En un famoso texto del Antiguo Testamento (Salmo 8), el cual tiene como propósito contestar la pregunta «¿Qué [p45] es el hombre?», el poeta remarca el hecho de que originalmente Dios hizo al hombre un poco inferior a los ángeles, pero que lo coronó con honra y gloria y puso todas las cosas bajo sus pies. Siglos más tarde, el escritor de La Carta a los Hebreos en el Nuevo Testamento repite esta misma afirmación e insiste en que significa exactamente lo que dice: «Si Dios puso bajo él todas las cosas, entonces no hay nada que no le esté sujeto» (Hebreos 2:8).

Ahora bien, suponiendo que esta fuera la intención original de Dios, no es difícil ver que algo no va bien. El mal y la enfermedad acechan en todo el mundo. La posición del ser humano como dueño del mundo está muy lejos de ser un hecho incontestable. El mismo escritor lo admite: «todavía no vemos que todo le esté sujeto». Por tanto ¿hay que renunciar a toda esperanza de volver a entrar en el paraíso? ¡Por supuesto que no! Porque el plan, como dice el escritor, lejos de haber sido abandonado, ya avanza a marchas forzadas hacia su cumplimiento. Porque vemos a Jesús, hecho un poco menor que los ángeles, hecho hombre, para que padeciera la muerte por todos, de modo que el perdón y la restauración son una realidad. Además, el hombre Jesús ya ha sido coronado de gloria y honra. Su resurrección, ascensión y glorificación son la garantía de que el resto del plan de Dios se cumplirá en toda su plenitud, y que la humanidad volverá a ejercer dominio sobre un universo libre de pecado.

Sin embargo, aquí surge una pregunta. Si Dios tenía la intención desde el principio de enviar a Cristo al mundo como el Salvador de la raza humana, ¿por qué no lo hizo justo en el momento en que Adán y Eva pecaron? ¿Por qué esperó tantos siglos antes de enviarlo? [p46]

La necesidad de descubrir lo que implica el pecado

Consideremos una ilustración. Nadie irá al médico para que lo curen si no está convencido de que está enfermo. Algunos tipos de cáncer comienzan como un pequeño dolor, o como una mancha negra, a penas visible, en la piel; puesto que no parecen tener ninguna importancia, la gente piensa que desaparecerán por su cuenta. Solo cuando, al cabo de varios meses o años, este punto o mancha evoluciona y se presenta como algo mucho más importante, la persona que lo tiene acude al médico.

Ahora bien, si en el momento en que Adán y Eva usaron su libre albedrío para desobedecer a Dios, Dios hubiese intervenido milagrosamente a fin de impedir que su pecado acarrease las consecuencias que iban implícitas en él, Adán y Eva nunca habrían comprendido lo grave que es ejercer mal el libre albedrío. Más bien habrían llegado a la conclusión de que, decidiesen lo que decidiesen, el resultado sería más o menos el mismo. Tuvieron que aprender que aquel acto de desobediencia—sin decir nada de los que cometerían después—fue suficiente no solo para estropear su propia vida, sino para envenenar y echar a perder todas las generaciones posteriores. Únicamente así llegaría la raza humana a odiar el pecado, a arrepentirse de él y a aceptar la salvación en cuanto Dios se la ofreciese. Y únicamente así aprendería la humanidad a utilizar su libre albedrío en colaboración con Dios. [p47]

Las consecuencias inmediatas de la caída

Ahora, la Biblia señala algunas de las consecuencias inevitables de la caída contra las cuales los seres humanos tendrían que batallar en el futuro.

La alienación de Dios. Ya hemos hablado de este fenómeno en nuestro capítulo anterior. La relación con Dios ya no se caracterizaría por el gozo y la ausencia de miedo; más bien, estaría marcada por los sentimientos de culpa y la consciencia de la ira de Dios a causa del pecado, aun cuando Dios había provisto lo que hacía falta para cubrir la culpa del hombre.

El embrutecimiento de las relaciones humanas. El traer niños al mundo se vería acompañado por el dolor y el miedo; y los hombres se aprovecharían de las mujeres y se enseñorearían de ellas. Es aquí donde se encuentran las raíces de las desconfianzas y las pasiones que han hecho tantos estragos en la sociedad. Sin embargo, aquí también existe la posibilidad de curación. A partir de su amor hacia su pueblo, Cristo ha hecho realidad el ideal del amor, y con las fuerzas que él da, las relaciones humanas pueden ser transformadas y se puede lograr una armonía auténtica dentro del matrimonio. El marido cristiano puede amar a su esposa, y la esposa respetar a su marido. —ver la manera como el apóstol Pablo cita Génesis en Efesios 5:31—.

El trabajo se convierte en una tarea ardua. Al principio, el hombre fue puesto como señor de la creación; pero al rebelarse contra Dios, su relación con el mundo alrededor se transformó. El trabajo, anteriormente un placer sin sombras, comenzó a suponer un esfuerzo duro y poco gratificante. Las tareas de la vida, que abordaba anteriormente [p48] con gozo y con todo el vigor de la vida, en el marco de una comunión perfecta con Dios, a partir de ahora presentarían un aspecto muy diferente, debido a que ahora era vulnerable a la enfermedad, estaba sujeto a sentimientos en conflicto y era presa del arrastre del pecado en su fuero interno. Su propio mundo interior se encontraba en un estado de desorden: había perdido el control. Y, como el Nuevo Testamento señala (Romanos 8:20–22), la propia creación fue sometida a frustración, y gime. Se encuentra sujeta a espinos y cardos, pestes y plagas y los estragos de la contaminación y la enfermedad. Pero aquí, de nuevo, hay esperanza. En Romanos 8 se nos enseña también que en los creyentes en Jesucristo mora el Espíritu Santo, quien en esta vida nos da el poder que nos hace falta para superar el arrastre del pecado (vv. 9, 13), aun cuando nosotros también gemimos dentro nuestro. Y aún hay más, se acerca el día cuando Dios levantará de la muerte el cuerpo de los creyentes, mediante el mismo poder del Espíritu Santo que mora dentro suyo. (v.11). Esta esperanza no es ningún mito vacío. Dios ya ha levantado de la muerte, corpóreamente, al hombre Jesucristo. Su triunfo sobre la muerte implica que un día la propia creación será liberada de la esclavitud de corrupción, a la gloriosa libertad de los hijos de Dios. (v 21).

El destierro del paraíso de Edén. Separado del árbol de la vida, el hombre acabaría envejeciendo y muriendo. Ya había muerto espiritualmente. La muerte física serviría para recordarle que era un ser caído. Sería un presagio de lo que la Biblia llama «la segunda muerte», es decir, la muerte eterna que cada ser humano tendrá que afrontar si no se reconcilia con Dios. [p49]

Mientras tanto, la vía del retorno al paraíso quedó bloqueada, según se nos dice, por querubines con espadas, un recordatorio del hecho de que el hombre nunca más conocerá ningún paraíso, ni en el cielo ni en la tierra, hasta que su pecado sea definitivamente eliminado, y tanto la humanidad como la naturaleza sean reconciliados con Dios.

Diagnósticos inadecuados de la condición humana

Por supuesto, mucha gente rechaza este diagnóstico del problema de la raza humana. El filósofo griego, Sócrates, creía que el único problema esencial del hombre era su ignorancia. «No hay nadie que actúe mal a sabiendas», mantenía Sócrates. «Si el hombre es educado correctamente, dejará de pecar». Sin embargo, la historia ha demostrado que Sócrates estaba equivocado. Según Marx, [p50] el problema básico del hombre era el hecho de su alienación de los medios de producción; una vez resuelto este problema de la alienación del hombre, se acabarían todos sus problemas: sería el amanecer del paraíso. La historia ha desmentido esta teoría también. El eminente historiador, el profesor Herbert Butterfield, ha dicho lo siguiente en su renombrado libro «El Cristianismo y la Historia»:

Entre los historiadores, igual que en todos los campos, los más ciegos son los que son incapaces de examinar sus propias presuposiciones . . . Hay que insistir en el hecho de que engendramos tragedia tras tragedia a causa de una doctrina del hombre perezosa y poco examinada. . ., la cual no encuentra respaldo en los hechos históricos.1

«La historia nos enseña», continúa Butterfield, que «es un error poner excesiva confianza en la naturaleza humana. Dicha fe es una herejía reciente, y profundamente desastrosa». La historia ha puesto en tela de juicio, y lo seguirá haciendo, cualquier intento de eludir lo que enseña la Biblia, y lo que Jesucristo enseñó, a saber, que el hombre es un ser caído, y que la naturaleza humana es esencialmente mala y pecadora (Lucas 11:13). Todo el mundo prefiere eludir un diagnóstico así, porque no nos gusta. Parece demasiado radical.

Una ilustración: Si tienes un cáncer, ¿qué preferirías: 1. que te dijeran que lo tienes, y que hay una intervención que te puede curar; o, 2. que te hicieran un diagnóstico superficial y te recetaran aspirinas, a consecuencia de lo cual morirías? [p51]

Jesús no solo ha hecho un diagnóstico, sino que ofrece un remedio; una salvación adecuada al diagnóstico. Es un tema que consideraremos en un capítulo posterior.

El pecado y la muerte

¿De qué manera cumplió Jesús la profecía de Génesis 3:15?

Discutir algunas de las maneras en las que hayan descubierto la gravedad y el poder del pecado.

Considerar algunos de los efectos de la caída en la sociedad en cada una de las áreas mencionadas aquí. ¿Qué diferencia podría producir la fe tanto espiritualmente como moralmente?

«La historia está llena de intentos humanos por recuperar el paraíso sin Dios». Discutir esta afirmación.

¿Hay una relación entre el diagnóstico del problema del pecado hecho por Jesús y su muerte en la cruz?

Notas

  1. pp. 140 ss.

7: El camino de la fe en Dios y en el futuro

Leer Génesis 15:1–7

Algunas personas, al leer el Antiguo Testamento por primera vez, se encuentran sorprendidas, e incluso decepcionadas: después de los primeros once capítulos, parece ocuparse casi exclusivamente del pueblo judío. «¿Cómo es que Dios se interesa únicamente por los judíos?» preguntan. «¿Acaso no había, a través de los siglos, imperios mucho más grandes y brillantes que aquella pequeña nación llamada Israel? ¿Cómo es que las demás naciones reciben tan poca atención? ¿Cómo es posible que para Dios ellas no tuvieran ninguna importancia?»

Sí la tenían. La Biblia enseña que Dios hizo a todos los seres humanos en todo lugar a partir de una sola pareja original (Hechos 17:26), que él es el Dios de los gentiles tanto como de los judíos (Romanos 3:29), que [p54] no hace acepción de personas (Hechos 10:34–35) y que es su voluntad que todos los seres humanos sean salvos (1 Timoteo 2:3–7). Por otro lado, La Biblia dice que Dios escogió a Israel para que desempeñase un papel especial en la historia. Para comprender esto, hay que volver al relato de la caída en el Génesis.

El trasfondo de la elección de Israel

Recordemos que el pecado original del hombre fue asirse de la independencia moral y espiritual de Dios; y aunque Dios enseguida le mostró el camino del perdón y de la reconciliación, muy pronto se haría patente que este acto de desobediencia había introducido en la raza humana el veneno virulento de la independencia obstinada de Dios.

Caín y Abel (Génesis 4:1–15). Abel respondió con fe a las instrucciones de Dios, presentó un sacrifico que complació a Dios y fue aceptado (Hebreos 11:4). Caín, en el propio acto de presentar su sacrificio a Dios, rechazó con arrogancia las instrucciones de Dios relativas a su sacrificio y, enfurecido contra Dios, asesinó a su hermano Abel.

La descendencia de Caín (Génesis 4:16–24). Durante este período, florecieron la construcción de ciudades, la ganadería, la metalurgia, la tecnología, la música y la poesía. Pero la violencia aumentó. Hasta fue motivo de jactancia, y se convirtió en el tema de muchas canciones populares, del mismo modo en que en nuestros días se representa constantemente en la televisión y en películas como la actuación de hombres superfuertes y muy valientes, incluso en sociedades que en otros aspectos son tecnológicamente avanzadas y culturalmente sofisticadas. Los [p55] jóvenes, que se fijan en estas estrellas de cine violentas como modelos a imitar, aprenden primero a admirar y luego a practicar la violencia.

La generación del diluvio (Génesis 6:1–7). En esta época la raza humana entera se había vuelto tan corrupta como resultado de prácticas ocultistas y demoníacas, del mal y de la violencia, que corría el peligro real de una degeneración moral y física permanente. Sería necio imaginar que no existan hoy en día muchos ejemplos de este tipo de fenómenos.

Ahora bien, un jardinero a lo mejor tiene que podar una planta afectada por una enfermedad con la esperanza de que crezca más sana. Del mismo modo, Dios envió un diluvio catastrófico sobre la tierra, y destruyó la raza humana en su totalidad, a excepción de una sola familia, la de Noé, a fin de que la raza humana pudiese tener un comienzo nuevo y, potencialmente, más sano.

La ciudad y la torre de Babel (Génesis 11:1–9). La torre probablemente era una especie de zigurat. Cuando fue construida era una maravilla arquitectónica y tecnológica, una prueba más de que los seres humanos, aunque caídos, habían sido creados a imagen del Creador. Pero trágicamente este proyecto tan brillante fue emprendido en un espíritu de arrogancia e independencia de Dios por parte del hombre. De un modo parecido, los viajes actuales por el espacio son un logro magnífico de las capacidades que los seres humanos han recibido de Dios. Sin embargo, es triste oír a algunas de las personas implicadas jactarse del hecho de que han dado la vuelta a la luna sin encontrar a Dios en ningún sitio. Es como si alguien viese una obra de Shakespeare y después dedujera que, al no haberse [p56] encontrado con Shakespeare ni una sola vez en la obra, Shakespeare nunca había existido. Dios no forma parte del universo que creó, tal como Shakespeare no forma parte de sus propias obras teatrales. Pero cuál sería el disfrute si pudiésemos ver una de estas obras en compañía del mismo Shakespeare y después aprender de él cómo crear una obra semejante. ¿Por qué la gente se empeña en creer que solo se puede comprender y disfrutar del universo a partir de la independencia del Creador, o de la negación de su existencia?

La peor consecuencia de la caída (Romanos 1:19–23). Esta consiste en que los hombres acabaron por intentar borrar definitivamente cualquier idea del Único Dios Verdadero, Creador de todo. Como resultado, cayeron en la superstición, deificaron las fuerzas ciegas e irracionales del universo y rindieron culto a los dioses del sol, de la luna, de la tormenta, de la fertilidad, etc. Y puesto que estos «dioses» eran fruto de la imaginación de los hombres, se les atribuía un comportamiento entre ellos más inmoral aún que el de los propios seres humanos. Así que el culto a estos dioses corrompió aún más a la humanidad.

El ateo de nuestros días piensa de manera semejante. Según él, las fuerzas que produjeron a los seres humanos son las fuerzas impersonales, irracionales y ciegas del universo. No las llama dioses, como los idólatras de la antigüedad, pero en el fondo se trata de lo mismo. Por tanto, para el ateo no cabe la menor esperanza para el universo, ni para el ser humano después de la muerte, porque, según él, las mismas fuerzas impersonales que produjeron a los hombres y las mujeres, un día destruirán tanto a la humanidad como todo el universo. Los seres [p57] humanos racionales somos los productos, los esclavos y los prisioneros desesperanzados de los poderes irracionales.

El propósito de la elección de Israel por parte de Dios

El problema que Dios afrontaba. ¿Cómo rescatar al hombre de la desesperanza de la independencia de Dios? ¿Cómo demostrar a las naciones su propia realidad y la gloria y la esperanza que caracterizan la vida humana cuando se vive en comunión con Dios, para que las naciones se sintieran atraídas, para que pudieran ser reconciliadas con Dios y encontrar en él la paz y la bendición?

La respuesta de Dios al problema. Escogería a un hombre, Abraham, y a partir de su descendencia crearía una nueva nación a través de la cual personas de todas las naciones se volvieran a Dios y fueran bendecidas (Génesis 12:3; 22:18; 26:4). [p58]

La base de la elección de Abraham y de Israel. No fue porque ellos fueran mejores que los demás. Abraham, antes de ser llamado por Dios, era un idólatra (Josué 24:14–12); y a los israelitas se les dijo que eran un pueblo obstinado y se les advirtió que, si se comportaban incorrectamente, serían juzgados con mayor severidad que las demás naciones (Deuteronomio 9:6–24; Amós 3:2) debido a la importancia del papel que se les había asignado.

Map of Abraham's journey from Ur to Haran to Canaan, and then to Egypt and back to Canaan.
El viaje de Abraham

El propósito del programa de Dios para Abraham e Israel. Los levantó en primer lugar como testimonio vivo de la existencia del Único Dios Verdadero, y en protesta contra toda interpretación idólatra del universo. En este aspecto, Israel fue único durante muchos siglos. En segundo lugar, los levantó como ejemplo de lo que significa vivir en comunión con el Dios viviente y experimentar su amor, su poder, su salvación, su dirección y sus leyes, a fin de que todas las naciones del mundo acudiesen a ver lo bello que es conocer a Dios personalmente. Y en tercer lugar, levantó a Israel para que fuera el medio a través del cual vendría el Salvador del mundo, a fin de que en el momento de su venida el mundo lo reconociera y encontrara en él una esperanza verdadera.

El éxito del programa. Basta observar el hecho de que, a través de la nación judía, y particularmente a través de Jesucristo, nacido de la simiente de Abraham, millones de gentiles, anteriormente paganos e idólatras, han sido llevados a una fe viva en el Único Dios Verdadero y Viviente. Este es un hecho incontestable de la historia; y es un proceso que sigue cumpliéndose delante de nuestros ojos. [p59]

El entrenamiento de Abraham por parte de Dios (Génesis 11:26–25:11)

El despertar de la esperanza de Abraham. Primero, Dios reveló su gloria a Abraham personalmente. Luego lo condujo a la tierra de Canaán, la cual le prometió a él y a su simiente, si mientras tanto estaban dispuestos a vivir como nómadas sin que fuese suya ni una sola hectárea,1 También se le dijo a Abraham que durante cuatrocientos años sus descendientes serían esclavos en un país lejano, y que solo al cabo de este período Dios los liberaría y los haría regresar a Canaán para reclamar su herencia. Esto indudablemente sirvió para dar esperanza a Abraham y a sus descendientes. Sin embargo, fue una esperanza a largo plazo; y mientras tanto había una pregunta práctica: ¿Podrían atreverse a creer en ella? ¿Podrían confiar suficientemente en Dios como para convertirse en nómadas, y seguir viviendo durante siglos simplemente en base a las promesas de Dios? Adán y Eva en el huerto no fueron capaces de confiar en la Palabra de Dios. Desde entonces, millones de personas tampoco han sido capaces. ¿Podrían confiar en Dios Abraham y sus descendientes? ¿Se cumpliría la promesa al final?

La prueba de la fe de Abraham (Génesis 15–22). No transcurrió mucho tiempo antes de que la fe de Abraham en la promesa de Dios topara con una dificultad aparentemente insuperable. Ya era anciano cuando Dios le prometió su [p60] futura herencia. Pero todavía no tenía ningún hijo y por tanto, no tenía ninguna posibilidad de tener descendientes que pudieran apropiarse de la herencia. Abraham habló con Dios, quien le prometió un hijo; y Abraham creyó a Jehová en cuanto recibió la promesa (Génesis 15:6). Sin embargo, Dios no cumplió la promesa inmediatamente. Resulta que Sara era estéril; por tanto, a fin de ayudar a Dios a cumplir la promesa, Abraham tomó a una esclava, y tuvo un hijo con ella. Pero Dios se negó a considerar a este hijo como el que había sido prometido; e hizo esperar a Abraham y a Sara hasta que, en lo que se refería a su capacidad física de ser padres, era como si su cuerpo estuviese muerto. De este modo, Abraham comprendió que sus propios recursos eran inútiles; si alguna vez se habían de cumplir las promesas relativas a los descendientes y a la herencia, Dios tendría que realizar un milagro, y hacer que brotara vida de cuerpos que estaban muertos. Abraham no podía hacer nada. Y Abraham se atrevió a creer y como consecuencia, el milagro ocurrió. El hijo de la promesa nació. Además, varios siglos después de la muerte de Abraham, la promesa a largo plazo de la herencia en Canaán también se cumplió.

El propósito de la prueba de la fe de Abraham. Recordemos que el pecado original del hombre, el que provocó la caída y arruinó a la raza humana, fue asirse de la independencia de Dios, desencadenando así los procesos que habían de llevar a la muerte. Aquí Dios estaba enseñando a Abraham cuál es el primer principio fundamental para el regreso a la vida verdadera y a la esperanza para el futuro: la dependencia absoluta de Dios y la fe en sus promesas. [p61]

La lección universal que enseña la experiencia de Abraham

La historia ha demostrado que las promesas de Dios a Abraham eran ciertas. Sus descendientes heredaron la tierra de Canaán. Y aunque ha habido ocasiones en las que Dios los ha expulsado de la tierra, como les advirtió que haría, las promesas de su restauración final también se cumplirán.

La promesa según la cual todas las naciones del mundo serán bendecidas mediante Abraham y su simiente se ha cumplido de forma dramática a través del nacimiento del Salvador del mundo, Jesucristo, el descendiente más famoso de Abraham y de su hijo, Isaac.

Lo que no nos enseña la experiencia de Abraham es que cualquier pareja estéril pueda tener un hijo si confía en Dios. Pero su experiencia es citada en el Nuevo Testamento como ejemplo para toda la humanidad. Abraham fue justificado por la fe, se nos dice en Génesis 15:6, cuando aprendió a poner su fe no en sí mismo ni en sus propias obras, sino únicamente en la palabra de Dios, quien podía hacer brotar vida de la muerte. Nosotros también podemos ser justificados y recibir el regalo de la vida eterna únicamente por la fe, cuando aprendemos a no confiar en nuestras propias obras, sino a creer a Dios, quien resucitó a Jesucristo de la muerte (Romanos 4:1–5, 19–25). [p62]

La obediencia de la fe

¿Por qué creen que Caín se negó a obedecer a Dios? ¿Hay aquí alguna lección para nosotros?

¿Qué podemos aprender de la epidemia del SIDA?

¿Qué podemos aprender de la epidemia del SIDA?

¿Cómo nos puede ayudar la historia de Noé a comprender lo que implica la fe en Dios? (Ver Hebreos 11:7). Cuando Jesús mencionó esa historia (Lucas 17:26–27), ¿qué pretendía ilustrar?

«El ateísmo es un asunto largo y cruel».1—Jean-Paul Sartre. Discutir. Las palabras, 157.

¿Por qué Abraham creyó a Dios? ¿Cómo nos puede ayudar el ejemplo de su fe a comprender lo que realmente significa la fe?

Notas

  1. De hecho, lo único que poseyó Abraham durante su vida fue un pequeño campo con una cueva, que utilizó como lugar de entierro para su mujer, Sara (Génesis 23).

8: La libertad y la ley

Leer Éxodo 20:1–17

En este capítulo estudiaremos el resumen de la ley que Dios dio a Israel a través de Moisés. Los Diez Mandamientos han ejercido una influencia civilizadora sobre millones de personas, y han acabado extendiéndose por todo el mundo, siendo adoptados por naciones enteras como la base de su código moral.

Nuestro título «La libertad y la ley» puede parecer extraño. Para mucha gente, la ley, por definición, es lo contrario de la libertad: la libertad implica que podemos hacer lo que queramos, y la ley limita o destruye esta libertad. Sin embargo, esta es una manera de pensar superficial. Si queremos gozar de una auténtica libertad, hacen falta leyes. Si, por ejemplo, queremos ser libres para pasearnos por las calles por la noche sin miedo, el Gobierno tiene que poner leyes contra la violencia y el asesinato y exigir el cumplimiento de las mismas.

«Sí», alguien dirá, «pero las leyes del Estado están puestas con el consentimiento de la mayoría de los ciudadanos [p64] —excepto si se trata de una dictadura—. Por tanto, las leyes no hacen más que dar carta blanca a lo que nosotros mismos deseamos —o no deseamos—. En cambio, los Diez Mandamientos proceden, según ellos mismos enseñan, de Dios. Si aceptamos esta premisa, tendremos que aceptar y obedecer estas leyes solo porque Dios lo ha dicho, queramos o no. ¿Acaso no se anula así nuestra propia voluntad personal?»

¡No saquemos conclusiones precipitadas! Nosotros no pusimos las leyes de la naturaleza. Por supuesto, las respetamos, porque si no lo hiciéramos, nos destruiríamos a nosotros mismos. Sin embargo, no solemos quejarnos de que esto anule nuestra libertad. Sabemos que la vida no es posible de otra manera. Si somos descuidados en la manera de manejar los reactores nucleares, las leyes físicas desencadenan un Chernóbil o un Fukushima. Si nos empeñamos en fumar, corremos el riesgo de morir, prematuramente, de un cáncer de pulmón. Y lo que ocurre con las leyes físicas, ocurre también con las leyes morales que el Creador ha establecido para nosotros. Nosotros no participamos tampoco en el establecimiento de estas leyes. ¿Por qué deberíamos? No nos creamos a nosotros mismos. Sin embargo, nuestro Creador no ha puesto estas leyes para limitar nuestra libertad, sino para salvaguardar nuestra libertad y maximizar nuestro gozo, como veremos ahora al considerar el ejemplo de Israel. [p65]

La base de la insistencia de Dios en que Israel guardase la Ley

El preámbulo de los Diez Mandamientos (Éxodo 20:2). Aquí Dios no solo da la ley; explica a Israel por qué deben guardarla. «Yo soy el Señor tu Dios. Yo te saqué de Egipto, del país donde eras esclavo.»

Les recuerda que habían sido esclavos en los campos de trabajos forzados de Egipto y que fue él mismo quien los liberó. Era el Dios de la liberación. Habiéndoles dado libertad de una clase de esclavitud, no tenía ninguna intención de imponerles otra. Les estaba dando su ley para proteger la libertad que había logrado para ellos. Si ellos se negaban a guardar la ley, la nación, como más adelante les advirtió (Deuteronomio 29), se hundiría en una degeneración moral y espiritual y caería bajo el poder de las naciones paganas que los rodeaban.

Flashback histórico. La historia de la llegada de Israel a Egipto, de su esclavitud, y de la manera en que Dios los liberó se narra en la Biblia, desde Génesis 37 hasta Éxodo 15. Ninguno de estos acontecimientos fue un simple accidente histórico. De hecho, Dios comunicó a Abraham, muchos años antes de que ocurriera, que sus descendientes acabarían siendo oprimidos en un país extranjero y que Dios después los liberaría (Génesis 15:13–14).

La naturaleza de la esclavitud de Israel en Egipto. Como minoría étnica, fueron oprimidos por los egipcios por motivos políticos. Uno de los faraones —los gobernantes de Egipto— procuró deshacerse de ellos mediante el genocidio, o la limpieza étnica. El gobierno de Egipto se negó a permitirles adorar y servir a Dios de acuerdo a [p66] sus instrucciones y a la conciencia de ellos. Semejante esclavitud espiritual es la peor clase de servidumbre que existe: aprisiona y debilita no solo el cuerpo sino también el espíritu de la persona.

La manera en que Dios liberó a Israel. Dios no demandó que Israel luchara para conseguir su propia liberación de la tierra de Egipto. En su debilitada condición, esto habría sido imposible de todas formas. Fue Dios quien efectuó la liberación desde el principio hasta el final, en primer lugar, mediante el ángel destructor, quien ejecutó sus juicios sobre Egipto. Más tarde, utilizó las fuerzas de la naturaleza para anegar todo el ejército egipcio en el Mar Rojo. Lo único que Israel tuvo que hacer fue aceptar la liberación que Dios les proporcionó. Ni siquiera tuvieron que merecer su libertad obedeciendo la ley de Dios. La liberación, la redención, la libertad—todas estas cosas fueron regalos inmerecidos. Sin embargo, tras haber sido liberados, Dios esperaba de ellos que guardasen la ley que Dios estableció para ellos. No hizo esto para limitarlos, sino para que disfrutasen al máximo de su libertad.

Una lección para todos. El Nuevo Testamento usa esta experiencia del pueblo de Israel para ilustrar el hecho de que el pecado nos ha convertido a todos en esclavos. Estamos encadenados al pasado por nuestra culpabilidad. A menos que esta cadena se pueda romper, tendremos que enfrentarnos al juicio de Dios. Además, igual que el pueblo de Israel, no nos podemos salvar a nosotros mismos, ni podemos llegar a merecer la salvación por medio de nuestros esfuerzos por cumplir la ley de Dios (Efesios 2:8–9). Sin embargo, Dios ha provisto también una liberación para nosotros: nos salva de la culpa que [p67] constituyen nuestros pecados a través del sacrificio de Cristo, el Cordero de Dios, de la misma manera que Israel fue protegido del ángel destructor a través del sacrificio y de la sangre del Cordero de la Pascua —ver la historia narrada en Éxodo 12—. Y nos salva de las garras de Satanás mediante su propio poder (Hechos 26:18; Colosenses 1:13). Una vez que hemos experimentado esta liberación, apropiándonos así de nuestra libertad, Dios espera de nosotros que mostremos nuestra gratitud a través del deseo de obedecer sus mandamientos (Juan 14:21; Romanos 8:3–4).

Los principios de los diez mandamientos

El principio básico del amor. Bajo cada uno de los diez mandamientos subyace el principio básico del amor: en primer lugar, a Dios; en segundo lugar, al prójimo. Deuteronomio, un libro del Antiguo Testamento, lo resume de la siguiente manera: «Escucha, Israel: El Señor nuestro Dios es el único Señor. Ama al Señor tu Dios con todo tu corazón y con toda tu alma y con todas tus fuerzas» (Deuteronomio 6:4–5). No es de extrañar entonces que los cuatro primeros mandamientos tengan que ver con la manera en que este amor se tiene que expresar. Levítico, otro libro del Antiguo Testamento, enuncia el otro gran principio de la ley: «Ama a tu prójimo como a ti mismo» (Levítico 19:18). Los seis últimos mandamientos enseñan de qué manera este amor se debe manifestar.

Esto nos enseña varias cosas muy importantes:

(a) La ley de Dios no es ningún código frío y legalista: nace del amor.

(b) La ley de Dios es equilibrada: El amor a Dios tiene que dar lugar al amor a nuestros semejantes. El [p68] amor a los demás que no esté arraigado en el amor a Dios no es amor verdadero. El Nuevo Testamento lo explica de esta manera: «Así, cuando amamos a Dios y cumplimos sus mandamientos, sabemos que amamos a los hijos de Dios» (1 Juan 5:2). Por otro lado, el amor a Dios que no nos lleve a amar a nuestros semejantes tampoco es amor verdadero. El Nuevo Testamento lo explica así: «Si alguien afirma: “Yo amo a Dios,” pero odia a su hermano, es un mentiroso; pues el que no ama a su hermano, a quien ha visto, no puede amar a Dios, a quien no ha visto» (1 Juan 4:20).

(c) El amor a Dios y al hombre es mucho más que una cuestión de sentimientos: es una actitud del corazón y de la voluntad que se pone de manifiesto a través de la conducta y de los actos de la persona.

El primer y segundo mandamientos (Éxodo 20:3–6). En estos dos mandamientos Dios exige la lealtad absoluta de su pueblo. Dice, «Yo, el Señor tu Dios, soy un Dios celoso» (Éxodo 20:5). En algunas lenguas los celos son representados como un defecto. Pero aquí se trata de algo positivo. Un hombre que realmente ama a su mujer tendrá celos de cualquier rival. Del mismo modo como el adulterio de uno de los cónyuges estropea la relación entre ellos, la deslealtad al Creador por parte del ser humano estropea su relación con Dios y es una afrenta contra el amor de este:

(a) El paganismo, con sus muchos ídolos, sus dioses hechos a mano, sus deificaciones de las fuerzas de la naturaleza, evidentemente viola estos mandamientos.

(b) El ateísmo es doblemente culpable. Rechaza al [p69] Único Dios Verdadero, y luego exalta las fuerzas de la naturaleza como los poderes que han dado lugar a la existencia de la humanidad.

(c) Cualquier cosa que amamos más que a Dios, o en la que confiamos más que en Dios, es un ídolo. La avaricia, por ejemplo, es idolatría (Colosenses 3:5).

(d) Los gobiernos totalitarios a veces exigen a sus súbditos la obediencia absoluta que solo Dios tiene derecho a reclamar. Es por esto por lo cual a menudo prohíben rendir culto a Dios. Si permitimos que el lugar de nuestro corazón, que pertenece solo a Dios, sea ocupado por un mero gobierno humano, nos hacemos esclavos de meros hombres. Esto es lo contrario de la libertad —ver la historia de los tres amigos de Daniel cuando se negaron a inclinarse ante un ídolo (Daniel 3)—.

(e) La historia ha demostrado la verdad de Éxodo 20:4–5. Cuando las naciones han sustituido a Dios por ídolos, o han negado a Dios, han acarreado problemas no solo para sí mismas, sino también para las siguientes generaciones.

El tercer mandamiento (Éxodo 20:7). El nombre de Dios representa la persona y el carácter de Dios, todo lo que él es. Esto debería ser para nosotros lo más alto, lo más sagrado de todo el universo, el valor último sobre el cual dependen todos los demás valores. Cuando blasfemamos, o usamos con desprecio y ligereza el nombre de Dios, o cuando profesamos creer en Dios y ser el pueblo de Dios mientras vivimos de una manera que lo deshonra, lo oprobiamos en nuestra propia mente y hacemos que sea motivo de oprobio en la mente de los que nos observan. [p70]

El cuarto mandamiento (Éxodo 20:8–11). Este mandamiento sirvió para recordar a Israel que el mundo pertenece a Dios, puesto que él lo hizo. La finalidad de nuestro trabajo diario es que se haga en colaboración con Dios, conformándose con la pauta que él estableció de trabajo creativo seguido por el descanso. El descanso regular de nuestro trabajo habitual impide que el trabajo se convierta en una esclavitud para nosotros y para los que se relacionan con nosotros. Dicho descanso nos hace falta tanto espiritualmente, puesto que nos proporciona tiempo para reflexionar y para pensar en Dios, como físicamente, para conservar nuestra salud corporal y mental.

El quinto y séptimo mandamientos (Éxodo 20:12, 14) protegen el carácter sagrado del amor, del matrimonio y de la vida familiar. En nuestros días, millones de personas en numerosos países denuncian estas leyes por restrictivas, y en el nombre de la libertad han reclamado la liberación sexual. En algunos lugares, incluso hay gobiernos que han declarado obsoleta la antigua idea de la familia nuclear. Sin embargo, el aumento dramático del crimen y de la delincuencia se puede atribuir directamente a la violación de estos dos mandamientos.

El sexto y octavo mandamientos (Éxodo 20:13, 15) protegen el carácter sagrado de la vida y de la propiedad privada.

El noveno mandamiento (Éxodo 20:16) protege el carácter sagrado de la verdad. Las relaciones interpersonales e internacionales, la justicia en los negocios y en los tribunales, la salud psicológica e incluso, a veces, la vida física de una persona depende de que todos digan la verdad. Si nadie dijera nunca la verdad, y todo el mundo siempre mintiese, el resultado sería un caos social catastrófico, [p71] toda confianza hecha pedazos. Sin confianza, no hay ni seguridad, ni paz, ni justicia, ni libertad.

El décimo mandamiento (Éxodo 20:17). La palabra hebrea que aquí se traduce como «codiciar» no se refiere a un antojo pasajero como, por ejemplo, «¡Ojalá tuviese una bicicleta como la que tiene mi amigo!». Significa más bien, «maniobrar a fin de conseguir» algo que pertenece a otra persona. Fue por esto por lo cual Jesús dijo que no solo está mal el adulterio, sino que «planear en la mente la manera de conseguir a la esposa de otro hombre» es equivalente al propio acto de adulterio (Mateo 5:27–28). En el Antiguo Testamento (1 Reyes 21) encontramos un caso vívido de codicia.

La provisión para el fracaso

Jesús dijo que el primer y más grande mandamiento es que amemos al Señor nuestro Dios con toda nuestra mente, con toda nuestra alma y con todas nuestras fuerzas. Es evidente que no hay nadie que haya alcanzado este listón. Todos hemos violado el mandamiento más grande de todos y, por tanto, todos hemos cometido el pecado más grande.

Dios no puede bajar el listón para acomodar ni el pecado de Israel ni el nuestro. Sin embargo, en su misericordia ha provisto un camino por el cual podemos ser perdonados. Es el camino del sacrificio. Esto será el tema principal del próximo estudio. [p72]

Para el aula

Trabaja con tus estudiantes para memorizar los diez mandamientos. Ofrece más ejemplos de la vida diaria que muestren lo fundamentales que son estos mandamientos para conservar nuestra libertad y aumentar la posibilidad de disfrutarla.

Lee a los alumnos los textos bíblicos que relatan la manera en que Israel llegó a Egipto, y cómo fueron liberados (Génesis 37 a Éxodo 15) y pídeles que escriban una redacción sobre el tema.

«La esclavitud espiritual es la peor clase de esclavitud». Comentar esta afirmación.

¿Por qué ha habido naciones que han suprimido la adoración y el servicio a Dios, como hicieron los egipcios?

Comenten las semejanzas que hay entre la manera en que Dios liberó a Israel y la manera en que nos libera a nosotros. Fíjense especialmente en el hecho de que:

(a) Nadie se puede salvar mediante la observancia de la ley de Dios.

(b) La ley de Dios debe ser guardada como resultado de la salvación, como la manera en la que la salvación se manifiesta. ¿Cómo se explica este hecho?

Estudiar las referencias a la Pascua en el Nuevo Testamento. (Juan 1:29, 1 Corintios 5:7, 1 Pedro 1:18–19, Apocalipsis 5:6–9).

9: El camino del sacrificio y el valor de la vida

Leer Levítico 4:27–35

Un principio básico de la reconciliación con Dios

En el quinto capítulo vimos que en cuanto Adán y Eva pecaron experimentaron el tormento de la mala conciencia. Se sintieron desnudos e indignos de encontrarse con Dios, por lo cual intentaron cubrirse con hojas de higuera. Fue insuficiente; y Dios mismo les proveyó una cobertura más adecuada, sacrificando animales para hacerles túnicas con las pieles. De este modo, animales inocentes murieron a fin de cubrir la desnudez del ser humano, culpable ante Dios.

En nuestro último capítulo vimos cómo Dios salvó a Israel de su ira mediante el sacrificio y la sangre del cordero de la Pascua. [p74]

Estos son ejemplos del principio básico que vez tras vez se va repitiendo a lo largo de la Biblia. Hay un camino de retorno a Dios para los que han violado la ley de Dios; hay un camino de perdón y reconciliación con Dios. Sin embargo, este camino pasa por el sacrificio de un sustituto; porque el castigo que comporta el pecado es la muerte, y este castigo tiene que ser aplicado antes de que Dios nos pueda perdonar. «Sin derramamiento de sangre no hay perdón» (Hebreos 9:22). Es por esto que el mensaje central del evangelio, para el cual las Escrituras del Antiguo Testamento nos preparan y que el Nuevo Testamento explica en detalle, es precisamente este: «Cristo murió por nuestros pecados según las Escrituras [del Antiguo Testamento]» (1 Corintios 15:3). Pero esto plantea una pregunta fundamental.

¿Por qué es necesario que el pecado conlleve un castigo además de las consecuencias que provoca?

Las diferencias entre las consecuencias del pecado y el castigo por el pecado. Si yo administro a una persona una dosis letal de veneno, morirá. Su muerte es la consecuencia de mi actuación; no es el castigo. Puede ser que me sienta auténticamente arrepentido, y que los familiares de la víctima me lleguen a perdonar a pesar de la terrible consecuencia que mi actuación ha provocado. Sin embargo, el Estado no me perdonará, porque envenenar a una persona no es solo un agravio contra un ciudadano; es un crimen, una violación de las leyes del Estado, y como todos los demás crímenes, conlleva un castigo. Si se demuestra mi culpabilidad, el juez [p75] me tendrá que imponer la sentencia contemplada por la ley, y la sentencia tendrá que ser aplicada.

Los motivos por los cuales las leyes del Estado prescriben castigos. No se trata de venganza, el Estado también prohíbe a los familiares de la víctima que se venguen de mí. Se trata de que la sociedad como colectivo tiene un conjunto de valores, los cuales considera suficientemente importantes como para que se haga todo lo posible para que se respeten. La sociedad establece, por tanto, ciertas leyes que sirven para proteger estos valores, e inflige a los infractores los castigos que sean apropiados. La ley que prohíbe el asesinato, por ejemplo, refleja el valor que una sociedad atribuye a la vida humana. Si el Estado sistemáticamente permitiese que los asesinos no fuesen castigados, se desprendería de ello que la vida humana ya no se valora, y que puede ser destruida con impunidad. Millones de bebés han sido asesinados como consecuencia del «aborto libre». De hecho, si el propio Estado se vuelve criminal, violando sus propias leyes y asesinando a miles de ciudadanos inocentes, como ha ocurrido en algunos países, estamos asistiendo a una minusvaloración deplorable de la vida humana.

La gravedad del pecado contra nuestros semejantes. La gravedad no solo del asesinato, sino de cualquier clase de pecado contra otro ser humano, estriba en el valor que tiene el individuo. Aun cuando los seres humanos no se aman ni se valoran los unos a los otros, Dios ama a cada individuo y le atribuye un valor infinito, puesto que todo ser humano está hecho a su imagen. Es precisamente porque Dios ama al ser humano que su ley está destinada a proteger su valor; y lo hace al aplicar un castigo a los que violan este valor. [p76]

La gravedad del pecado contra Dios. Puesto que Dios es la fuente de la vida y el Creador de todo, todo pecado, en última instancia, es pecado contra Dios. Además, puesto que Dios mismo es el Valor Supremo, todo pecado cometido contra él tiene una importancia enorme. Dios no podría actuar en base a la premisa de que el pecado no tiene importancia y que el castigo no tiene que ser aplicado; esto significaría que, a fin de cuentas, no tienen importancia ni los seres humanos ni Dios, y que ni la santidad, ni la justicia, ni la verdad, ni la belleza, ni el amor de Dios tienen valor en absoluto. Los seres humanos podrían violar estos fundamentos con impunidad y contar con un perdón fácil al final, si fuese realmente necesario el perdón.

La respuesta de Dios ante el problema del ser humano. Nuestro problema consiste en el hecho de que todos hemos pecado tanto contra nuestro semejante como contra Dios. El castigo, según enseña la Biblia, no es únicamente la muerte física sino también lo que la Biblia llama: «la segunda muerte», es decir, la separación eterna de la presencia de Dios, la desgracia de ser conscientes para siempre de la ira santa de Dios hacia nuestro pecado. Si tuviésemos que resolver esta deuda por nuestra propia cuenta, nunca la acabaríamos de pagar. Ahí está el meollo del problema: la justicia de Dios requiere que la sentencia se lleve a cabo; sin embargo, el amor de Dios anhela perdonarnos. ¿Cómo se puede resolver este dilema? La respuesta de Dios fue que él mismo, en la persona del Hijo de Dios, Jesucristo, cumpliría la sentencia en nuestro lugar mediante su muerte en la cruz. De este modo todos los valores y atributos de Dios se mantendrían y, al mismo [p77] tiempo, podría ofrecer perdón a todos los que se arrepintiesen y creyesen: Dios continuaría siendo perfectamente justo y podría declarar justos a todos los que creyesen en Jesús (Romanos 3:26).

La función de los sacrificios de animales en el Antiguo Testamento

En el Antiguo Testamento, si alguien pecaba y se arrepentía y después buscaba el perdón de Dios, tenía que traer un animal sin mancha, un macho cabrío o un cordero, al altar del tabernáculo o del templo, poner las manos encima de la cabeza del animal y matarlo en presencia de Dios. Acto seguido, el sacerdote ponía sangre en los cuernos del altar. El resto de la sangre se derramaba al pie del altar y ciertas partes del animal se quemaban como sacrificio en el altar. Como consecuencia, la persona que había pecado recibía perdón. Ahora bien, los israelitas inteligentes sabían muy bien que la sangre de los animales no podía borrar la culpa de los seres humanos; la sangre de un macho cabrío o de un cordero no servía para pagar la deuda contraída por el pecado. Nos lo dicen muy claramente (Salmo 40:6). ¿Cuál era, entonces, la función de estos sacrificios?

Enseñaron que el pecado resulta caro. En algunos países, los padres regalan tiendas de juguete a sus niños. Estas tiendas tienen botellas pequeñas con caramelos de plástico. Los niños usan dinero de juguete con el cual hacen sus compras. Por supuesto, hasta los niños saben que no son reales ni el dinero ni los caramelos. Sin embargo, estas tiendas no solo sirven para entretener a los niños, sino para enseñarles el valor de las cosas. En la vida real [p78] los caramelos cuestan dinero, y hay que pagar para conseguirlos. Del mismo modo, los sacrificios de los animales servían para ayudar a las personas a comprender que el pecado resulta muy caro; siempre acarrea un coste, y este coste se tiene que pagar.

Prepararon la mente de las personas para que pudiesen comprender el significado que después tendría la muerte y el sacrificio de Cristo, cuando Dios lo envió al mundo para ser nuestro Salvador. Al utilizar el dinero de juguete para comprar caramelos de juguete los niños comienzan a aprender qué valor tiene el dinero de verdad. Los sacrificios de animales eran como «el dinero de juguete», por decirlo así; el sufrimiento, la muerte y la sangre de Cristo serían el «dinero de verdad» que serviría de verdad para pagar el coste contraído por el pecado.

Prepararon la mente de las personas para comprender cómo la muerte de Cristo se hace relevante para nosotros como hombres y mujeres. La antigua ceremonia puso de manifiesto un principio: cuando moría la víctima expiatoria, no moría como ejemplo a ser imitado, sino como sustituto, sacrificado en lugar del pecador. La persona que necesitaba ser perdonada ponía las manos en la cabeza del animal, para así identificarse con él, y después lo mataba. El animal moría en lugar del pecador, quien era perdonado y quedaba en libertad. Ocurre lo mismo con la muerte de Cristo. Nosotros merecemos el castigo por nuestro pecado, es decir, la muerte. Cuando aceptamos a Cristo como Salvador, Dios ve la muerte de él como si fuera la nuestra. Cristo, hablando de sí mismo, lo explicó de esta manera: «El Hijo del hombre vino . . . para dar su vida en rescate por muchos» (Marcos 10:45). [p79]

Y ¿qué de aquellas personas que vivieron antes de que Cristo viniera al mundo? Si la sangre de los animales no podía borrar la culpa, ¿cómo podían ser perdonadas estas personas?

Una ilustración. En algunos países durante el siglo pasado, cuando alguien quería comprarse algún artículo y no tenía dinero para pagarlo, escribía las palabras «debo a Vd.», seguidas del precio del artículo, en un papel. El papel no tenía ningún valor en sí; sin embargo, era el reconocimiento de una deuda y la promesa de pagarla en otro momento; y en base a esta promesa, al cliente se le permitía llevarse el artículo enseguida. No obstante, quedaba pendiente el pago de la deuda; la promesa «debo a Vd.» tenía que ser «redimida».

Los antiguos sacrificios de animales se parecían a estas promesas. Constituían el reconocimiento de una deuda, además de ser la promesa de que, un día, la deuda sería [p80] pagada en su totalidad. La persona que había pecado recibía perdón en aquel mismo instante; y cuando Cristo vino y murió en sacrificio por el pecado, él redimió todas aquellas promesas y pagó el coste del perdón en su totalidad.

Las diferencias entre el sacrificio de Cristo y los sacrificios del Antiguo Testamento

Hay numerosas diferencias significativas entre los sacrificios de animales ofrecidos en el Antiguo Testamento y el sacrificio de Cristo, y es enormemente importante que las entendamos. Aparecen en el Nuevo Testamento, en Hebreos 9:11–10:18. ¿Cuántas de estas diferencias pueden identificar?

Afrontando las consecuencias

¿Qué entienden por las consecuencias del pecado? Den unos cuantos ejemplos.

¿Por qué es necesario que el pecado suponga un castigo?

¿Deberían los padres establecer castigos por desobediencia a fin de enseñar a sus hijos los verdaderos valores?

Juan el Bautista anunció a Jesús como el «Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo» (Juan 1:29). ¿Qué relación tiene esta declaración con el tema que estamos considerando?

¿Cuál es la base sobre la cual Dios puede perdonar nuestros pecados?

10: El camino de la experiencia personal

Leer 1 Samuel 1:9–27

Una de las características más atractivas del Antiguo Testamento es el hecho de que, aunque principalmente trata la historia de una nación, está lleno de historias detalladas de individuos interesantes y entrañables: amas de casa, generales del ejército, campesinos, reyes, poetas, funcionarios, reinas, profetas y parejas que se cortejan. Muchos de ellos desempeñaron un papel crucial en la historia de la nación; y aún hoy se nos presentan como héroes y heroínas de la fe, cuyo ejemplo nos reta a que los emulemos. Aquí solo podremos estudiar a uno de ellos.

Cronología 1. Personas clave en la historia de Israel _h_.1500–930 aC
1. _h_.1500 aC Josué 2. Elí 3. _h_.1100 aC Ana 4. Samuel 5. 1010 aC 6. David es rey 7. 930 aC

Ana: la piedad que triunfa sobre la corrupción y la superstición (1 Samuel 1:1–2:36)

Una heroína en tiempos de crisis nacional. Ana vivió en un tiempo (c.1100 aC) en el que la nación estaba pasando por [p82] un período prolongado de caos moral, espiritual y político. Habían transcurrido unos cuatrocientos años desde que Josué había conducido a Israel a la tierra de Canaán —ver el libro de Josué—. Durante aquellos siglos Israel había sido lo que se llama «una teocracia». Es decir, a diferencia de las naciones de su alrededor, Israel no tenía rey humano. Tenían la convicción política de que Dios era su rey; y los gobernaba a través de los diez mandamientos y a través de un conjunto de leyes civiles, sociales y ceremoniales que formaban la base de un pacto solemne en el cual Israel había entrado con Dios. Estas leyes estaban guardadas en el único templo que había en la nación, y las doce tribus se organizaban, territorialmente, en torno a este templo central. De vez en cuando los sacerdotes tenían la responsabilidad de reunir a toda la nación a fin de repasar las condiciones del pacto y de enseñar al pueblo las leyes de Dios. Los ancianos locales de cada pueblo y aldea tenían, a su vez, la responsabilidad de asegurar que las leyes de Dios se cumpliesen en sus propias comunidades. Este sistema sencillo de gobierno daba a cada tribu y a cada región la máxima autonomía; y siempre y cuando hubiera en el pueblo una fe sana y robusta en Dios y un respeto genuino hacia sus leyes, este sistema funcionaba muy bien. Cuando varias de las tribus cedían al paganismo de las naciones de alrededor y se convertían en súbditos de estas naciones, Dios levantaba a libertadores especiales, [p83] los cuales no solo eran líderes militares, sino también jueces y reformadores espirituales. Vez tras vez estas personas ayudaban al pueblo a recuperar la antigua libertad que tenían bajo el gobierno de Dios. La apasionante historia de sus hazañas se relata en el libro de los Jueces.

Sin embargo, en tiempos de Ana el sistema de gobierno de la nación corría el peligro de derrumbarse por completo. Una teocracia solo podía funcionar si el pueblo, colectivamente, mantenía una fe auténtica y fuerte en Dios; pero desgraciadamente se estaba perdiendo la fe en Dios, junto con el respeto al culto que se le había de rendir en el templo. Al pueblo no se le podía echar toda la culpa. El problema tenía más que ver con los sacerdotes del templo. Los sacerdotes jóvenes y más activos se comportaban con una inmoralidad e impiedad flagrantes. Y cuando esto ocurre, la religión de un pueblo se convierte en poco más que superstición. Así ocurrió en el pueblo de Israel durante esta época. Había en el templo un mueble ceremonial que se llamaba el arca del pacto. Era considerado símbolo del trono de Dios, puesto que en su interior había dos tablas de piedra en las cuales estaban escritos los Diez Mandamientos. Pero cuando los enemigos de Israel, el pueblo filisteo, atacaron a Israel, los sacerdotes y el pueblo sacaron el arca del templo y el ejército la llevó al frente, con la idea profundamente supersticiosa de que poseía poderes mágicos y podría salvarlos de sus [p84] enemigos, a pesar de que ellos mismos diariamente trataban con desprecio las mismas leyes de Dios contenidas en el arca (1 Samuel 4). No les sirvió de nada, por supuesto. La superstición nunca sirve de nada. E Israel sufrió una derrota humillante.

Ana salva a su nación de la desintegración. Con la inmoralidad en el seno del propio sacerdocio, la pérdida de respeto hacia el templo, la fe auténtica en el Dios viviente reducida a la superstición, y la religión a la magia, la nación había perdido el centro que la mantenía unida, el núcleo en torno al cual todo giraba; y existía un peligro real de que el pueblo se descompusiese en doce tribus independientes. Pero había un hombre cuya autoridad moral y espiritual era tal que alejó el peligro de la desintegración. Este hombre era el profeta Samuel; él condujo al pueblo al arrepentimiento, a la confesión de sus pecados, a la fe genuina, a la dependencia de Dios y, por tanto, a la victoria sobre sus enemigos. Además, bajo la dirección de Dios, pudo aconsejar al pueblo en lo que se refería a la creación de una nueva institución política: una monarquía. Y después de los problemas iniciales que hubo en la formación de esta, presidió sobre la elección del gran rey David, quien unió a la nación como nadie jamás había conseguido unirla en el pasado ni lo conseguiría en el futuro. A través del ejemplo de su propia fe en Dios, su defensa de la nación, su gestión en cuanto a la construcción del nuevo templo y su poesía religiosa tan sumamente popular, David llevó el culto de la nación y su servicio a Dios a su verdadero apogeo histórico.

Si el papel desempeñado por Samuel en esta transformación fue decisivo, aún lo fue más el que desempeñó [p85] Ana. Si no hubiese sido por ella, Samuel no habría nacido. ¡Era su madre!

La fe personal de Ana y su devoción a Dios. Mirada desde cierta perspectiva, Ana era una ama de casa normal y corriente; sin embargo, su vida matrimonial estaba llena de amargura. En primer lugar, era una de las dos esposas de su marido, puesto que en aquel entonces la poligamia estaba a la orden del día. En segundo lugar, era estéril en una época cuando esa condición se consideraba un motivo de vergüenza. Ana anhelaba tener niños propios entre sus brazos y que todos los días de su vida estuviesen llenos de los quehaceres maternos. En lugar de ello, sufría profundas heridas a manos de la otra esposa de su marido, Penina, que la ridiculizaba y se burlaba de ella a causa de su esterilidad. De esta manera, la vida familiar, que se debería caracterizar por el amor y la aceptación, se convirtió en un campo de batalla de amarga rivalidad. Su marido la quería, estaba segura de ello, pero él no comprendía la angustia que estaba sufriendo. En su aflicción, recurrió al Señor. A la larga, la frustración y la angustia obligaron a Ana a replantearse los valores, el propósito y el sentido de la vida.

¿Por qué se desesperaba tanto por querer ser madre? Su instinto de mujer lo necesitaba, lo demandaba a gritos. Pero ¿la maternidad no era nada más que la satisfacción de los instintos biológicos? Ana llegó a la convicción de que sí era más que esto. El propósito principal de la maternidad, ¿acaso no era servir mediante ella los intereses del Creador y Diseñador de la maternidad? Ella miraba a su alrededor y veía el caos moral y espiritual de la nación. Los sacerdotes del templo, nombrados como sacerdotes [p86] con la finalidad de enseñar al pueblo a vivir para Dios, abusaban de su noble oficio para satisfacer su avaricia y sus impulsos biológicos. Veía cómo la otra esposa de su marido se jactaba de su fertilidad como si fuera motivo de mérito para ella, y no fruto de la obra de Dios, Creador de la vida. Así ocurrió que la atmósfera del hogar se estropeó por la tensión y la amargura.

La provocación y la humillación de Ana por parte de Penina alcanzó un clímax durante una de las visitas que la familia realizaba anualmente a Siló para rendir culto a Dios. La reacción de Ana no fue la de despreciar la maternidad y hacer ver que en el fondo no deseaba tener un hijo. Sometió su deseo de tener un niño a la voluntad y a los intereses de Dios y a las necesidades de la nación. Meditó largamente en ello. Si Dios le quisiese dar un niño, ella le daría algo a cambio. ¿Qué sería lo más precioso que le podría ofrecer? Aquello que Dios le había dado a ella: ¡su hijo! Para que su hijo sirviese a Dios en el templo, tendría que ser un varón. Por tanto, se puso a orar, y prometió a Dios que, si le concedía un hijo, ella se lo entregaría a la edad más temprana posible para que sirviese a Dios en nombre de la nación.

Elí, el sacerdote, la veía y la escuchaba orar, pero entendió mal lo que ocurría. Él creía que Ana estaba borracha. Debería haber sido capaz de reconocer la oración ferviente, pero no pudo—otro síntoma más del triste deterioro que había sufrido el sacerdocio. Ella no pidió a Elí que orase por ella; no tenía la menor duda de que Dios la había oído. Pero sí le pidió que procurase comprender. Y habiendo derramado su corazón en la presencia de Dios, se marchó y comió, libre de su angustia anterior. [p87]

Ana creía en un Dios que escuchaba y cuidaba a los suyos, y un Dios en quien ella podía confiar. Tal vez los años anteriores de infelicidad la habían llevado a hablar más con Dios que cualquier otra situación. Cada vez que veía cómo Penina hacía alarde de un nuevo embarazo y daba a luz a otro hijo sano, debía haberse dirigido a Dios con lágrimas amargas en los ojos y con la misma pregunta: «¿Por qué no me ocurre a mí?» Las preguntas profundas y angustiosas de la vida la habían acercado al único Señor que podía dar sentido a su vida.

Dios dio a Ana un hijo cuyo nombre —«pedido a Dios»— le servía de recordatorio constante de que era un don del Dios que escucha y que comprende. Ana, fiel a su promesa, llevó al templo al niño que durante tanto tiempo había deseado, y dijo: «Pedí al Señor que me diese este hijo, y él ha escuchado mi petición. Ahora, por tanto, se lo doy al Señor».

Ana como ejemplo para nosotros. ¿Cómo podemos, como padres y profesores, preparar a nuestros niños y alumnos para la tarea de ser padres? ¿Cuáles son los ideales que les pondremos delante? En muchos países supuestamente civilizados, los políticos luchan contra un crimen y malestar social cada vez más acusados en gran medida, debido a la descomposición de la vida familiar y la pérdida del carácter sagrado del matrimonio y de la educación de los hijos. Quizás la clave esté en manos no de los políticos, sino de los progenitores en todas las partes de la nación, y muy especialmente de las madres. ¡Qué profundo sería el cambio que se produciría en la sociedad si el matrimonio y el papel de los padres recuperaran su alta dignidad como vocación sagrada por parte de Dios! ¡Qué enormes [p88] serían los beneficios para la sociedad entera si los hijos fuesen educados para pensar que, siguiesen la carrera que siguiesen, su principal motivación debería ser, como lo fue en el caso de Samuel, servir altruistamente a Dios y a la nación!

Los niños y sus padres

Ana no fue feliz durante la primera parte de su vida matrimonial. ¿Qué reacción se podía haber esperado de ella? ¿Cómo reaccionó?

Ana se veía como sierva de Dios (v.11). ¿Cómo veía a Dios?

Sigan la historia y fíjense en los motivos por los cuales Ana estaba tan segura de que fue Dios quien le había dado a Samuel.

A partir de la evidencia del capítulo, analicen los caracteres de Ana y de Penina. ¿Cuál de ellas sería la mejor madre? ¿Por qué?

¿En qué sentido falló el sacerdote Elí a sus hijos (ver 1 Samuel 2)? ¿Cuál sería el efecto de su mala conducta en la manera en la que el pueblo concebía a Dios?

11: El camino del rey

Leer 1 Samuel 17

En este capítulo y en el siguiente estudiaremos a uno de los personajes más célebres del Antiguo Testamento, el rey David. Se convirtió en rey de la tribu de Judá en el año 1010 aC. Siete años más tarde fue ungido rey de todas las tribus de Israel, uniendo así toda la nación bajo una sola corona. En total reinó durante 40 años. Se hizo amar durante su reinado, y en las generaciones venideras se le recordaría como el rey más grande de Israel, casi un rey ideal. Fue así de tal manera que cuando los profetas del Antiguo Testamento hablaban del futuro gran Rey Mesiánico, destinado a ser el Salvador de Israel y del mundo entero, resaltaban dos rasgos que —entre otros— servirían para distinguir a este Rey–Mesías–Salvador: Por un lado, sería descendiente del rey David, nacido en el pueblo ancestral de David, Belén. Por otro lado, aunque sería infinitamente más grande que David, se parecería a él en algunos aspectos muy significativos. Dicho de otra manera, el rey David era como un [p90] prototipo del Rey Mesiánico venidero. Analicemos entonces algunas de las causas de su enorme popularidad durante su reinado y de la influencia tan asombrosa que ha tenido desde entonces.

Cronología 2. Personas clave en la historia de Israel _h_.1050–930 aC
1. Samuel 2. _c_.1050 aC 3. Saúl es rey de todo Israel 4. 1010 aC 5. David es rey de Judá 6. 1003 aC 7. David es rey de todo Israel 8. 930 aC 9. Salomón es rey de todo Israel

Su proeza militar

Su victoria sobre Goliat (1 Sam 17). Desde el punto de vista literario, la historia de la lucha entre David y Goliat es digna de ser comparada con las contiendas cuerpo a cuerpo de los héroes de la literatura épica: como la de Héctor y Aquiles, narrada por Homero, el poeta de la Antigua Grecia, en su obra inmortal, la Iliad. Pero resulta que, en el caso de David, se trata de un relato histórico. Ocurrió cuando la gente del mar, los filisteos, habían invadido Palestina y se habían afincado a lo largo de la llanura del litoral al suroeste del país —sus poblaciones han sido objeto de numerosas excavaciones durante las últimas décadas—; y en la época de David, ya estaban comenzando a penetrar en el interior, con la intención de sojuzgar a la pequeña nación de Israel. Durante una de las batallas, los filisteos, conforme a la costumbre militar de aquel tiempo, desafiaron a Israel a resolver las cuestiones que estaban en juego mediante una lucha cuerpo a cuerpo. Ninguno de los principales guerreros de Israel, y menos el mismo rey, [p91] Saúl, tuvo suficiente coraje como para enfrentarse al héroe filisteo, un gigante masivamente armado. Así que David se ofreció. No era más que un jovencito, con poca, por no decir ninguna, experiencia militar. Sin embargo, mientras hacía de pastor de ovejas, su fe en Dios le había dado el coraje para enfrentarse a leones y osos a fin de proteger a las ovejas. Ante esta emergencia nacional, se armó muy conscientemente de lo que parecían ser recursos risiblemente inadecuados: un bastón de pastor de ovejas y una honda, a fin de que todos pudiesen comprender que era en Dios en quien confiaba para darle la victoria sobre el gigante, y no en sus propias fuerzas ni habilidad. Y la victoria fue contundente y espectacular. Sirvió para ganarle un lugar especial en el corazón del pueblo —aunque también fue el detonante de los celos incesantes y la persecución constante por parte del rey que ocupaba el trono en aquel momento: Saúl—. Además, el ejemplo de su fe vencedora de gigantes ha cautivado la imaginación y ha fortalecido la voluntad de miles de personas desde entonces que, en toda clase de contienda, tanto literal como metafórica, se han enfrentado con fuerzas muy superiores a ellas, y han vencido.

Sus campañas internacionales. David finalmente se convirtió en rey en un momento en el que había un vacío de poder en Oriente Medio entre las superpotencias del [p92] Éufrates, por el lado oriental, y de Egipto, al sur. David supo aprovechar esta situación y eliminó las fuertes presiones que las pequeñas naciones vecinas venían ejerciendo sobre Israel desde hacía varios siglos —ver el libro de los Jueces—. También llevó a Israel hasta una posición desde donde, si las cosas hubiesen ido de otra manera, habría podido convertirse en una potencia de la talla de Egipto, Babilonia y Asiria. Es por esto por lo que Israel recordaba el reinado de David —y el de su sucesor, Salomón, quien forjó una alianza matrimonial con la hija del faraón de Egipto de aquel entonces— como el apogeo de la historia de la nación.

La fundación de Jerusalén (2 Samuel 5)

Prácticamente lo primero que hizo David al convertirse en rey de las doce tribus de Israel fue fundar la ciudad de Jerusalén y convertirla en la capital de la nación y su propio cuartel general, de modo que a partir de aquel momento sería conocida como la ciudad de David. Fue un acto muy inteligente. Aunque no hubiese hecho nada más, esto ya le hubiese asegurado un lugar importante en la historia.

Sirvió para aglutinar las doce tribus en una sola nación coherente; les proporcionó una ciudad con la que cada israelita, fuera de la tribu que fuera, podía sentirse identificado. Dio un corazón a la nación, y a lo largo de todos los siglos de la diáspora judía, ha sido para los judíos de todas las partes del mundo un centro unificador.

Fuera de las murallas de la ciudad, Jesucristo, el hombre que era Dios, fue crucificado, resucitó de la muerte [p93] y ascendió al cielo. E inolvidablemente, fue a partir de Jerusalén que el evangelio cristiano comenzó su extensión por todo el mundo.

Hoy día, tras una historia multifacética, Jerusalén es la ciudad santa de tres religiones mundiales: el judaísmo, el cristianismo y el islam.

Según la profecía bíblica, vendrá un día cuando Jerusalén será el centro de las preocupaciones de todas las naciones del mundo (Zacarías 12:14); y a esta ciudad Jesucristo volverá.

En la visión de la eternidad que encontramos en el último libro de la Biblia, la ciudad celestial eterna se llama «La Nueva Jerusalén» (Apocalipsis 21).

Sus valores políticos

El carácter sagrado del poder. En el Israel antiguo se creía que el poder real era sagrado: era conferido por Dios mediante sus profetas y simbolizado por el ungimiento del rey en nombre de Dios. Aun así, el rey no era impuesto al pueblo contra su voluntad, sino solo con su consentimiento (1 Samuel 10; 11:14–15; 15:1; 2 Samuel 2, 5; 1 Reyes 12). Ahora bien, cuando el antecesor de David, Saúl, se volvió rabiosamente celoso de la popularidad de David e intentó varias veces asesinarlo, David se negó a utilizar su poder militar para asesinar a Saúl, a pesar de tener repetidas oportunidades de hacerlo y aunque la única alternativa era el destierro. Saúl, al comienzo de su reinado, había sido ungido por Dios y aclamado por el pueblo. Que David se apoderase del trono al asesinar a Saúl habría sido un sacrilegio (ver 1 Samuel 24:1–7; 26:1–12). Solo al morir Saúl y el [p94] príncipe heredero Jonatán en batalla contra los filisteos, David —aunque designado y ungido por Dios desde hacía mucho tiempo— se veía libre para presentarse ante el pueblo para que le hiciese rey.

No hace falta remontarse muchos años en la historia para ver lo que sucede cuando el poder político deja de ser considerado una obligación sagrada, conferido por Dios con el consentimiento del pueblo, y se convierte en algo que se consigue a través de la fuerza y que se mantiene por medio de innumerables tiroteos, asesinatos y ejecuciones, con un desprecio absoluto hacia la libre voluntad del pueblo.

El carácter sagrado de la vida humana (2 Samuel 3:17–39). Conforme a las condiciones reales que prevalecían en el mundo antiguo, el Antiguo Testamento está lleno de relatos de batallas —igual que las noticias de nuestros días—. Pero una cosa es matar al enemigo en el campo de batalla, y otra cosa es asesinar a un embajador y a un enviado diplomático. Es interesante leer, por tanto, la insistencia por parte de David en lo sagrado de la vida humana, y la denuncia que hace de uno de sus generales por abusar del poder político cuando este, con traición, «derramó sangre en tiempo de paz como si estuviera en guerra», al asesinar a un enviado diplomático como acto de venganza (1 Reyes 2:5). No es difícil encontrar ejemplos modernos de embajadores que caen víctimas de las actividades de grupos terroristas subvencionados por gobiernos.

El carácter sagrado de los pactos y de los derechos de las minorías étnicas (2 Samuel 21). Los gabaonitas eran una minoría gentil cuya seguridad entre los israelitas estaba garantizada por un pacto solemne, jurado en nombre [p95] de Dios por los líderes responsables de Israel (Josué 9). Durante varios siglos habían vivido pacíficamente en Israel, hasta que Saúl y su familia, por motivos políticos, intentaron eliminarlos mediante la limpieza étnica y el genocidio. Para David, esto era una afrenta tanto contra los mismos gabaonitas como contra el carácter sagrado de los pactos asumidos en nombre de Dios. Por tanto, permitió a los gabaonitas prescribir cualquier castigo que considerasen necesario para restablecer su seguridad y su confianza en la honradez de Israel.

El carácter sagrado del sexo y de la propiedad privada (2 Samuel 11:1–12:25). Muchos críticos del Antiguo Testamento han señalado que el mismo rey David cometió adulterio con la mujer de uno de sus oficiales militares y luego se las arregló para que su marido muriese. Preguntan, «¿acaso es esta la clase de hombre que la Biblia afirma ser, para [p96] Dios, un “varón conforme a su corazón”»? (1 Samuel 13:14 RVR1960). Pero estos críticos olvidan algo muy significativo. Si cualquiera de los emperadores orientales contemporáneos de David hubiese decidido apropiarse de la mujer de cualquiera de sus súbditos, lo hubiese hecho sin ningún remordimiento posterior. ¡Ay de su marido si se opusiera! En Israel, sin embargo, el pecado de David se escribió con minucioso detalle en las crónicas del Estado, y luego fue publicado en el libro de Samuel del Antiguo Testamento. También se publicó la denuncia del profeta Natán de este doble pecado del rey en base al hecho de que fue una violación de una serie de cosas sagradas e inalienables: la vida, el sexo, el matrimonio y el derecho de cada ciudadano a un área privada de su cuerpo, mente y propiedad, la cual no debe ser violada por ningún gobierno, por muy poderoso y autocrático que sea. Más remarcable todavía fue la publicación de la confesión de David de su propia culpabilidad y de que su pecado no solo fue un pecado contra sus súbditos, sino contra Dios mismo. Además, este pecado no solo fue sacado a la luz por el historiador bíblico: David mismo escribió acerca de él en su poesía, la cual se convirtió en una parte del himnario del pueblo de Israel. Este será el tema de nuestro próximo capítulo.

El uso del poder

¿En qué se basó la certeza de David de que vencería a Goliat?

¿En qué se diferenciaban las actitudes que tenían hacia Dios David y Goliat, respectivamente?

¿Por qué piensan que David renunció a usar su poder militar para deshacerse de Saúl, como lo habrían hecho tantos otros líderes políticos? ¿Qué nos enseña la conducta de David acerca de la actitud correcta hacia el poder?

¿Por qué es tan importante para el individuo y para la sociedad que se respeten las cosas sagradas tratadas en esta sección? ¿Qué tiene que ver la fe en Dios con la preservación de estas cosas? Discutir cómo podemos incorporar de forma práctica esta clase de valores éticos en nuestras propias vidas y promoverlos en la sociedad de nuestros días.

12: La poesía y la profecía del rey David

David no era solamente un guerrero y un rey; también era un músico, un poeta prolífico y un profeta. Muchos de sus salmos llegaron a formar parte de la liturgia de la nación en el culto público del templo de Jerusalén. Posteriormente fueron incorporados en la Biblia, y han sido traducidos en más de mil lenguas y leídos y cantados por millones de personas. Multitudes de personas han comprobado que la manera en la que David derrama su corazón en sus poemas toca las fibras sensibles de sus propios corazones y las consuela en momentos de sufrimiento y adversidad.

Salmos de contrición, arrepentimiento y perdón El Salmo 32:3–4 revela cómo, tras el doble pecado de adulterio y asesinato (ver 2 Samuel 11:1–12:25 y nuestro capítulo anterior), en un primer momento David intentó actuar como si no hubiera pasado nada, negándose a confesar su culpabilidad. El resultado, los tormentos de una conciencia afligida y efectos psicosomáticos desesperantes. El salmo 51 plasma [p98] su súplica por que Dios le perdonase, cuando finalmente fue llevado al arrepentimiento y a la confesión. El salmo 32:1–2 recoge su profundo alivio y su explosión de alegría al darse cuenta de que Dios lo había perdonado. En el Salmo 51:12–13, reconoce lo que siente todo el mundo que ha descubierto el gozo del perdón: la obligación de compartir con otras personas esta bendición que Dios proporciona, y de buscar su conversión. Y el Nuevo Testamento (Romanos 4:5–8) nos asegura que, sean nuestros pecados grandes y abominables o pequeños, mediocres y ordinarios, también se nos ofrece la posibilidad de gozar de la misma experiencia que David, bajo las mismas condiciones.

El salmo del Pastor (Salmo 23). En el antiguo Medio Oriente, los reyes eran considerados como los pastores de sus súbditos; pero David, además, había sido un pastor auténtico de ovejas antes de convertirse en rey. Sus propios sentimientos de entrega sacrificada, primero hacia sus ovejas, y luego hacia su pueblo, le ayudaron a comprender mejor el cuidado infinitamente más entregado por parte de Dios, el Pastor por excelencia, a lo largo de su vida, a través de momentos de paz, y a través de lugares peligrosos, hasta su llegada al hogar eterno de Dios: el cielo. Este salmo ha traído verdadero consuelo a millones de lectores, y los ha llevado a conocer a Dios no solo como una figura lejana, inspiradora de sentimientos de temor y temblor, sino como un Salvador personal, amoroso y bondadoso.

Un cántico propagandístico (2 Samuel 1:17–27). David debió haberse dado cuenta de que sus poemas, sus canciones y sus salmos serían leídos por el gran público, y este cántico en concreto fue escrito y enseñado al pueblo como propaganda explícita por parte del gobierno. ¡Pero [p99] qué propaganda más insólita! Cuando el rey Saúl, el principal enemigo de David y el que le pretendía matar, murió en el campo de batalla y el pueblo de Judá nombró a David como rey, este compuso el cántico a fin de moldear la opinión del pueblo acerca del rey Saúl. No procura en absoluto hacer desaparecer el nombre de Saúl de los libros de la historia de la nación; no se echa a denigrar el carácter de Saúl; no aparece ni siquiera una sola palabra de crítica, aunque David tenía muchos motivos por los cuales tener resentimiento contra Saúl. No hay nada, de hecho, que no sea la expresión de un afecto intenso por parte de David hacia las vidas de Saúl y Jonatán, y de un profundo respeto hacia ellos en su muerte. Exhorta al pueblo a recordar todos los beneficios que el rey Saúl había aportado a la nación. ¡Qué diferencia más constructiva supondría una utilización más frecuente de esta clase de poesía en la historiografía humana! La presencia de semejantes actitudes en la política actual, ¿no sería una ráfaga de aire fresco?

Las profecías de David en lo que se refiere a la venida del Salvador–Rey–Mesías. Consciente de sus propios defectos y de sus deficiencias como rey, y del problema intratable del pecado humano, de la injusticia, de la traición y de la crueldad, David, no obstante, había recibido la promesa de Dios de que su dinastía real duraría para siempre, y de que uno de sus descendientes resultaría ser el Mesías enviado por Dios —Mesías = (Christos en griego— y el Salvador del mundo (ver 2 Samuel 7:13 y comparar Jeremías 23:5). La promesa se cumplió en Jesús, quien, como explica el apóstol Pablo, «según la naturaleza humana era descendiente de David» (Romanos 1:3). El salmo 110:1 de David es citado en el Nuevo Testamento por Cristo y por sus apóstoles [p100] más que cualquier otro salmo. En él, David predijo que el Mesías resultaría ser más que un mero ser humano; que sería, de hecho, el Hijo de Dios encarnado, quien, tras la muerte por crucifixión —retratada de manera tan vívida en el salmo 22—, sería elevado por Dios a una posición de suprema autoridad en el cielo hasta que llegase el momento de su retorno a la tierra a fin de someter bajo sus pies a todos sus enemigos —ver también los salmos 16 y 118 y Hechos 2 y 3—.

David, prototipo del Mesías. David sufrió mucho durante su vida. De joven, aunque ya había sido ungido por el profeta de Dios como el rey venidero, fue rechazado por Saúl, perseguido y acosado, hasta que acabó siendo desterrado entre los gentiles antes de volver a Israel para ocupar el trono. Muchos de sus primeros salmos reflejan sus sufrimientos durante aquellos años y nos permiten entrever, además, los sufrimientos de Jesús, el Mesías. Él también fue ungido por Dios, pero fue rechazado y echado fuera por su propio pueblo, los judíos; y fue recibido, en cambio, por millones de gentiles. Igual que David, Él también volverá un día como Salvador o como Juez, tanto de Israel como del mundo entero.

Hacia la mitad de su vida, tras haber ocupado el trono durante muchos años, David sufrió una rebelión, en parte por su propia culpa. Lo más amargo del caso fue que el cabecilla de la sublevación era su propio hijo, Absalón. Como consecuencia, David fue destronado y desterrado; y Absalón lo habría matado si hubiese tenido la oportunidad. Las tropas de David finalmente vencieron a las fuerzas rebeldes pero, como consecuencia, David tuvo que afrontar un dilema desgarrador. Como padre de Absalón [p101] anhelaba perdonarle la vida, por lo cual ordenó que nadie lo matase. Sin embargo, no solo era el padre de Absalón; también era el rey y juez supremo de la nación. Y la justicia exigía la muerte de Absalón. El lamento subsecuente de David por la muerte de su hijo rebelde constituye uno de los más conmovedores de toda la literatura mundial: «¡Ay, Absalón, hijo mío! ¡Hijo mío, Absalón, hijo mío! ¡Ojalá hubiera muerto yo en tu lugar! ¡Ay, Absalón, hijo mío, hijo mío!» (2 Samuel 18:33). [p102]

El dolor de David nos abre una ventana al corazón de Dios. Él también ha sufrido una rebelión por parte de nosotros, sus criaturas. Como gobernador moral del universo, su justicia exige nuestra muerte. Como nuestro Creador, su amor anhela nuestra salvación. Él, sin embargo, pudo encontrar una solución que David no pudo encontrar: en la persona de su propio Hijo, él mismo cargó con la pena que comportaban nuestros pecados al morir por nosotros en la cruz, de modo que su amor puede perdonar y salvar a todos los que se arrepientan y acepten reconciliarse con él.

El buen pastor

¿Por qué nos resulta tan difícil reconocer que hemos actuado mal? ¿Cuáles eran las condiciones bajo las cuales David recibió el perdón? Será útil leer Romanos 4:1–8. Fíjense en que, aunque Dios perdonó a David, y quitó la culpa de su pecado, Dios no quitó las consecuencias del pecado (2 Samuel 12).

Leed el salmo del Pastor (Salmo 23). ¿Cómo nos ayuda a comprender lo que quería decir Jesús cuando dijo: «Yo soy el Buen Pastor»? (Ver Juan 10:1–21).

¿Cómo piensan que fue posible para David librarse del rencor en su actitud hacia Saúl? ¿En qué sentido nos puede servir de ejemplo?

Discutir el modo en que Jesús emplea el salmo 110:1 para demostrar que el Mesías —es decir él mismo— era más que un descendiente humano de David (ver Mateo 23:41–45).

«El cumplimiento de la profecía confirma la fiabilidad de la Biblia»: discutir esta afirmación. En este contexto cabe remarcar que las profecías de David forman parte de una dimensión profética mucho más amplia en la Biblia, única en toda la literatura mundial. En el Apéndice A ofrecemos una lista de algunas de las predicciones relativas a la venida del Mesías —Cristo— que encontramos en el Antiguo Testamento, y que se cumplieron en el Nuevo.

13: El camino de la sabiduría

Leer Proverbios 1:7–19

La Biblia no es solamente un libro. Es una biblioteca fascinante que representa muchos géneros literarios. En esta serie ya hemos mirado brevemente algunos de los libros históricos, como Génesis, y los libros de la ley y de los rituales del pueblo, como Éxodo y Levítico. En nuestro último capítulo hemos disfrutado de algunas muestras de la magnífica poesía del libro de los Salmos. Ahora consideraremos otros tres libros del Antiguo Testamento, ejemplos de lo que se llama «libros sapienciales».1

El primero de ellos es el libro de Proverbios. Este libro aborda la siguiente cuestión: ¿cómo debemos ordenar nuestras vidas de la mejor manera posible, a fin de aprovecharlas al máximo y no malgastarlas ni echarlas a perder? El segundo es el libro de Eclesiastés. Este libro trata una cuestión aún más profunda: ¿qué propósito tiene la vida? El tercero es el libro de Job, que aborda una cuestión más [p104] profunda todavía: ¿Por qué sufren los íntegros y los justos? Cuando una persona ha hecho lo que ha podido para ajustar su vida a la ley de Dios, ¿por qué Dios permite que sufra, a veces incluso más que los malvados?

Aunque consideraremos brevemente los otros dos libros, en este capítulo nos centraremos en el libro de Proverbios y en la pregunta que plantea: ¿cuál es la mejor manera de vivir?

Proverbios

Esta es una pregunta que tenemos que plantearnos a todos los niveles: ¿Cuál es la mejor manera de dirigir un país? ¿Cómo hay que educar a los hijos? ¿Cuál debe ser mi actitud hacia mis obligaciones académicas? ¿Qué clase de persona debería escoger como pareja? y un largo etcétera. En muchas naciones existen «proverbios», frases concisas, expresivas e incisivas que resumen la experiencia de las personas y que resultan muy memorables.

Ningún proverbio pretende abarcar todo lo que se podría decir acerca de una cuestión determinada. Más bien es la expresión vívida de un principio entre otros muchos, todos los cuales deben ser tenidos en cuenta, y puestos en práctica en el momento apropiado. Es por esto que a veces dos proverbios parecen contradecirse.

  1. «No respondas al necio según su necedad, o tú mismo pasarás por necio» (Prov 26:4).

  2. «Respóndele al necio como se merece, para que no se tenga por sabio» (Prov 26:5).

En el libro de Proverbios, entonces, hay largas colecciones de proverbios concisos y a menudo poco relacionados los [p105] unos con los otros, acerca de muchas situaciones de la vida cotidiana. Pero también existen pasajes más extensos que ofrecen a los jóvenes un conjunto de consejos conexos y bien desarrollados (por ejemplo: Prov 1:8–9:18). Es de estos pasajes de lo que nos ocuparemos ahora.

El principio fundamental de la sabiduría El principio clave de Proverbios es el siguiente: «El comienzo de la sabiduría —es decir, el fundamento o la piedra angular— es el temor del Señor» (Prov 9:10).

Es en esto en lo que consiste la diferencia entre la auténtica sabiduría y la astucia o la genialidad. En muchos países, por ejemplo, se da por sentado que la manera más inteligente de prosperar en la vida es a través de los sobornos. El libro de Proverbios reconoce la eficacia de los sobornos. Ver por ejemplo Prov 17:8: «Vara mágica es el soborno para quien lo ofrece, pues todo lo que emprende lo consigue» (ver también Prov 18:16). Pero, aunque el soborno puede conducir a un aparente éxito, la sabiduría que está arraigada en el temor de Dios lo condena como una práctica moralmente inaceptable. Ver, por ejemplo, Prov 17:23: «El malvado acepta soborno en secreto, con lo que tuerce el curso de la justicia». O, dicho de otra manera, Prov 15:27: «El ambicioso acarrea mal sobre su familia; el que aborrece el soborno vivirá».

De modo semejante, Proverbios da por sentado que mucha gente hace ver que teme a Dios pero utiliza la religión como una tapadera para su conducta inmoral. Y nos advierte: «El Señor aborrece las ofrendas de los malvados» (Prov 15:8); «Dios aborrece hasta la oración del que se niega a obedecer la ley» (Prov 28:9).

La verdadera sabiduría brota del reconocimiento de que el [p106] mundo pertenece a Dios. Él lo creó y lo organizó conforme a su sabiduría divina; y si queremos ser sabios, debemos vivir de acuerdo a sus leyes y ordenanzas (ver Prov 8:22–36). El oponerse a la sabiduría de las leyes de Dios es necio y acabará en desastre: «quien me aborrece —a la sabiduría de Dios—, ama la muerte» (Prov 8:36).

Puesto que el mundo pertenece a Dios, podemos aprender muchas cosas incluso de los animales e insectos que él hizo. «¡Anda, perezoso, fíjate en la hormiga! ¡Fíjate en lo que hace, y adquiere sabiduría!» (Prov 6:6). A la hormiga no hace falta forzarla a trabajar. Por instinto sabe que, si no trabaja para recoger alimentos durante el verano, no sobrevivirá en invierno. Igualmente nosotros debemos aprender a anticipar nuestras necesidades futuras y trabajar ahora a fin de proveer lo que haga falta para cubrirlas. Esto implica, por ejemplo, no desperdiciar nuestro tiempo en la escuela, sino trabajar duro para conseguir una formación, a fin de poder arreglárnoslas por nuestra cuenta cuando hayamos dejado de estudiar.

Puesto que el mundo pertenece a Dios, y Dios en su sabiduría nos ha proporcionado un trabajo, no debemos ser perezosos. La pereza es una necedad moral. Proverbios retrata al perezoso de maneras muy vívidas.

  • No solo disfruta del placer soporífero de pasar demasiado tiempo en la cama; hasta parece enganchado a la cama como una puerta a sus goznes (Prov 26:14): da la vuelta, como si fuera para levantarse; pero en lugar de hacerlo, se vuelve a girar y se queda dormido otra vez.
  • Pone excusas absurdas y exagera las dificultades que afronta (Prov 26:13; 22:13: «¡Hay un león allí fuera»!).
  • [p107] Finalmente, tras años de negligencia y de oportunidades no aprovechadas, su vida conduce al desastre irreversible, como una granja que se ha echado a perder (Prov 24:30–34).

Puesto que Dios nos ama, advierte a los jóvenes del peligro de las malas compañías, especialmente de las bandas violentas y de las mafias (Prov 1:10–19). Tales grupos seducen a los jóvenes con la promesa de ganancias rápidas a través del robo. Los matones y los criminales son menos listos que los pájaros, según Proverbios. Si un pájaro se percata de una trampa no se dejará atrapar. Pero estas personas «acechan su propia vida y acabarán por destruirse a sí mismos» (Prov 1:18); es decir, al acechar a otros, acabarán siendo arrestados, encarcelados y tal vez ejecutados; y al final les aguarda el juicio de Dios.

Puesto que el mundo pertenece a Dios y él hizo nuestros cuerpos, Proverbios nos advierte que no debemos abusar de nuestro cuerpo y mente mediante el exceso de bebidas alcohólicas, o el consumo de cualquier otra droga. «El vino lleva a la insolencia, y la bebida embriagante al escándalo» (Prov 20:1); es decir, la embriaguez convierte a una persona en un sinvergüenza escarnecedor y alborotador. «Borrachos y glotones, por su indolencia, acaban harapientos y en la pobreza» (Prov 23:21). La embriaguez conduce a la aflicción, al dolor, a las rencillas, a las quejas, a los traumatismos y al amoratado de los ojos. (Prov 23:29–30). Proverbios nos urge mientras estamos sobrios a que visualicemos hasta qué punto hacemos el ridículo si nos emborrachamos. Ofrece una descripción vívida de la confusión de sentimientos e ideas que padece el borracho: primero la fascinación y el sabor suave de la bebida (Prov 23:31); pero luego el mordisco [p108] repentino de la serpiente, y el veneno de la víbora. La visión borrosa y la imaginación descabellada (Prov 23:33). Las piernas tambaleantes, como alguien en un barco que intenta dormir encima del aparejo (Prov 23:34). Consciente de estar borracho e indefenso pero, con un coraje equivocado, prometiéndose otra bebida en cuanto se despierte (Prov 23:35).

Puesto que Dios hizo nuestro cuerpo, y la familia fue instituida por él como la unidad social más fundamental, Proverbios prohíbe la fornicación, el adulterio y la promiscuidad, y advierte vívidamente contra los peligros y contra las consecuencias a veces letales que estos pecados acarrean (ver, por ejemplo, Prov 7:6–27). A la luz de la epidemia del SIDA, los jóvenes necesitan oír este escalofriante aviso.

Proverbios es consciente, por supuesto, de que los jóvenes a menudo se irritan porque sus padres o sus maestros les dicen lo que tienen que hacer. Sin embargo, señala que detrás de la ley moral está Dios, quien ama con aún mayor intensidad que el mejor padre a su hijo. Además, es precisamente porque nos ama que nos tiene que reprochar y disciplinar a fin de que nuestras vidas lleguen a ser un motivo de deleite para él (Prov 3:11–12).

El listón de Dios es muy alto. Por nuestra propia cuenta y con nuestras propias fuerzas no lo podemos alcanzar. Es por esto por lo que Proverbios nos hace la siguiente exhortación: «Confía en el Señor de todo corazón, y no en tu propia inteligencia. Reconócelo en todos tus caminos, y él allanará tus sendas» (Prov 3:5–6).

Al igual que muchos otros libros del Antiguo Testamento, los tres libros sapienciales plantean preguntas que solo encuentran su respuesta en Cristo. [p109]

Grandes preguntas en Eclesiastés y Job

El gran sabio rey Salomón, sucesor del rey David, escribió gran parte del libro de Proverbios; sin embargo, él también se volvió necio al final (1 Reyes 11:1–11). Era muy bueno con la teoría, pero no tanto con la práctica. El único hombre sabio y perfecto fue el Señor Jesucristo. Él se describe a sí mismo como «uno más grande que Salomón» (Mateo 12:42). En él «están escondidos todos los tesoros de la sabiduría y del conocimiento» (Colosenses 2:3). Y los que confían en él descubren que Dios lo «ha hecho nuestra sabiduría—es decir, nuestra justificación, santificación y redención» (1 Corintios 1:30).

El autor del segundo libro sapiencial, Eclesiastés, contempla la vida bajo el sol, es decir, la vida confinada a esta tierra. Por tanto, llega a menudo a la conclusión de que muchas de las actividades de la vida son un perpetuo «dar vueltas», y que desembocan en la vanidad, el vacío y la frustración. No obstante, el Nuevo Testamento tiene la última respuesta a este pesimismo. Cristo ha resucitado de la muerte: la muerte no es el final; y al haber resucitado Cristo, nuestro «trabajo en el Señor no es en vano» (1 Corintios 15:51–58).

El tercer libro sapiencial, Job, ciertamente nos ofrece algunas respuestas a preguntas como: ¿Por qué Dios permite que los que confían en él sufran? ¿Es justo Dios? ¿Se comporta de manera justa? ¿Es posible confiar en él aún en medio del dolor, de las calamidades, de la enfermedad? Sin embargo, el motivo más contundente por el cual podemos confiar en Dios, venga lo que venga, lo encontramos en el [p110] Nuevo Testamento: «Sabemos que Dios dispone todas las cosas para el bien de quienes lo aman. . . El que no escatimó ni a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros, ¿cómo no habrá de darnos generosamente, junto con él, todas las cosas?» (Romanos 8:28, 32). Al igual que el oro, que se tiene que someter al fuego a fin de librarse de todas sus impurezas para que su valor se vea incrementado al máximo, la formación que Dios da a sus hijos y las pruebas a las que estos son sometidos tienen como finalidad, como en el caso de Job, purificar su fe y desarrollar su carácter, a fin de que puedan sacar el máximo provecho de la vida (1 Pedro 1:6–9).

Para el aula

Discutir el significado de la siguiente afirmación: «El comienzo de la Sabiduría es el temor del Señor», y enlazar este principio con varias situaciones prácticas de la vida cotidiana (ver, por ejemplo, Proverbios 1:29, 2:5, 3:7, 8:13, 10:27, 14:26–27, 15:33, 16:6, 19:23, 23:17, 24:21).

Propón que cada alumno de la clase escoja un proverbio del libro de Proverbios y comenta con la clase lo que significa para él.

Busquen otros casos en el libro de Proverbios donde podemos aprender lecciones importantes del mundo animal. Ver por ejemplo 26:11; y comparar con 2 Pedro 2:20–22 en el Nuevo Testamento.

¿De qué manera las advertencias contra las malas compañías, el consumo de drogas y la promiscuidad sexual sirven para demostrar el amor de Dios hacia nosotros?

Aprendan de memoria algunos de los proverbios, especialmente Proverbios 3:5–6.

Notas

  1. El libro de Cantares también se incluye entre los libros sapienciales, pero aquí no tenemos espacio para considerarlo.

14: El camino de los profetas

Entre una cuarta y una tercera parte del Antiguo Testamento se compone de los escritos de una clase especial de hombres llamados profetas. Para comprender por qué son tan importantes en el Antiguo Testamento, y para nosotros también, hay que recordar (ver el capítulo 8) el papel especial que Dios asignó al pueblo de Israel. Los levantó para que fuesen:

  1. Un testimonio vivo de la existencia del Único Dios Verdadero y una protesta contra las interpretaciones idólatras del universo.
  2. Un ejemplo de lo que significa vivir en comunión con el Dios viviente, experimentar su amor, su poder, su salvación, sus leyes y su dirección, a fin de que todos los habitantes de todas las naciones puedan llegar a ver lo maravilloso que es conocer a Dios personalmente.
  3. El medio provisto y confirmado por Dios a través del cual el Salvador del mundo había de llegar, a fin de que los seres humanos pudieran ver que hay [p112] auténtica esperanza para la raza humana, a pesar del pecado, y para que reconociesen al Salvador cuando viniese, y se diesen cuenta de su necesidad de ser salvados.

Mientras Israel recordaba la generosidad de Dios hacia ellos y vivía con gratitud conforme a sus leyes, todo marchaba muy bien. Sin embargo, los israelitas no eran intrínsecamente mejores que nosotros; eran pecadores como el resto de la raza humana. Cada vez abusaban más de su papel especial, violaban las leyes de Dios y pecaban tanto o incluso más que las otras naciones. Como consecuencia, Dios los presenta al mundo como ejemplo de cómo no debemos vivir, a fin de que los demás aprendamos la santidad de Dios, su odio al pecado, sus exigencias en cuanto a la justicia y las consecuencias inevitables de no respetarlas.

Y es aquí donde entran los profetas. No eran solamente hombres que predecían el futuro—aunque es cierto que algunas de sus profecías, en este sentido, son remarcables. No eran sacerdotes—aunque algunos de ellos procedían de familias sacerdotales. No tenían a su cargo el culto del templo. Eran grandes predicadores y reformadores que sacaban a la luz los pecados políticos, las prácticas económicas ilícitas, las injusticias sociales y la hipocresía religiosa a todos los niveles de la sociedad. Llamaban a la nación en general, y a los individuos que la componían en particular, a arrepentirse, a cambiar su modo de vivir, a volverse a Dios, y profetizaban el desastre si no se producía este arrepentimiento.

Con demasiada frecuencia la nación se burlaba de los profetas, e incluso los perseguía, y continuaba con su [p113] modo de vida pecaminoso. Como resultado, sufrieron las consecuencias anunciadas: la derrota abrumadora, la pérdida de la tierra y la deportación, primero a Asiria y luego a Babilonia. En este aspecto nos sirven de advertencia a nosotros también hoy en día; si los judíos antiguos no eran mejores que nosotros, nosotros tampoco somos mejores que ellos. Lo que les sucedió a ellos nos recuerda que el juicio de Dios es una realidad ineludible que espera tanto a las naciones como a los individuos, si no nos arrepentimos de nuestros pecados. El Nuevo Testamento resume la lección que nos toca aprender: «sabemos que todo lo que dice la ley, lo dice a quienes están sujetos a ella, —es decir, los israelitas— para que todo el mundo se calle la boca y quede convicto delante de Dios —por haber cometido los mismos pecados que los israelitas—» (Romanos 3:19).

Los profetas del Antiguo Testamento son conocidos generalmente como los Profetas Menores —porque escribieron libros pequeños—, y los Profetas Mayores —porque escribieron libros grandes—. Consideraremos como ejemplos a uno de los profetas menores y a dos de los mayores.

La profecía de Amós

En la época de Amós, la nación estaba políticamente dividida: dos tribus en el sur, y diez en el norte. Amós era del sur, nacido en Judá, pero predicaba principalmente en Samaria, entre las diez tribus del norte. Vivió durante los reinados de Uzías, rey de Judá (779–740 aC) y Jeroboam II, rey de Samaria (783–743 aC). Amós comienza su profecía con una denuncia de los crímenes de guerra y la actuación inhumana de las naciones vecinas. [p114]

El expansionismo militar llevado a cabo con una crueldad descabellada (Amós 1:3–5). En este caso el agresor era Damasco, capital del Estado arameo al norte de Israel. Bajo la política expansionista de su rey, Hadad, habían invadido Galaad, sojuzgando con brutalidad a la población. «Trillaron a Galaad con trillos de hierro». En el mundo antiguo, las espigas de trigo y cebada eran trilladas mediante trineos de madera con trozos de sílex o de hierro por debajo, que eran arrastrados por encima de los tallos cortados. Puede ser que la frase «trillaron con trillos de hierro» sea una metáfora para expresar la idea de brutalidad extrema. Pero también podría ser literal. Muchos ejércitos invasores han utilizado, y siguen utilizando, métodos de tortura horrendos, a veces semejantes a este, a fin de aterrar a los habitantes del país invadido.

El comercio de esclavos (Amós 1:6–8). Los filisteos —Gaza era una ciudad filistea— vendieron comunidades enteras como esclavos y los deportaron a un país extranjero, a Edom. Los objetivos de dicho comercio eran varios: la limpieza étnica, poner fin a actividades contrarrevolucionarias, y el dinero.

La práctica de enriquecerse con la guerra Esta vez el culpable era Tiro. Tiro no estaba involucrado en la guerra entre los filisteos y los judíos. Pero se enriquecía al vender comunidades enteras como esclavos a favor de los filisteos; y lo hacían a pesar de las alianzas que habían hecho anteriormente con los judíos —la «alianza de hermanos», 1:9—. Sin duda alguna habrían recurrido a los mismos argumentos con los cuales algunas naciones modernas justifican la venta de armas a países en guerra: si nosotros no vendemos los esclavos a favor de [p115] los conquistadores —o si no facilitamos las armas—, otros lo harán. De este modo se aprovecharon de la miseria humana y de la muerte.

Odio étnico incesante (Amós 1:11–12). Sin lugar a dudas, los edomitas consideraban que habían sido maltratados por los israelitas en tiempos anteriores. Pero no estaban dispuestos a olvidar el pasado. Aprovechaban cada oportunidad que tenían para vengarse de Israel. Muchos ejemplos actuales del mismo fenómeno nos vienen enseguida a la mente.

Crímenes de guerra (Amós 1:13–15). Con la nación de Amón, el expansionismo territorial venía acompañado de la barbarie desalmada: hasta habían llegado a matar a mujeres embarazadas. Por supuesto, en aquellos tiempos no existía ni el «Convenio de Ginebra» ni nada parecido, ni había tribunales de crímenes de guerra. Sin embargo, Dios se acordaría de cada atrocidad y llegaría el día en que, como asegura Amós, los culpables serían castigados.

Pero Amós no se ocupa exclusivamente de los pecados de las naciones gentiles que rodeaban a Israel. Condena aún con mayor severidad los pecados sociales y religiosos de su propio pueblo, Israel y Judá. El estado de la nación de aquel entonces se ha resumido acertadamente de la siguiente manera:

(a) Condiciones políticas y sociales Más de 40 años antes del ministerio de Amós, Asiria había destrozado a Siria, vecina de Samaria. Esto permitió a Jeroboam II ampliar su territorio (2 Reyes 14:25) y desarrollar un comercio muy rentable, el cual llevó a la creación en Samaria de una clase mercantil muy poderosa. Por desgracia, la riqueza que se produjo en Samaria no se repartió con igualdad entre la [p116] población. Permaneció entre las manos de los príncipes mercaderes, quienes la aprovecharon para mejorar su propio nivel de vida (2 Reyes 3:10,12,15; 6:4) e ignoraron por completo a la clase campesina, que siempre había constituido la espina dorsal de la economía de Samaria. Las señales inequívocas de una sociedad moralmente enferma comenzaron a manifestarse en Samaria. En el tiempo de Amós, la opresión de los pobres por parte de los ricos era el pan de cada día (2 Reyes 2:6), como también lo era la indiferencia desalmada entre las clases adineradas hacia el sufrimiento de los hambrientos (2 Reyes 6:3–6). La justicia se subastaba (2 Reyes 2:6; 8:6). En tiempos de sequía (2 Reyes 4:7–9) los pobres tuvieron que recurrir a los prestamistas (2 Reyes 5:11–12; 8:4–6), a quienes a menudo tuvieron que hipotecar primero su tierra, y luego a sí mismos.

(b) El estado de la religión. Naturalmente las condiciones sociales de Samaria afectaron también a las prácticas religiosas. La religión no estaba siendo abandonada, sino pervertida. En los lugares religiosos de la nación (2 Reyes 5:5) los ritos se mantenían (2 Reyes 4:4), pero iban acompañados de impiedad e inmoralidad. Lejos de complacer a Dios, estos ritos se convirtieron en motivo de juicio (2 Reyes 3:14; 7:9; 9:1–4); no sirvieron para quitar sino para agravar la transgresión (2 Reyes 4:4). A Dios no se le podía encontrar en estos lugares religiosos nacionales (2 Reyes 5:4) porque no aceptaba que se le rindiese culto allí (2 Reyes 5:21–23); las verdaderas preocupaciones religiosas del pueblo se centraban en el culto a otros dioses (2 Reyes 8:14). Además, estas ceremonias pletóricas y los costosos sacrificios se efectuaban a expensas de los pobres (2 Reyes 2:8; 5:11).

Los profetas, entonces, sacaron a la luz y denunciaron los pecados tanto de los gentiles como, en mayor [p117] medida, de los judíos. Pero también recibieron el encargo por parte de Dios de anunciar su programa final para resolver el problema del pecado de la humanidad y para traer la salvación al mundo. A la luz de esto, el mismo realismo de la contundente denuncia del pecado por parte de los profetas tiene también su lado positivo: demuestra que el mensaje de esperanza y de salvación que predicaban no era ningún sueño utópico e irreal que había pasado por alto hasta qué punto el pecado ha impregnado la naturaleza humana. Al mismo tiempo, los profetas son conscientes de que la salvación del mundo debe comenzar con la salvación del individuo. Todo programa que tenga como finalidad la reforma de la sociedad está condenado al fracaso a menos que se pueda efectuar un cambio en el corazón de los seres individuales que componen las naciones.

Lo siguiente, entonces, es un resumen de los programas que, según dos de los Profetas Mayores, Dios pondría en marcha un día para lograr la salvación de la humanidad.

La profecía de la salvación según Isaías

Contra este telón de fondo, la total incapacidad por parte de Israel de cumplir su papel, Isaías profetizó que un día Dios enviaría al mundo a su Siervo Perfecto. Este Siervo no solo viviría una vida de servicio abnegado a los demás, sino que sufriría y moriría en sacrificio por los pecados del mundo, a fin de que los hombres y las mujeres encontrasen el perdón y la reconciliación con Dios; y luego, a partir del gozo y de la paz que nacen de la experiencia de ser perdonados, estuviesen dispuestos a perdonar a los [p118] demás, a reconciliarse los unos con los otros, y a amarse y servirse mutuamente, abonando así la tierra donde la paz pueda brotar. He aquí un ejemplo de las profecías de Isaías (Isaías 53:3–6).

[Él fue] Despreciado y rechazado por los hombres, varón de dolores, hecho para el sufrimiento. Todos evitaban mirarlo; fue despreciado, y no lo estimamos. Ciertamente él cargó con nuestras enfermedades y soportó nuestros dolores, pero nosotros lo consideramos herido, golpeado por Dios, y humillado. Él fue traspasado por nuestras rebeliones, y molido por nuestras iniquidades; sobre él recayó el castigo, precio de nuestra paz, y gracias a sus heridas fuimos sanados. Todos andábamos perdidos, como ovejas; cada uno seguía su propio camino, pero el Señor hizo recaer sobre él la iniquidad de todos nosotros. (Isaías 53:3–6)

Esta es la profecía que, según Jesucristo, se había cumplido en su propia vida y muerte:

“Como ustedes saben, los que se consideran jefes de las naciones oprimen a los súbditos, y los altos oficiales abusan de su autoridad. Pero entre ustedes no [p119] debe ser así. Al contrario, el que quiera hacerse grande entre ustedes deberá ser su servidor, y el que quiera ser el primero deberá ser esclavo de todos. Porque ni aun el Hijo del hombre vino para que le sirvan, sino para servir y para dar su vida en rescate por muchos.” (Evangelio según Marcos 10:42–45).

Por supuesto, si todo el mundo siguiese el ejemplo de Cristo, y viviese para amar y servir a otros, el mundo pronto se convertiría en un paraíso. La pregunta apremiante es: ¿Cómo se logra que los seres humanos se comporten de esta manera? Encontraremos la respuesta en la profecía de Jeremías.

La profecía de la salvación según Jeremías

Vienen días —afirma el Señor— en que haré un nuevo pacto con el pueblo de Israel y con la tribu de Judá. No será un pacto como el que hice con sus antepasados el día en que los tomé de la mano y los saqué de Egipto, ya que ellos lo quebrantaron a pesar de que yo era su esposo —afirma el Señor—. Este es el pacto que después de aquel tiempo haré con el pueblo de Israel —afirma el Señor—: Pondré mi ley en su mente, y la escribiré en su corazón. Yo seré su Dios, y ellos serán mi pueblo. Ya no tendrá nadie que enseñar a su prójimo, ni dirá nadie a su hermano: “¡Conoce al Señor!”, porque todos, desde el más pequeño hasta el más grande, me conocerán —afirma el Señor—. Yo les perdonaré su iniquidad, y nunca más me acordaré de sus pecados. (Jeremías 31:31–34) [p120] Aquí Jeremías repasa con realismo la larga lección que se desprende de la historia: la incapacidad persistente por parte de Israel de vivir conforme a la ley de Dios. Sería inútil, por lo tanto, que se les exigiera una vez más que guardasen la ley de Dios. La experiencia del pueblo había puesto en evidencia el hecho de que los hombres y las mujeres no cuentan con los recursos ni morales ni espirituales para guardarla. Por tanto, Jeremías anunció que un día Dios establecería un nuevo pacto. Obraría el milagro de la regeneración y escribiría sus leyes no en tablas de piedra, externas a la persona, sino en su mismo corazón y mente. Dicho de otra manera, haría brotar en el seno de la persona una calidad de vida diferente, una nueva naturaleza con recursos anteriormente desconocidos. Este es el milagro que Dios efectúa, como señala el Nuevo Testamento, para todo aquel que, con un espíritu de arrepentimiento genuino, recibe a Cristo como Señor y Salvador (2 Corintios 3, Hebreos 8).

Pero ¿qué pasa si las personas no están dispuestas a aceptar a Cristo como Salvador y Señor? ¿Acaso no implica que el programa de Dios ha frecasado? ¡No! Los profetas nos aseguran que el Mesías, el Salvador del mundo, quien murió y resucitó para traernos perdón y salvación, volverá un día y, con poder y gloria divinos, establecerá su reino en el mundo entero. En aquel momento, los que no se hayan arrepentido serán excluidos de la presencia del Señor y sufrirán eternamente el destino que ellos mismos han escogido; ya no se les permitirá hacer mal en la tierra (ver 2 Tesalonicenses 1:5–10). Y aquí se nos brinda una visión, ubicada esta vez en otro de los profetas menores, de la vida bajo el reinado universal del Mesías prometido: [p121]

En los últimos días, el monte del templo del Señor será puesto sobre la cumbre de las montañas y se erguirá por encima de las colinas. Entonces los pueblos marcharán hacia ella, y muchas naciones se acercarán, diciendo: «Vengan, subamos al monte del Señor, a la casa del Dios de Jacob. Dios mismo nos instruirá en sus caminos, y así andaremos en sus sendas». Porque de Sión viene la instrucción; de Jerusalén, la palabra del Señor. Dios mismo juzgará entre muchos pueblos, y administrará justicia a naciones poderosas y lejanas. Convertirán en azadones sus espadas, y en hoces sus lanzas. Ya no alzará su espada nación contra nación, ni se adiestrarán más para la guerra. Cada uno se sentará bajo su parra y su higuera; y nadie perturbará su solaz —el Señor Todopoderoso lo ha dicho—. (Miqueas 4:1–4)

Estas palabras son el lema que se han puesto las Naciones Unidas.1 Y no es un lema vacío; porque, aunque las Naciones Unidas no lo podrán hacer realidad, Cristo, en su segunda venida, sí lo hará. Pues de la misma manera [p122] que su nacimiento, vida, resurrección y ascensión fueron el cumplimiento de muchas de las predicciones de los profetas del Antiguo Testamento, su segunda venida será el cumplimiento de todas las demás.

Oyendo hablar a los profetas

¿Por qué los profetas no son tomados en serio por la mayoría de la gente? ¿Cómo podemos contribuir a que más personas tomen en serio su mensaje hoy en día?

Leer el capítulo 53 de Isaías y comentar la manera en la que Jesús ya ha cumplido esta profecía, haciendo referencia al Nuevo Testamento. ¿Qué significan para ti las palabras de esta profecía?

Notas

  1. El texto paralelo de Isaías 2 se cita parcialmente en una muralla fuera de la sede de la ONU en Nueva York.

15: El camino desde una religión nacional hasta una fe mundial

En la presente serie este capítulo es el último que dedicaremos al Antiguo Testamento. En el próximo capítulo pasaremos a estudiar el Nuevo Testamento. En términos históricos transcurren unos cuantos siglos entre los dos Testamentos. ¿Cómo, pues, pudo el pueblo judío sobrevivir desde finales del período del Antiguo Testamento hasta el principio del Nuevo? Y ¿qué lecciones morales y espirituales podemos aprender de este período de su historia?

Cronología 3. Personas y acontecimientos clave en la historia de Israel 1010–4 aC
1. 1010 aC 2. Israel: monarquía unida 3. David 4. Salomón 5. 930 aC 6. Israel: Reino del norte: Samaria 7. Judá: Reino del sur: Jerusalén 10. 745 aC 11. Deportación por Asiria 12. 721 aC 13. 605 aC 14. Exilio en Babilonia 15. 587 aC 16. 530 aC Ciro 17. Retorno por Medo-Persia 18. 516 aC 19. Templo reconstruido 20. 445 aC Nehemías 21. 334 aC Alejandro 22. 323 aC 23. Control ptolemaico 24. 198 aC 25. Control seléucida 26. 128 aC 27. Dinastía hasmonea 28. 63 aC Pompeyo 29. Control romano 30. 40–4 aC Herodeses

Un breve repaso histórico desde el tiempo de David hasta Cristo

David, seguido de Salomón, reinó sobre un Israel unido; fue el punto culminante de la prosperidad de Israel como nación (1010–930 aC).

Las doce tribus se dividieron en dos reinos: diez tribus en el norte, con su capital, Samaria; dos tribus en el sur, con su capital, Jerusalén (930 aC). [p124] El poderoso imperio asirio invadió el reino del norte y deportó a sus habitantes al este (745–721 aC).

El también poderoso imperio babilónico venció al reino del sur y deportó la flor y nata del pueblo —entre ellos a Daniel— a Babilonia; su territorio pasó a ser provincia del imperio babilónico (605–587 aC).

El imperio medo-persa , encabezado por Ciro tomó Babilonia (530 aC) y su imperio. Ciro permitió regresar a su tierra de origen a todos los judíos que lo deseaban, y les ordenó volver a construir su templo —acabado en 516 aC—. Más adelante, con la ayuda de Nehemías, el copero judío del rey Artajerjes I de Persia, que fue nombrado gobernador de Jerusalén, se les permitió reconstruir la ciudad de Jerusalén (445 aC). El libro de Nehemías es una crónica vívida de la reconstrucción de la muralla de Jerusalén. Muchos judíos volvieron; muchos de ellos siguieron viviendo en países extranjeros. Judea ya era una provincia del imperio persa. Más o menos por este tiempo se acabó el período tratado en el Antiguo Testamento, siendo los libros de Nehemías y Malaquías los últimos que se escribieron.

Alejandro Magno de Macedonia conquistó tanto el imperio persa como el egipcio Judea pasó a sus manos. Muchos judíos emigraron a Egipto. Alejandro se hizo dueño de la mayor parte del mundo conocido en aquel entonces (334–331 aC). [p125] Alejandro murió en el año 323 aC. Su imperio se repartió entre sus generales. Uno de ellos, llamado Ptolomeo, se hizo con Egipto y fundó una dinastía que duró hasta que los Romanos se apoderaron de ella en el año 31 aC Otro de estos generales, Seleuco, se hizo con Asia y fundó una dinastía que duró hasta que cayó en manos de los Romanos en el año 65 aC Al principio, Jerusalén y Judea estaban bajo el poder de la dinastía ptolemaica en Egipto; sin embargo, en 198 aC pasaron a manos de la dinastía seléucida.

Tras unos cuarenta años de guerrillas y de políticas más bien turbulentas por parte de los Macabeos, contra los Seléucidas, Judea finalmente se estableció como estado independiente y soberano bajo la dinastía hasmonea de reyes judíos —128 aC—.

El general romano Pompeyo tomó Jerusalén e invadió el templo —63 aC—.

Herodes, edomita por nacimiento, pero judío por religión, fue proclamado rey de los judíos por el senado romano —40 aC—. Conquistó Galilea en el año 38 aC, y Jerusalén en el 37 aC Fue confirmado como rey-vasallo por Octavio, quien más adelante recibió el nombre de César Augusto, primer emperador de Roma. Fue durante el reino de César Augusto, mientras Herodes era rey de los judíos, cuando nació Jesucristo en Belén de Judea.

[p126] ¿Qué es lo que permanece en la historia?

Los grandes imperios del mundo antiguo, Egipto, Babilonia, Persia, Grecia —bajo Alejandro— y Roma, indudablemente han dejado al mundo un legado valioso y permanente en lo que se refiere al arte, a la arquitectura, a la literatura, a la filosofía, a la ciencia y a la civilización en general; y por todas estas cosas merecen ser recordados. Pero los propios imperios ya no existen; y las guerras y el derramamiento incesante de sangre en base a los cuales estas civilizaciones lograron establecerse, ahora se conocen por lo que eran: un desperdicio deplorable de vidas humanas en nombre del orgullo, de la ambición y del ansia de poder humanos.

Comparado con estos grandes imperios, Israel nunca llegó a ser nada más que una nación diminuta, y durante la mayor parte de su historia, la mayor parte de la población vivió o bien como cautivos o bien como expatriados en tierras extranjeras. No obstante, los viejos dioses paganos a los que los grandes imperios rendían culto y que, según pensaban, les darían la victoria sobre el mundo y sobre Israel en particular, han sido abandonados desde hace tiempo. Ya nadie les rinde culto. Sin embargo, el Dios de Israel no solo ha sobrevivido: se ha convertido en el Dios de una fe extendida por todo el mundo. Millones [p127] y millones de personas, ya no solo judíos sino también gentiles, han llegado a creer en Él a lo largo de los siglos. Y, a pesar de las frecuentes persecuciones, hoy en día más millones que nunca antes rinden culto a este «Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob», el Dios de la nación de Israel y el Dios del judío llamado Jesucristo. Por lo tanto, aquí hay algo del mundo antiguo que tiene un significado mucho más duradero y, en nuestro mundo actual, más amplia y permanentemente influyente, que cualquiera de los grandes imperios mundiales, pasados o presentes. Aunque sea solo por esta razón, este aspecto de la historia del Antiguo Testamento debe ocupar un lugar importante cuando hablamos a nuestros estudiantes de los asuntos mundiales. Esto subraya lo que se ha demostrado verdaderamente perdurable en la historia.

Algunos de los beneficios que reportó al mundo el exilio de Israel entre las naciones

El exilio pone de manifiesto la imparcialidad y la justicia de Dios —para más detalles, ver el capítulo 14—. La elección de Israel por parte de Dios para que desempeñara un papel especial en la historia evidentemente les concedió muchos privilegios. Pero privilegio no equivalía a favoritismo. Estos privilegios significaban que, en caso de persistir en el pecado social y religioso, Dios traería sobre ellos castigos aún más severos que los que traería sobre las demás naciones. Ni la nación, ni la dinastía real del rey David, ni el mismo templo de Dios, ni la misma capital de Jerusalén quedarían inmunes ante el peligro de la [p128] derrota y de la destrucción. Su principio del juicio era este: «Solo a ustedes los he escogido entre todas las familias de la tierra. Por tanto, les haré pagar todas sus perversidades» (Amós 3:2). La lección general es la siguiente: cuanto más privilegiada sea una nación o individuo, más se les exigirá en lo que se refiere a su conducta (ver también Lucas 12:47–48).

La larga duración del exilio continuo de Israel pone de manifiesto la fidelidad de Dios a sus propósitos. Durante dos milenios y medio la mayor parte de los judíos ha vivido entre los gentiles y, durante la mayor parte de este período, hasta hace poco tiempo, han estado sin tierra propia. Sin embargo, desde antes del exilio, Dios prometió que velaría por ellos y los protegería de la extinción, y que un día serían devueltos a su tierra (ver Ezequiel 39:22–29). Hasta nuestros días, a pesar de la ferocidad de la persecución y de los intentos de genocidio, los judíos nunca han perdido su identidad nacional y étnica, ni han sido asimilados ni destruidos por completo. Dios ha guardado su promesa hasta ahora; lo demás también se cumplirá.

El sistema de las sinagogas. Desde los tiempos del cautiverio en Babilonia, los judíos comenzaron a establecer sinagogas en las ciudades gentiles, donde podrían adorar a Dios y enseñar el Antiguo Testamento. Durante los siguientes siglos, gran número de gentiles, hartos de las vulgaridades absurdas de la idolatría pagana, comenzaron a asistir a las sinagogas judías y fueron conducidos a la fe en el Único Dios Verdadero. Fue de este colectivo de donde provenían muchos de los primeros convertidos a la fe cristiana (Hechos de los Apóstoles 13:44–14:1; 17:4, 10–12; Lucas 7:2–5). [p129]

La traducción al griego del Antiguo Testamento. Algunos judíos de principios del siglo III aC que vivían en Alejandría, en Egipto, tradujeron los libros del Antiguo Testamento del hebreo al griego. Esta traducción, a la que más adelante se le puso el nombre de «La Septuaginta», ejerció una influencia inmensa en el mundo antiguo. Los escritores del Nuevo Testamento, al citar el Antiguo Testamento, suelen tomar sus citas de la Septuaginta. La Septuaginta después fue traducida al latín, egipcio, etíope, armenio y otros idiomas por misioneros cristianos de la iglesia primitiva. La Septuaginta fue la traducción que emplearon los patriarcas de la Iglesia Griega, y aún es utilizada por especialistas que buscan establecer el texto del Antiguo Testamento.

Lo que han aportado los judíos expatriados a la civilización. Cuando Dios envió al exilio en Babilonia a los israelitas, les ordenó que se afincaran, y les dijo: «busquen el bienestar de la ciudad adonde los he deportado, y pidan al Señor por ella» (Jeremías 29:7). No podían fomentar el desorden, sino que tenían que intentar contribuir a la paz y al bienestar del Estado a todos los niveles. No todos los judíos han vivido siempre conforme a este ideal. Por otro lado, desde el exilio en Babilonia hasta nuestros días, la contribución que han hecho los judíos expatriados en países gentiles a las ciencias, a la medicina, a la música y a la literatura ha sido enorme.

El autor del libro de Daniel del Antiguo Testamento, es un ejemplo brillante de esto. Exiliado a Babilonia, sirvió lealmente como funcionario del Estado de Babilonia durante muchos años. Cuando los persas se hicieron con el imperio, subió a un nivel muy alto dentro de la [p130] administración del Imperio. Como judío que creía en los profetas del Antiguo Testamento, sabía que, por mucho que avanzasen los gobiernos gentiles, nunca llegarían a resolver el problema del mal en el mundo. Esto solo sucedería con la venida al mundo del Mesías prometido por Dios. Al mismo tiempo, Daniel no era ningún fanático religioso ni nihilista. No huía ante los problemas de la vida, sino que servía con lealtad a los habitantes del país donde vivía.

Por otro lado, relata en sus memorias (Daniel 1) cómo, al principio de sus estudios en Babilonia, se negó a comer la comida de la Universidad, la cual, conforme a las costumbres del país, había sido ofrecida a los ídolos. No estuvo dispuesto a comprometerse con una interpretación idólatra del universo, según la cual se deificaban las fuerzas básicas del universo y los impulsos humanos, pues comprendió que esta interpretación reducía a los seres humanos a esclavos de estas fuerzas. Para Daniel se trataba de una doble afrenta: contra el Dios Verdadero Creador del universo y contra la dignidad y la racionalidad del ser humano.

Daniel explica también (cap. 3) cómo sus amigos defendieron la libertad humana básica y desafiaron con firmeza y valentía al Estado cuando este se volvió totalitario y opresor. Nabucodonosor exigió en una ocasión que todos los funcionarios se inclinaran ante una imagen que él había puesto, y ofrecieran al Estado el culto y la obediencia fundamentales que se deben reservar únicamente para Dios. La pena que acarreaba el no inclinarse era ser echado en un horno. Tres de los amigos de Daniel se atrevieron a desafiar al rey con una afirmación magnífica, [p131] llena de valentía, y como consecuencia fueron echados en el horno.

¡No hace falta que nos defendamos ante Su Majestad! Si se nos arroja al horno en llamas, el Dios al que servimos puede librarnos del horno y de las manos de Su Majestad. Pero, aun si nuestro Dios no lo hace así, sepa usted que no honraremos a sus dioses ni adoraremos a su estatua. (Daniel 3:16–18)

Al actuar de esta manera demostraron que su lealtad al Único Dios Verdadero y Creador era más importante que la propia vida. Su desafío, y la manera dramática en la cual Dios los rescató, condujo al reconocimiento por parte de Nabucodonosor de la existencia y de la gloria del Único Dios Verdadero.

No sucedió lo mismo con uno de los sucesores de Nabucodonosor, el príncipe regente, Belsasar. Daniel nos relata un incidente, ya famoso, cuando Belsasar, en un banquete, cogió los vasos de oro que Nabucodonosor había traído del templo de Jerusalén y colocado en el templo de sus propios dioses, y bebió de ellos ante los ojos de sus nobles (cap. 5). Estos vasos se habían hecho de oro a fin de simbolizar el hecho de que Dios era el supremo valor del hombre, y el servicio a Dios su principal deber. Al beber de ellos, Belsasar estaba proclamando, con gran elocuencia, que había reemplazado a Dios consigo mismo, su satisfacción y sus placeres, como supremo valor de la vida. En aquel fatídico momento hubo una intervención sobrenatural: los dedos de la mano de un hombre escribieron en la pared del palacio palabras que Belsasar fue [p132] incapaz de comprender—aunque eran palabras bastante comunes para definir pesos, medidas y dinero. Se llamó a Daniel, quien tenía el solemne deber de explicar al rey el significado de estas palabras. Belsasar había realizado su propia valoración de Dios, y lo había rechazado. Ahora, a través de esta escritura, Dios estaba valorando a Belsasar. Dios había preparado sus balanzas, y estas mostraron las deficiencias de Belsasar. Desgraciadamente, Belsasar no se arrepintió, buscando la misericordia de Dios, la cual lo habría salvado. Los vasos de oro que estaban sobre la mesa eran un testigo mudo de que Belsasar se había deshecho de los verdaderos valores de la vida. El valor que se había puesto a sí mismo fue, a efectos prácticos, un cero. Aquella misma noche su cuerpo sin vida yacía en una calle de Babilonia; fue asesinado por los medo-persas que los invadieron y se hicieron con su reino. ¿Qué valor se le podría poner ahora?

Las historias del libro de Daniel constituyen una lectura apasionante. Son famosas en todo el mundo, y todos los niños deberían estar familiarizados con ellas. Además, han servido como modelo para alentar y animar a héroes morales de todas las generaciones a defender la fe en Dios frente a las demandas ilícitas de gobiernos totalitarios. En última instancia, es de semejante fe en Dios de lo que depende la auténtica libertad humana.

Parte 2: La enseñanza moral y ética de Jesucristo

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16: Jesús el Maestro: Introducción

Jesús el Maestro

Introducción

Ahora pasamos a considerar las enseñanzas éticas y morales de Jesucristo. En muchos aspectos resultará ser la parte más sencilla del curso, por varias razones:

La genialidad de Cristo como maestro. Gran parte de la enseñanza de Cristo acerca de la manera en que las personas deberían comportarse se ofrece a través del medio de las parábolas, como veremos enseguida. Son joyas de una sencillez profunda en lo que se refiere a la observación penetrante de la naturaleza humana, sus virtudes y deficiencias, sus debilidades y perversidades. La forma narrativa resulta asequible y atractiva incluso a los oyentes más sencillos; no obstante, comunican su mensaje con una fuerza que resulta inolvidable incluso para los más cultos. Como maestros, encontraremos en ellas un medio de comunicación sencillo y a la vez muy satisfactorio. [p136]

El atractivo superficial de la enseñanza de Cristo. Consideremos, por ejemplo, «la regla de oro» proclamada por Jesús en el célebre «Sermón del Monte»: «Así que en todo traten ustedes a los demás tal y como quieren que ellos los traten a ustedes. De hecho, esto es la ley y los profetas» (Mateo 7:12). Por la asombrosa sencillez de estas palabras, junto con su certeza tan evidente, cobran una belleza inmediata y universal. Aquí no hay ninguna teoría complicada, difícil de comprender y abierta a discusiones. Exige la obediencia de todo el mundo de modo directo e incontestable. Las implicaciones que encierran no tienen límite. Si todo el mundo se ciñese a ellas de manera honesta, nuestro mundo se convertiría en un paraíso. No obstante, no nos ceñimos a ellas; la conducta de todos nosotros va en contra de ellas alguna vez. Lo cual nos lleva a considerar el siguiente punto.

¿Por qué todos erramos de vez en cuando? El antiguo filósofo griego Sócrates mantenía que no hay nadie que se comporte mal a sabiendas. Quería decir que, cuando nos comportamos mal, no somos plenamente conscientes de que nos estamos comportando mal. De hecho, creemos que actuamos bien. Puede ser que sepamos que lo que hacemos perjudicará a otras personas. Pero en el momento de hacerlo, estamos convencidos de que hacemos bien al perjudicar a estas personas: nos da una ventaja sobre ellas; satisface nuestro deseo de ganancias materiales, o de poder, o de venganza. Pero Sócrates enseñaba que, al cometer una injusticia contra una persona, no solo perjudicamos a esta persona, sino que nos perjudicamos a nosotros mismos más que a ella. Si solo nos diésemos cuenta de ello, decía Sócrates, enseguida dejaríamos de perjudicarnos a [p137] nosotros mismos al tratar mal a los demás. Pero no nos damos cuenta de ello; somos ignorantes. La ignorancia es, según Sócrates, la causa de nuestro mal comportamiento; y de ello se desprende que, si queremos asegurar que las personas se comporten bien, hay que educarlas. Se trata de hacer que comprendan que al perjudicar a otro se perjudican a sí mismas, y así enseguida dejarán de hacerlo.1

Pero ¿es cierto esto? Y si lo es, ¿es suficiente que lo sepamos para dejar de comportarnos mal?

Para el aula

Haz que los alumnos se planteen algunas de las siguientes preguntas:

  1. ¿Has actuado mal alguna vez, sabiendo que lo que hacías estaba mal?
  2. ¿La gente actúa de maneras que sabe que la perjudica? —p. ej. fumar, drogarse o autolesionarse— ¿Por qué actúan así?
  3. Si pudieses robar mucho dinero, o asesinar a alguien, con la seguridad absoluta de que nadie jamás se enteraría, ¿hay alguna razón por la cual no deberías hacerlo?
  4. ¿Es verdad que cuando haces una injusticia a alguien te estás perjudicando a ti mismo? ¿Cómo se podría demostrar esta tesis?
  5. Una vez el apóstol Pablo dijo lo siguiente: «Aunque deseo hacer lo bueno, no soy capaz de hacerlo. De hecho, no hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero.» (Romanos 7:19) ¿Ustedes se han sentido así alguna vez? [p138]

¿Cuáles son algunos de los requisitos básicos para cualquier enseñanza ética? A fin de que nuestra enseñanza de la ética resulte eficaz, deberemos ser capaces de facilitar a nuestros alumnos respuestas convincentes a las siguientes preguntas (entre otras muchas):

  1. ¿Cómo se define el buen comportamiento? ¿y el malo?
  2. ¿Hay alguien que tenga autoridad para decirnos lo que está bien y lo que está mal? ¿Por qué no lo podemos decidir cada uno por nuestra propia cuenta?
  3. ¿Por qué no nos comportamos bien siempre? ¿Por qué nos resulta a menudo tan difícil hacer el bien, y tan fácil actuar mal?
  4. ¿Dónde podemos encontrar la motivación suficiente para hacer el bien, especialmente cuando otras personas no lo hacen? ¿Conlleva alguna ventaja hacer el bien o deberíamos siempre actuar bien, aun cuando saliéramos perjudicados?
  5. ¿Dónde podemos encontrar los recursos para hacer lo que sabemos que está bien y evitar hacer lo que está mal?

Si queremos ser justos con la enseñanza ética de Jesucristo, debemos permitir que él nos proporcione, poco a poco, sus respuestas a estas preguntas. Comenzamos con su presentación de sí mismo como maestro, y de la naturaleza de sus enseñanzas. [p139]

Cristo se presenta como maestro

En aquel tiempo Jesús dijo: «Te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque habiendo escondido estas cosas de los sabios e instruidos, se las has revelado a los que son como niños. Sí, Padre, porque esa fue tu buena voluntad. «Mi Padre me ha entregado todas las cosas. Nadie conoce al Hijo sino el Padre, y nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo quiera revelarlo. [p140] «Vengan a mí todos ustedes que están cansados y agobiados, y yo les daré descanso. Carguen con mi yugo y aprendan de mí, pues yo soy apacible y humilde de corazón, y encontrarán descanso para su alma. Porque mi yugo es suave y mi carga es liviana». (Mateo 11:25–32)

En este texto Jesús hace dos aseveraciones acerca de sí mismo:

  • que es el Hijo Unigénito de Dios.
  • que, no obstante es manso y humilde de corazón.

Hace dos descripciones de sus enseñanzas:

  • que constituyen un yugo al cual sus discípulos deben someterse, y una carga que deben llevar.
  • que, no obstante, su yugo es fácil, y su carga, ligera.

Y luego, a partir de estas aseveraciones y descripciones, hace dos invitaciones, cada una de las cuales viene acompañada de una promesa:

  • Vengan a mí todos ustedes que están cansados y agobiados, y yo les daré descanso.
  • Carguen con mi yugo y aprendan de mí . . . y encontrarán descanso para su alma.

Las dos aseveraciones

Aquí encontramos:

1. La respuesta de Cristo a la pregunta: ¿Con qué autoridad nos puede decir lo que está bien y lo que está mal?

Es el Hijo de Dios, a quien Dios confirió poder absoluto en lo que se refiere a la creación, el gobierno y la salvación del mundo —«Mi padre me ha entregado todas las cosas» (Mateo 11:27)—. En este particular, dista mucho de Buda, quien enseñó a sus discípulos cómo podían liberarse de sus deseos, pero nunca dijo ser Dios, ni siquiera un dios entre muchos, y no sabía si Dios existía o no; y dista de Mahoma, quien afirmó ser el último y más grande de los profetas de Dios, pero no Dios mismo en forma humana. Hace falta entonces que comprendamos el alcance de estas reivindicaciones de Jesús, puesto que es en ellas donde descansa la autoridad que se le atribuye a sus enseñanzas éticas.

2. La evidencia de que sus reivindicaciones son ciertas

Son los megalómanos trastornados los que dicen ser Dios, o Napoleón, o Alejandro Magno, o un huevo frito o alguna otra cosa extraordinaria. Sin embargo, Jesús no fue ningún megalómano arrogante y prepotente. Su primera reivindicación, la que tiene que ver con su procedencia de Dios, con el hecho de ser el Hijo de Dios, se equilibra con la siguiente: «Soy apacible y humilde de corazón» [p141] (Mateo 11:29), y los evangelios están llenos de ejemplos que demuestran que esta segunda reivindicación es cierta. Alejandro Magno llegó a hacerse proclamar hijo del dios egipcio Amón; y también llegó a proponer, por motivos políticos, que sus súbditos griegos y orientales le rindiesen culto como si fuese un dios. Pero Alejandro nunca habría dicho: «soy apacible y humilde de corazón». Es la combinación de una reivindicación de divinidad por parte de Cristo y, por otro lado, su apacibilidad y humildad lo que hace que aquella primera sea creíble y convincente: tiene supremo poder; sin embargo, es supremamente humilde. Es Dios, mas no es ningún tirano.

Las dos descripciones

1. La enseñanza ética de Cristo es un yugo

Jesucristo no oculta el hecho de que su enseñanza ética es un yugo que sus discípulos deben aceptar y una carga que deben llevar.

El significado del término «yugo». En el mundo antiguo, un yugo era un instrumento hecho de madera tallada que el agricultor colocaba sobre el cuello de sus bueyes a fin de poder dirigirlos y controlarlos mientras araban los campos, segaban el trigo o llevaban un carro. Los reyes antiguos, por tanto, definían su gobierno como «yugo», puesto que por medio de él controlaban y dirigían al pueblo. Y muchos moralistas y maestros de diversas religiones han echado mano de la misma metáfora para describir sus enseñanzas.

Hay una historia vívida en el Antiguo Testamento (1 Reyes 12), que ilustra el significado de la palabra «yugo». El pueblo pide al rey que alivie su «yugo». En lugar de ello, [p142] lo que hizo fue endurecerlo; y hubo una revuelta. Lee la historia y explícala con detalle a los estudiantes o al grupo. Ver también Hechos 15:10, donde la falsa doctrina religiosa se describe como un yugo insoportable.

La enseñanza de Cristo, entonces, es un yugo. Es el Hijo de Dios, enviado por Dios como el Rey verdadero de la humanidad, a fin de gobernarnos y sujetarnos al gobierno de Dios. Esta es la autoridad a partir de la cual puede pronunciarse sobre lo que está bien y lo que está mal; y fue por esto por lo cual comenzó su ministerio público proclamando: «Arrepiéntanse, porque el reino de los cielos está cerca» (Mateo 4:17). Al someternos a su ética, no nos sometemos simplemente a unos cuantos principios morales abstractos, sino a una persona a quien debemos nuestra lealtad personal.

2. La ética de Cristo es un yugo fácil

Un buen agricultor se aseguraría de que los yugos que colocaba sobre los bueyes fuesen cómodos de llevar y de que no les hiciese daño. Así los bueyes podían trabajar con mayor facilidad. Si alguien quiere llegar a ser buen tenista, debe someterse a su entrenador. Obedecer las instrucciones del entrenador puede parecer duro al principio, pero es mejor que darle a la pelota sin control, y al final hará que juegue con mayor facilidad y mayor eficacia, y que disfrute más del juego. Siempre resulta más fácil llevar un coche de acuerdo a las instrucciones del fabricante. Cristo conoce nuestro cuerpo, nuestra mente, nuestros sentimientos y nuestros deseos; sabe cuál es la mejor manera de tratarlos y cómo funcionan mejor. ¡Él los hizo! Su yugo está hecho para que nos vaya bien y para que con él la vida sea más fácil. [p143]

Las dos invitaciones

La primera invitación y promesa va dirigida a las personas trabajadas y cargadas. Esto es un problema continuo para muchos. Incluso los jóvenes pueden estar trabajados y cargados. En muchas de las grandes ciudades del mundo, crece el número de los jóvenes que se suicidan. ¿Por qué? Aquí van unas cuantas sugerencias:

  1. El aparente sinsentido de la vida.
  2. La dificultad para encontrar empleo y el consecuente sentimiento de ser inútil y no deseado.
  3. El aburrimiento, los problemas de salud y las preocupaciones que surgen del alcohol, de las drogas y de un estilo de vida frenético.
  4. Las heridas psicológicas y los sentimientos de culpa que acarrea la inmoralidad.
  5. La inseguridad causada por el conflicto doméstico, el divorcio de los padres, las familias sin padre o sin madre.
  6. La incapacidad de vivir de acuerdo a los ideales que uno tiene, y el consiguiente disgusto con uno mismo.

A los que vengan a él, Cristo les da descanso inmediato, porque da:

  1. El perdón inmediato y la liberación de la culpa: ver, p. ej. Lucas 5:20.
  2. Una consciencia de que la vida tiene sentido: ver, p. ej. 1 Tesalonicenses 1:9–10, «para servir al Dios vivo y verdadero».
  3. La consciencia inmediata de ser amado y valorado por Dios y, por tanto, de tener un significado infinito [p144] y permanente: ver, p. ej. Mateo 12:12; Romanos 5:5–11.
  4. La seguridad de contar con el cuidado de Dios en los asuntos cotidianos de la vida y el alivio de la ansiedad: ver, p. ej. Mateo 6:25–32.

La segunda invitación y promesa consiste en entrar en la escuela de Cristo y ser enseñado y dirigido por él en cuanto a nuestra manera de vivir. Su enseñanza implicará un listón de comportamiento muy distinto al que prevalece en el mundo y, por tanto, podría ser objeto de la hostilidad y oposición del mundo. Sin embargo, aquí también Cristo promete «descanso para nuestras almas», puesto que él es capaz de efectuar dentro de nosotros una «regeneración» mediante la cual nos convertimos en hijos de Dios y recibimos nuevos recursos con los cuales podremos obedecer sus instrucciones y vivir conforme al listón que él impone: ver, p. ej. 1 Juan 5:3–4.

Notas

  1. Ver especialmente el diálogo de Platón de Sócrates con Critón.

17: El primer y más grande mandamiento

El primer y más grande mandamiento

Alguien preguntó a Jesús una vez cuál era el más grande de los mandamientos—el principio esencial del que derivan todos los demás. Él respondió: «Ama al Señor tu Dios con todo tu corazón, con todo tu ser y con toda tu mente. . .Este es el primero y el más importante de los mandamientos» (Mateo 22:37–38).

Veremos enseguida lo que, según Cristo, debe constituir la motivación fundamental detrás de toda verdadera moralidad: el amor. No el deseo de la felicidad ni del éxito, sino el amor. Y no el amor a uno mismo, ni en primer lugar el amor al prójimo ni a la comunidad —aunque, como veremos más adelante en un próximo estudio, esto ocupa el segundo lugar—, sino el amor a Dios, el Creador. El mundo es su mundo. Él lo hizo para que le complaciese a él y para que obedeciese sus designios a todos los niveles. Es del todo racional que nuestro principal deber sea vivir de acuerdo a la voluntad del Creador y, [p146] con agradecimiento por nuestra propia existencia, amarlo. En este contexto el amor a Dios no se refiere a ningún sentimiento religioso: «En esto consiste el amor a Dios», explica la Biblia (1 Juan 5:3) «en que obedezcamos sus mandamientos». Lo debemos hacer con todo nuestro corazón, con toda nuestra alma, con toda nuestra mente y con todas nuestras fuerzas.

El mayor mal de la humanidad

Mas aquí también nos encontramos con el diagnóstico que Cristo hace del problema fundamental que tenemos los seres humanos como individuos y como colectivo. ¿Cómo podemos vivir como deberíamos, si ni siquiera amamos a nuestro Hacedor ni vivimos de acuerdo a sus designios? ¿Cómo podemos valorar y tratar adecuadamente a los hombres y a las mujeres que nos rodean si negamos, o despreciamos y olvidamos, a su Hacedor? Y ¿cómo podría la vida ser más que una esclavitud sin sentido si sirviéramos a Dios solo por obligación, por considerarlo nuestro deber, y no por amor sincero y entregado?

Al quebrantar el primero y más grande de los mandamientos —y todos lo hemos hecho—, somos culpables del peor pecado: no amar a Dios. Aquí afrontamos un problema fundamental. No podemos obligarnos a nosotros mismos a amar a Dios. ¿Qué es lo que puede crear este amor a Dios dentro de nosotros? La próxima parábola nos ayudará a comprenderlo. [p147]

La parábola del hijo pródigo

«Un hombre tenía dos hijos —continuó Jesús—. El menor de ellos le dijo a su padre: “Papá, dame lo que me toca de la herencia”. Así que el padre repartió sus bienes entre los dos. Poco después el hijo menor juntó todo lo que tenía y se fue a un país lejano; allí vivió desenfrenadamente y derrochó su herencia. «Cuando ya lo había gastado todo, sobrevino una gran escasez en la región, y él comenzó a pasar necesidad. Así que fue y consiguió empleo con un ciudadano de aquel país, quien lo mandó a sus campos a cuidar cerdos. Tanta hambre tenía que hubiera querido llenarse el estómago con la comida que daban a los cerdos, pero aun así nadie le daba nada. Por fin recapacitó y se dijo: “¡Cuántos jornaleros de mi padre tienen comida de sobra, y yo aquí me muero de hambre! Tengo que volver a mi padre y decirle: Papá, he pecado contra el cielo y contra ti. Ya no merezco que se me llame tu hijo; trátame como si fuera uno de tus jornaleros”. Así que emprendió el viaje y se fue a su padre. «Todavía estaba lejos cuando su padre lo vio y se compadeció de él; salió corriendo a su encuentro, lo abrazó y lo besó. El joven le dijo: “Papá, he pecado contra el cielo y contra ti. Ya no merezco que se me llame tu hijo”. Pero el padre ordenó a sus siervos: “¡Pronto! Traigan la mejor ropa para vestirlo. Pónganle también un anillo en el dedo y sandalias en los pies. Traigan el [p148] ternero más gordo y mátenlo para celebrar un banquete. Porque este hijo mío estaba muerto, pero ahora ha vuelto a la vida; se había perdido, pero ya lo hemos encontrado”. Así que empezaron a hacer fiesta. «Mientras tanto, el hijo mayor estaba en el campo. Al volver, cuando se acercó a la casa, oyó la música del baile. Entonces llamó a uno de los siervos y le preguntó qué pasaba. “Ha llegado tu hermano —le respondió—, y tu papá ha matado el ternero más gordo porque ha recobrado a su hijo sano y salvo”. Indignado, el hermano mayor se negó a entrar. Así que su padre salió a suplicarle que lo hiciera. Pero él le contestó: “¡Fíjate cuántos años te he servido sin desobedecer jamás tus órdenes, y ni un cabrito me has dado para celebrar una fiesta con mis amigos! ¡Pero ahora llega ese hijo tuyo, que ha despilfarrado tu fortuna con prostitutas, y tú mandas matar en su honor el ternero más gordo!” «“Hijo mío —le dijo su padre—, tú siempre estás conmigo, y todo lo que tengo es tuyo. Pero teníamos que hacer fiesta y alegrarnos, porque este hermano tuyo estaba muerto, pero ahora ha vuelto a la vida; se había perdido, pero ya lo hemos encontrado”». (Lucas 15:11–32)

Hora de brillar

Haz que tu grupo dramatice la parábola.

Esta es probablemente la más famosa de las parábolas de Jesús—un clásico de la literatura del mundo. El Dr. Kenneth Bailey, que vivió durante varios años entre los palestinos y los beduinos, señala que ellos han conservado muchos de los valores que tenían sus antepasados [p149] en tiempos de Cristo.1 Sus reacciones cuando el Dr. Bailey les explicó esta parábola nos ayudan a profundizar en su significado.

El escandaloso comportamiento del hijo

La manera en la que trató a su padre. El principal delito por parte del hijo no fue el hecho de que «vivió desenfrenadamente y derrochó su herencia» (Lucas 15:13), ni que «ha despilfarrado —la fortuna del padre— con prostitutas» (Lucas 15:30). Esto ya era bastante lamentable. Pero mucho peor todavía fue lo que le hizo a su padre. En la antigua Palestina, el padre normalmente hacía un testamento en el cual se especificaba con detalle todo lo que cada hijo debía recibir cuando él muriese. Que un hijo exigiese su herencia antes de la muerte de su padre se habría considerado un escándalo en aquella sociedad. Era como si el hijo dijera al padre: «¡Padre, ojalá estuvieses muerto! ¡Me estás impidiendo disfrutar de la vida! ¡Muérete rápido y quítate de en medio! ¡O róbate a ti mismo y dame ya mi parte de la herencia!». En una sociedad donde las relaciones familiares son sagradas, una actitud así habría sido impensable; se habría considerado imperdonable.

La aplicación de la parábola es obvia. Muchas personas tienen la misma actitud hacia Dios que tuvo el hijo pródigo hacia su padre. Aun cuando no nieguen la existencia del Creador, no quieren tener nada que ver con él. La idea de un Creador y de sus leyes interfiere con su disfrute de la vida y limita su libertad. Quieren [p150] vivir en completa independencia de Dios. Por supuesto que no lo aman con todo su corazón, con toda su mente y con todas sus fuerzas. Sin embargo, piensan seguir disfrutando de todas las cosas buenas que el Creador ha hecho.

La venta por parte del hijo pródigo del patrimonio de la comunidad. Puesto que en las sociedades preindustrializadas la tierra y el ganado constituían la base del patrimonio familiar, se hacía todo lo posible para que la tierra se mantuviese en manos de la familia. Sin embargo, este hijo no solo exigió hacerse con su parte de la tierra antes de la muerte de su padre sino que, al recibirla, la vendió y desperdició lo que sacó de la venta en un país lejano. El problema es que, al ponerlo a la venta, ningún otro miembro de la familia se habría atrevido a comprarlo, pues habría supuesto hacerse con unas tierras pertenecientes al padre del hijo pródigo mientras aquel aún vivía. El pródigo, por tanto, debió haber vendido la tierra a personas ajenas a la familia, reduciendo así de modo permanente el patrimonio de la misma. Los habitantes de este pueblo se habrían escandalizado no solo cuando el hijo pródigo partiese, sino también cuando volviese y descubriesen que había desperdiciado el último céntimo del dinero en una manera de vivir desenfrenada. La pérdida fue irrecuperable.

Aquí también es obvia la aplicación. Cuando una persona rechaza o da la espalda a Dios y vive simplemente para gratificarse, no solo se perjudica a sí misma sino que reduce el patrimonio moral y espiritual de la comunidad. Su comportamiento también podría perjudicar económicamente a la comunidad a causa del alcoholismo, del absentismo, de la pereza, de las prácticas fraudulentas y [p151] de la corrupción. Y ¿cuánto más si resulta que una nación entera se comporta de manera igual?

La respuesta del padre a las demandas del hijo

Cuando Cristo describió cómo el hijo pródigo destrozó a su padre con esta petición indignante, sus oyentes habrían esperado que dijese que el padre se enfureció y desheredó a su hijo o incluso que lo hizo ejecutar. Semejante reacción se habría considerado perfectamente justificable. Contrariamente a lo que se esperaba, este padre accedió a la petición de su hijo y lo dejó marchar. Otra vez más, la implicación resulta clara. Dios no es ningún tirano. Ha dado libre albedrío a los seres humanos y lo respeta. Cuando una persona rechaza, ignora, desprecia, insulta o niega a Dios, no la fulmina enseguida, ni le quita las cosas buenas que le había dado. Sin embargo, poco a poco, la confronta con la pobreza espiritual y la miseria moral que resultan cuando una criatura rechaza o da la espalda a su Creador.

El comienzo del proceso de arrepentimiento por parte del hijo

Al principio el pródigo pensó que haberse deshecho de la presencia y control de su padre había merecido la pena. Se lo pasó en grande; o así le parecía. Pero finalmente tuvo que encarar la realidad. Fue reducido a la miseria, al hambre, a la degradación y a la soledad. Nadie le quería. Esto desencadenó el proceso de arrepentimiento en su interior. Optó por volver a casa de su padre y confesar su necedad. [p152] También se dispuso a plantear una proposición a su padre: «Ya no merezco que se me llame tu hijo; trátame como si fuera uno de tus jornaleros» (Lucas 15:19).

A nuestros oídos esta proposición podría sonar a auténtico arrepentimiento y a deseo de reconciliarse con su padre. Sin embargo, no se trata de una propuesta afortunada. En una granja antigua había tres clases de trabajadores. En primer lugar, estaban los hijos del amo. Estos no trabajaban a cambio de un sueldo. Siendo miembros de la familia que habían de heredar la granja una vez que muriese el padre, trabajaban por amor a su padre y a la familia y para sacar adelante el negocio familiar.

Luego estaban los siervos, que trabajaban para su mantenimiento, y por un sueldo mínimo, pero sin tener ninguna independencia. Vivían en la granja. Pero también estaban los obreros independientes, los cuales vivían en el pueblo y ofrecían sus servicios bajo contrato. El pródigo, tras su retorno, quería ser uno de estos. No estaba dispuesto a vivir y trabajar simplemente por amor a su padre y a su familia. Habiendo perdido neciamente su parte de la herencia por su vida desenfrenada, ahora se proponía seguir siendo independiente de su padre y ofrecerle sus servicios por dinero.

Una propuesta así jamás podría satisfacer a su padre. No remediaría en absoluto el enajenamiento. El pródigo tenía que abandonar su absurda independencia. Tenía que aceptar a su padre como padre, y vivir y trabajar para él por amor a él y al resto de la familia.

Mucha gente sigue cayendo en el mismo error. Han comprobado a través de amargas experiencias la miseria moral y espiritual que resulta de vivir sin Dios; y pretenden [p153] cambiar de estilo de vida y buscar complacer y servir a Dios. Pero, al igual que los fariseos antiguos, su actitud hacia Dios sigue siendo errónea. Tal vez sin darse cuenta, siguen aferrados a su independencia de Dios; y se proponen, por su buena conducta, por sus obras y sus prácticas religiosas bien ordenadas, ganarse la aprobación de Dios, con la esperanza de que al final les recompense con la salvación. Esto es falso. Como criaturas de Dios, jamás podremos ser independientes de él. Todo lo que merece la pena tener procede de él y le pertenece. No podemos usar lo que es suyo para comprar nada suyo—mucho menos la salvación. El único modo satisfactorio de vivir para Dios es amarlo con todo nuestro corazón, toda nuestra mente y todas nuestras fuerzas, y servirle libremente por amor.

Pero, ¿hay algo que pueda efectuar este cambio en nuestro corazón?

La autohumillación del padre

En la vida normal, si un hijo pródigo volvía, todos los habitantes del pueblo acudían a su encuentro, ridiculizando sus harapos y su suciedad, maldiciéndole por el daño y por la vergüenza que había causado a la comunidad y disponiéndose para apedrearlo si su padre lo ordenaba. Pero en este caso el padre hizo algo extraordinario: salió corriendo a su encuentro, lo perdonó y lo recibió cálida y gozosamente.

En el mundo antiguo, ningún hombre importante correría nunca por ningún motivo. Correr era considerado algo inferior a su dignidad. Incluso el filósofo griego Aristóteles pensaba así. Para el padre del hijo pródigo, [p154] ponerse a correr era humillarse a sí mismo. Salir corriendo al encuentro de su hijo en lugar de quedarse en casa con toda dignidad e impasividad hasta que fuese el propio hijo quien llegase humillado a la puerta y tuviese que esperar la decisión del padre fue un comportamiento sorprendente. Sin embargo, mostró al pródigo cómo era el verdadero carácter de su padre; poniendo de manifiesto rasgos de los que nunca se había dado cuenta. El perdón, la aceptación y la restauración que recibió el pródigo, el ser aceptado en la familia como hijo, lo movió a amar a su padre con todo su corazón y a ofrecerle libremente su servicio.

Por supuesto, esta parte de la parábola tenía como finalidad señalar lo que Dios ha hecho por nosotros, pecadores, mediante Cristo. En el mundo antiguo, la crucifixión era considerada la muerte más vergonzosa y humillante que había, razón por la cual el mensaje cristiano de la cruz parecía vulgar y necio a los filosóficos griegos y escandaloso a los religiosos judíos. No obstante, para millones de personas ha demostrado ser el poder de Dios para la salvación. Porque no solo ha hecho posibles el perdón y la reconciliación con Dios, sino que el acto de autohumillación por parte de Dios al permitir que sus propias criaturas crucificasen a su Hijo para que, mediante este mismo sufrimiento, pudiese lograr su salvación y derramar su amor sobre ellas, ha creado dentro del corazón de todos los que se arrepienten un amor genuino hacia Dios, que es el único motivo satisfactorio y adecuado para el servicio a Dios y la ética cristiana.

El apóstol cristiano Juan lo resume con dos frases muy cortas: «Nosotros amamos —a Dios— porque él nos [p155] amó primero . . . En esto consiste el amor a Dios: en que obedezcamos sus mandamientos» (1 Juan 4:19; 5:3).

El amor y la obediencia

  1. Comentar la siguiente afirmación: «La base de toda moralidad verdadera es el amor a Dios expresado en la obediencia a sus mandamientos».
  2. Comentar la actitud del pródigo hacia su padre. ¿En qué vemos lo mismo en la actitud de la gente de nuestros días hacia Dios?
  3. ¿Cómo nos ayuda esta parábola a comprender la manera en que el amor a Dios puede nacer en nuestro corazón y en nuestra vida?

Notas

  1. Poeta y Campesino..

18: El segundo mandamiento

Según la enseñanza de Jesucristo, el segundo mandamiento es: «Ama a tu prójimo como a ti mismo» (Mateo 22:39). No se trata de un mandamiento que inventase en aquel momento: es una cita del Antiguo Testamento (Levítico 19:18). Lo razonable de este mandamiento es indiscutible. Si todos siempre actuásemos así, el mundo pronto se libraría de mucho, por no decir de la mayoría, de su dolor y sufrimiento. Pero no siempre actuamos así. ¿Por qué?

Para el aula

Haz que tus estudiantes sugieran razones por las que las personas no siempre aman a su prójimo como a sí mismas.

Uno de los oyentes de Jesús era experto en el Antiguo Testamento, pero a él le costaba tanto como a las demás personas obedecer este mandamiento. Así que intentó justificarse sugiriendo que había un problema con el texto que hacía que fuese casi imposible ponerlo en práctica. «¿Y quién es mi prójimo?» dijo. Lo que quería decir era lo siguiente: [p158] ¿qué alcance tiene la palabra «prójimo»?, ¿solo abarca a los que están más cerca—mi esposa, mis hijos y otros familiares? ¿O abarca a mi vecino, o a todos los que viven en el mismo edificio? ¿O se refiere a los habitantes de mi pueblo, de mi país, del mundo? ¿Dónde hay que trazar la raya? Evidentemente, si amo a mi familia como a mí mismo, y ellos tienen hambre, compartiré mi comida con ellos a partes iguales. Pero si intento compartir mi comida con todos los hambrientos de la ciudad no habrá suficiente para que viva nadie. ¿Quién exactamente es mi prójimo entonces? El término «prójimo» es poco preciso, decía y, por lo tanto, el mandamiento es poco realista e impracticable. Esta entonces es la excusa que puso el experto en el Antiguo Testamento para no cumplir el segundo mandamiento (Lucas 10:25–29).

Inventando excusas

¿Era válida la excusa del experto?

Si no, ¿cómo responderías tú a su pregunta?

Por supuesto, no tendría sentido intentar compartir nuestra poca comida con todos los hambrientos del mundo. Sin embargo, hay suficiente comida en el mundo para alimentar a todos. Si todos los gobiernos, todos los empresarios, todos los seres humanos en todos los lugares amasen a su prójimo y buscasen compartir sus bienes igualmente, no moriría nadie de hambre. Sin embargo, el mundo en general no cumple el segundo mandamiento. ¿Acaso es este un buen motivo para no hacer lo que nosotros podamos para ponerlo en práctica? [p159]

La parábola del buen samaritano

En esto se presentó un experto en la ley y, para poner a prueba a Jesús, le hizo esta pregunta: «Maestro, ¿qué tengo que hacer para heredar la vida eterna?» Jesús replicó: «¿Qué está escrito en la ley? ¿Cómo la interpretas tú?» Como respuesta el hombre citó: “Ama al Señor tu Dios con todo tu corazón, con todo tu ser, con todas tus fuerzas y con toda tu mente”, y: “Ama a tu prójimo como a ti mismo”». «Bien contestado» —le dijo Jesús—. «Haz eso y vivirás». Pero él quería justificarse, así que le preguntó a Jesús: «¿Y quién es mi prójimo?» Jesús respondió: «Bajaba un hombre de Jerusalén a Jericó, y cayó en manos de unos ladrones. Le quitaron la ropa, lo golpearon y se fueron, dejándolo medio muerto. Resulta que viajaba por el mismo camino un sacerdote quien, al verlo, se desvió y siguió de largo. Así también llegó a aquel lugar un levita y, al verlo, se desvió y siguió de largo. Pero un samaritano que iba de viaje llegó adonde estaba [p160] el hombre y, viéndolo, se compadeció de él. Se acercó, le curó las heridas con vino y aceite, y se las vendó. Luego lo montó sobre su propia cabalgadura, lo llevó a un alojamiento y lo cuidó. Al día siguiente, sacó dos monedas de plata y se las dio al dueño del alojamiento. “Cuídemelo —le dijo—, y lo que gaste usted de más, se lo pagaré cuando yo vuelva”. ¿Cuál de estos tres piensas que demostró ser el prójimo del que cayó en manos de los ladrones?» «El que se compadeció de él» —contestó el experto en la ley. «Anda entonces y haz tú lo mismo» —concluyó Jesús. (Lucas 10:25–37)

Para el aula

Esta es una de las parábolas más célebres de Jesús. En primer lugar, sugiere que los alumnos la lean simplemente como si fuese una narración—o bien, explícasela con detalle, resaltando lo verosímil y lo vívido del escenario. El camino que conducía de Jerusalén hasta Jericó bajaba serpenteando entre acantilados altos y rocosos donde los bandidos se podían esconder con facilidad y poner emboscadas a viajeros solitarios. Los atracos eran frecuentes en aquel entonces, igual que hoy día. Puedes hacer que la clase dramatice también esta parábola.

La primera gran lección de la parábola

Esta parábola contiene varias lecciones. En primer lugar, cabe tratar la última y principal de ellas (Lucas 10:36–37). La excusa ofrecida por el experto para no amar a su prójimo como a sí mismo era una dificultad teórica: no sabía exactamente a qué persona o personas se refería el mandamiento con el término «prójimo», al decir el mandamiento «Ama a tu prójimo como a ti mismo». Por tanto, planteó la pregunta: «¿Quién es mi prójimo?» Pero desde un punto de vista práctico, su pregunta teórica resulta irrelevante e incluso más bien un poco absurda. El no saber exactamente a cuántas personas del mundo pudiéramos tener que tratar a lo largo de la vida como nuestro prójimo no impide que nos comportemos como prójimo de alguien que en este mismo momento esté tirado delante nuestro, desesperadamente necesitado. Por tanto, cuando nuestro Señor llega a la aplicación de la lección de la parábola, no contesta la pregunta teórica. Más [p161] bien le hace al experto otra pregunta diferente, mucho más práctica: «¿Cuál de estos tres —el sacerdote, el levita o el samaritano— piensas que demostró ser el prójimo, —es decir, actuó como prójimo— del hombre que cayó en manos de los ladrones?» ¡Esta pregunta no presentaba ninguna dificultad! Incluso el experto tuvo que reconocer que fue el samaritano quien se había comportado como prójimo y quien había tenido compasión del hombre necesitado. «Anda entonces y haz tú lo mismo», dijo Cristo.

La primera lección, entonces, resulta muy clara: nuestro deber es actuar de manera compasiva, entregada y práctica con las personas con las que nos encontramos en la vida diaria que tengan cualquier clase de necesidad, siempre que nos sea posible ayudarlas. Por supuesto, debemos tener en cuenta la enorme necesidad que hay en nuestro mundo, pero nuestra incapacidad personal de contribuir notablemente a la solución de este problema no nos debe paralizar ni incapacitar para responder a las necesidades con las que realmente nos encontramos en el día a día. Y evidentemente no debe servir de excusa para no actuar como prójimo compasivo con el mayor número de personas posible.

Esta lección se puede reforzar así: otra manera de expresar el mandamiento «Ama a tu prójimo como a ti mismo» es la siguiente, que dijo Jesús en otra ocasión: «Así que en todo traten ustedes a los demás tal y como quieren que ellos los traten a ustedes» (Mateo 7:12). Si te atracasen a ti, como le hicieron al hombre de la parábola, y estuvieses allí tirado al lado del camino, medio muerto, ¿no querrías que te ayudasen los transeúntes? ¿No te quejarías amargamente si todo el mundo pasara de largo? Entonces, trata a cualquier persona que tenga cualquier [p162] clase de necesidad de la misma manera que te gustaría que te tratasen si tuvieras tú aquella misma necesidad.

La segunda gran lección de la parábola

La segunda gran lección de la parábola es esta: si nuestra religión no nos mueve a amar a nuestro prójimo como a nosotros mismos, es una religión inadecuada, e incluso completamente falsa. Puesto que aquí se trata de una parábola, y no de un suceso real, Cristo tenía libertad para escoger a los personajes. El hecho de que escogiese a un sacerdote y a un levita como los que pasaron sin hacer nada por ayudar al hombre herido es muy significativo. Tanto el sacerdote como el levita eran funcionarios religiosos del templo de Dios en Jerusalén: tenían que haber sido los primeros en amar a su prójimo como a sí mismos. ¿Por qué no lo hicieron? En el supuesto de que se estuviesen dirigiendo a Jerusalén a fin de cumplir sus oficios en el templo, quizá hubieran tenido miedo a tocar a un hombre que se estaba muriendo, puesto que según sus reglamentos religiosos cualquier contacto con un cadáver los habría ensuciado, lo cual les habría impedido, temporalmente, participar de los servicios del templo (ver Números 19). Pero no se dirigían a Jerusalén. Ya habían cumplido sus oficios, y estaban regresando a sus casas desde Jerusalén (Lucas 10:31). No había, por tanto, ningún motivo válido para no ayudar al hombre herido. Tal vez razonaban que a ellos les correspondía amar a Dios y servirlo en el templo, y que podían dejar que otros se encargaran de «amar a su prójimo como a sí mismos». Si era así, estaban profundamente equivocados.

Es verdad que el primer mandamiento, como vimos [p163] en nuestro último capítulo, es que amemos a Dios con todo nuestro corazón, con toda nuestra mente, con toda nuestra alma y con todas nuestras fuerzas; y esta debe ser siempre nuestra primera prioridad. Pero no es suficiente por sí solo. En el Nuevo Testamento leemos:

Si alguien afirma: «Yo amo a Dios», pero odia a su hermano, es un mentiroso; pues el que no ama a su hermano, a quien ha visto, no puede amar a Dios, a quien no ha visto. (1 Juan 4:20)

Y también:

Si alguien que posee bienes materiales ve que su hermano está pasando necesidad, y no tiene compasión de él, ¿cómo se puede decir que el amor de Dios habita en él? (1 Juan 3:17).

La tercera gran lección de la parábola

«Amar a tu prójimo como a ti mismo» implica estar dispuestos a ser el prójimo bueno y compasivo no solo de nuestros amigos, de nuestros compatriotas y de las personas que nos caigan bien, sino también de las personas que no nos caigan bien, y hasta de nuestros enemigos. Esta es la conclusión que se desprende del hecho de que Cristo describiera como samaritano al hombre que ayudó a la víctima del atraco.1 [p164]

Ahora bien, en la parábola, cuando el samaritano vio al hombre herido al lado de la carretera, enseguida lo habría reconocido como judío. Además, es de suponer que supiera que si este judío no hubiera estado herido, lejos de permitir que un samaritano lo tocase, le habría insultado y escupido a la cara. Pero a pesar de todo, el samaritano se le acercó, realizó los primeros auxilios necesarios, le cedió su asiento en el asno y comenzó a caminar; lo llevó a una posada y de su propio bolsillo cubrió todos los gastos hasta que se repuso.

La lección no podría estar más clara. «Amar al prójimo» implica mucho más que amar a nuestra familia, nuestros amigos, nuestros compatriotas y nuestro grupo étnico o religioso. Debemos amar y servir a personas de todos los grupos étnicos, de todas las religiones, incluso a los que nos odian y que son nuestros enemigos. Jesús dijo: «Pero a ustedes que me escuchan les digo: Amen a sus enemigos, hagan bien a quienes los odian, bendigan a quienes los maldicen, oren por quienes los maltratan» (Lucas 6:27–28). Y, por supuesto, a ningún seguidor de Cristo se le permite perseguir a personas de otras religiones.

Un problema práctico

Ya hemos visto que, en la ética cristiana, el móvil principal detrás de nuestra obediencia al primer y segundo mandamientos es el amor. Pero es justamente aquí donde se encuentra nuestro problema fundamental. La razón por la que no nos comportamos adecuadamente ni con Dios ni con nuestro prójimo es que no los amamos; y lo que es más, por mucho que nos esforcemos, a menudo [p165] encontramos no solo difícil sino imposible amarlos. Sería inútil, por tanto, que Jesús se limitase a decirnos que debemos amar a Dios y a nuestro prójimo sin explicar dónde podemos encontrar el amor para amarlos. Sin el combustible del amor, la máquina de la ética cristiana no arrancará jamás. Pero Cristo comprendió este problema; y esta es una de las respuestas que nos ofrece.

La historia de la mujer que entró en la casa de Simón

Uno de los fariseos invitó a Jesús a comer, así que fue a la casa del fariseo y se sentó a la mesa. Ahora bien, vivía en aquel pueblo una mujer que tenía fama de pecadora. Cuando ella se enteró de que Jesús estaba comiendo en casa del fariseo, se presentó con un frasco de alabastro lleno de perfume. Llorando, se arrojó a los pies de Jesús, de manera que se los bañaba en lágrimas. Luego se los secó con los cabellos; también se los besaba y se los ungía con el perfume. Al ver esto, el fariseo que lo había invitado dijo para sí: «Si este hombre fuera profeta, sabría quién es la que lo está tocando, y qué clase de mujer es: una pecadora. Entonces Jesús le dijo a manera de respuesta: «Simón, tengo algo que decirte» «Dime, Maestro» respondió. «Dos hombres le debían dinero a cierto prestamista. Uno le debía quinientas monedas de plata, y el otro cincuenta. Como no tenían con qué pagarle, les perdonó la deuda a los dos. Ahora bien, ¿cuál de los dos lo amará más?» «Supongo que aquel a quien más le perdonó» —contestó Simón. «Has juzgado bien» —le dijo Jesús. Luego se volvió hacia la mujer y le dijo a [p166] Simón: «¿Ves a esta mujer? Cuando entré en tu casa, no me diste agua para los pies, pero ella me ha bañado los pies en lágrimas y me los ha secado con sus cabellos. Tú no me besaste, pero ella, desde que entré, no ha dejado de besarme los pies. Tú no me ungiste la cabeza con aceite, pero ella me ungió los pies con perfume. Por esto te digo: si ella ha amado mucho, es que sus muchos pecados le han sido perdonados. Pero a quien poco se le perdona, poco ama.» Entonces le dijo Jesús a ella: «Tus pecados quedan perdonados». Los otros invitados comenzaron a decir entre sí: «¿Quién es este, que hasta perdona pecados?» «Tu fe te ha salvado» —le dijo Jesús a la mujer—; «vete en paz.» (Lucas 7:36–50)

Un vívido contraste. Por un lado, vemos a una mujer que anteriormente había sido muy pecadora pero que ahora amaba profundamente a Jesús y lo demostraba con sus acciones. Por otro lado, vemos a un hombre exteriormente recto y muy religioso que trataba a Jesús de manera educada y lo había convidado a cenar a su casa, pero que no le tenía el más mínimo amor ni afecto y lo demostraba por su inacción.

La parábola de los dos deudores. Esta parábola establece el sencillo pero profundamente importante principio según el cual cuando uno acumula una deuda enorme con alguien, de modo que es incapaz de pagar, y su acreedor le perdona la deuda, el deudor amará a su acreedor. En otras palabras, el amor nace del perdón; y cuanto más grande la deuda, mayor será el amor cuando la deuda es perdonada.

La aplicación de la parábola. El pecado es como la deuda: todos hemos pecado. Además, somos incapaces de [p167] pagar la deuda. No hay buenas obras en el futuro que valgan para cancelar la deuda del pasado. Puesto que nuestro deber fundamental como seres humanos es amar a Dios con todo nuestro corazón, con toda nuestra mente y con todas nuestras fuerzas, jamás podremos ir más allá de nuestro deber a fin de suplir nuestras deficiencias en el pasado. Además, si debo diez mil millones de euros y no los puedo pagar, estoy en bancarrota. Si solo debo mil euros y no los puedo pagar, también estoy en bancarrota. Hayamos pecado poco o mucho, en ambos casos estamos en bancarrota.

Sin embargo, Cristo nos puede perdonar, y cuando lo hace también nos da la seguridad de que hemos sido perdonados, lo cual produce en nuestro corazón un amor espontáneo hacia Dios, hacia Cristo y hacia las personas: se trata de un amor que no existía anteriormente y de un amor que jamás podríamos haber generado por nuestra fuerza de voluntad.

Cristo explica el amor de la mujer. Había sido prostituta. Pero se convirtió gracias a su fe en Jesús. Y Jesús había perdonado todos sus pecados, asegurándole el perdón y la aceptación por parte de Dios. Como resultado, brotó en ella un amor a Jesús que no pudo por menos que expresar.

Cristo hace un diagnóstico de la falta de amor por parte de Simón. A diferencia de la mujer, Simón era muy religioso y, al menos exteriormente, moralmente recto. Pero no tenía amor alguno a Jesús, ni comprendía en absoluto la demostración de amor a Jesús que hizo la mujer. ¿Por qué? Porque, aparentemente, jamás había tenido ninguna experiencia de conversión, ni se había dado cuenta de la medida de su propio pecado. De hecho, nunca había acudido a [p168] Jesús en busca de perdón, ni tenía en su corazón ninguna seguridad de haber sido perdonado. Su religión bien podía ser formalmente muy correcta, y su moralidad respetable exteriormente, pero carecía de la capacidad de amar a Dios con todo su corazón y a su prójimo como a sí mismo.

Una última lección

Pedro se acercó a Jesús y le preguntó: «Señor, ¿cuántas veces tengo que perdonar a mi hermano que peca contra mí? ¿Hasta siete veces?» «No te digo que hasta siete veces, sino hasta setenta y siete veces» —le contestó Jesús. «Por eso el reino de los cielos se parece a un rey que quiso ajustar cuentas con sus siervos. Al comenzar a hacerlo, se le presentó uno que le debía miles y miles de monedas de oro. Como él no tenía con qué pagar, el señor mandó que lo vendieran a él, a su esposa y a sus hijos, y todo lo que tenía, para así saldar la deuda. El siervo se postró delante de él. “Tenga paciencia conmigo” —le rogó—, “y se lo pagaré todo”. El señor se compadeció de su siervo, le perdonó la deuda y lo dejó en libertad. Al salir, aquel siervo se encontró con uno de sus compañeros que le debía cien monedas de plata. Lo agarró por el cuello y comenzó a estrangularlo. “¡Págame lo que me debes!”, le exigió. Su compañero se postró delante de él. “Ten paciencia conmigo” —le rogó—, “y te lo pagaré”. Pero él se negó. Más bien fue y lo hizo meter en la cárcel hasta que pagara la deuda. Cuando los demás siervos vieron lo [p169] ocurrido, se entristecieron mucho y fueron a contarle a su señor todo lo que había sucedido. Entonces el señor mandó llamar al siervo. “¡Siervo malvado!” —le increpó—. “Te perdoné toda aquella deuda porque me lo suplicaste. ¿No debías tú también haberte compadecido de tu compañero, así como yo me compadecí de ti?” Y, enojado, su señor lo entregó a los carceleros para que lo torturaran hasta que pagara todo lo que debía. Así también mi Padre celestial los tratará a ustedes, a menos que cada uno perdone de corazón a su hermano». (Mateo 18:21–35)

Esta es otra parábola en la cual se compara el pecado con la deuda. Nos ofrece otro ejemplo de la capacidad de Jesús de evocar, con un mínimo de palabras, una escena intensamente vívida. Su relevancia para el presente estudio es evidente. Nos dice que alguien que afirme haber sido perdonado por Cristo, pero que no esté dispuesto a perdonar a quien lo haya ofendido, aun cuando esta persona se arrepienta, no puede considerarse cristiano. Es un embustero.

Notas

  1. Los samaritanos tenían al menos una parte de la misma Biblia que tenían los judíos, pero sus lugares de culto no eran los mismos que los de los judíos. Los judíos, por tanto, odiaban a los samaritanos, y en ocasiones los perseguían; y los samaritanos a menudo devolvían las hostilidades que recibían. Ver Lucas 9:51–56; Juan 4.

19: La actitud cristiana hacia el trabajo

En este capítulo estudiaremos nuestro trabajo diario. Algunas personas disfrutan tanto de su trabajo que tienen muy poco interés en cualquier otra cosa. A otras personas, en cambio, les resulta tan duro y tedioso que preferirían no tener que trabajar. Y otros sufren el infortunio del paro y desean poder hacer cualquier clase de trabajo, por duro que sea. ¿Por qué hay que trabajar? ¿Hay otras recompensas y beneficios del trabajo aparte de la comida, la ropa y el dinero? Por básica que parezca esta pregunta, nos pueden sorprender las respuestas que ofrecen las personas, si han pensado en ella.

Jesús tenía mucho que decir acerca de nuestro trabajo diario, pero la esencia de su enseñanza al respecto se puede resumir así: es de suma importancia, en primer lugar, dejar que el trabajo que realizamos se rija por los principios morales y espirituales del reino de Dios y, en segundo lugar, recordar que nuestro trabajo conlleva un significado eterno para bien o para mal. De modo que Jesús: [p172]

  1. Nos provee alicientes fuertes y verdaderos para el trabajo.
  2. Nos enseña cómo sacar el máximo beneficio de nuestro trabajo.
  3. Nos advierte contra el peligro de que nuestro trabajo nos prive de las riquezas más verdaderas, más nobles y más duraderas de la vida. [p173]

Para el aula

Comienza la lección haciendo a los alumnos unas cuantas preguntas que los ayuden a considerar las distinciones necesarias en relación con el trabajo.

¿Por qué hay que trabajar?

Respuesta probable: a fin de producir comida, o para ganar suficiente dinero para comprar comida, ropa y todas las demás cosas que necesitamos y que nos agradan.

Esta respuesta es correcta, hasta cierto punto, y la Biblia la da por válida (2 Tesalonicenses 3:7–12). El Creador nos creó con estómagos, de modo que tenemos hambre y necesitamos comer. El Creador ha provisto comida —aunque en muchas partes del mundo se distribuye mal—; pero al mismo tiempo ha ordenado las cosas de tal modo que hay que trabajar para obtener esta comida.

¿Hay otras recompensas y beneficios que da el trabajo aparte de la comida, la ropa y el dinero?

Algunas respuestas probables:

  1. El trabajo físico es bueno para el cuerpo. La falta de ejercicio debilita el corazón y los músculos.
  2. No tener nada que hacer es aburrido y poco saludable psicológicamente.
  3. El trabajo en sí puede resultar agradable. Es duro ser futbolista profesional o bailarina de ballet. Pero el trabajo en sí es agradable, aparte del dinero que aporta.
  4. Es psicológicamente beneficioso sentir que somos necesarios. El trabajo de una madre al cuidar a sus niños es duro; no obstante, le complace comprobar que sus hijos la necesitan, y está dispuesta a trabajar para ellos aunque no cobre nada por su trabajo.

La principal motivación y la principal recompensa del trabajo

La formación de un carácter recto

Según Cristo, una de las mayores recompensas que deberíamos buscar en nuestro trabajo, sea remunerado o no, es la formación del carácter. Esto es lo que dice:

Así que no se preocupen diciendo: “¿Qué comeremos?” o “¿Qué beberemos?” o “¿Con qué nos vestiremos?” Los paganos andan tras todas estas cosas, pero el Padre celestial sabe que ustedes las necesitan. Más bien, busquen primeramente el reino de Dios y su justicia, y todas estas cosas les serán añadidas. (Mateo 6:31–33)

Cristo no está diciendo aquí que esté mal trabajar a fin de ganarse la vida. Dios mismo sabe que tenemos necesidad de comida y de ropa, y el trabajo es la manera normal de cubrir estas necesidades. Pero estas cosas no son el principal beneficio que se obtiene del trabajo, ni tendrían que ser nuestra principal motivación al trabajar. Debemos buscar primeramente el reino de Dios, dice Cristo, y su justicia; es [p174] decir, nuestro primer objetivo debe ser que se lleve a cabo el gobierno real de Dios en todo lo que hagamos, a fin de que en la medida en que le obedezcamos con constancia, se vaya formando en nuestro interior un carácter recto e íntegro.

Supongamos que alguien quiere ser un futbolista de rango mundial. ¿Cómo lo podrá conseguir? Por supuesto, puede comenzar leyendo todos los libros de fútbol que encuentre y aprendiéndose todas las reglas. Sin embargo, no basta con esto. Si quiere ser futbolista, tiene que salir a jugar, y tiene que entrenar con regularidad. De este modo aprenderá a reaccionar con rapidez, a controlar los pases de balón y su temperamento, a ceñirse a las reglas y a jugar limpio, aun cuando el árbitro no esté mirando. Esto lo ayuda no solo a tener éxito jugando: también contribuye a su desarrollo como persona. Sirve para desarrollar sus habilidades, para formar su carácter como jugador limpio y como persona honesta. Por otro lado, si hace trampas al tocar con la mano el balón en un momento crítico, a lo mejor su equipo ganará, pero se habrá perjudicado como persona: se convertirá en una persona menos honesta, menos buena, como resultado. Su carácter, su calidad como ser humano habrá disminuido.

Y pasa lo mismo en la vida diaria. La Biblia nos dice que debemos ser valientes, honestos y amantes de la verdad, en vez de hacer trampas, decir mentiras, robar, ser inmorales, avariciosos, envidiosos, celosos, rencorosos y del mal carácter. Pero el hecho de leer estos mandamientos en la Biblia no será suficiente para que estas virtudes lleguen a formar parte de nuestro carácter. Para que esto ocurra, hará falta que practiquemos con constancia y perseverancia el buen comportamiento y la resistencia ante la tentación. Según [p175] las enseñanzas de Cristo, entonces, el principal beneficio que resulta del trabajo de cada día es que nos proporciona esta oportunidad de practicar la obediencia a las normas de Dios relativas al comportamiento, de modo que se forme en nosotros un carácter fuerte, sano y recto. Por otro lado, nos enfrentaremos con muchas tentaciones en el curso de nuestro trabajo diario. Si cedemos ante ellas y somos perezosos y poco confiables, o si hacemos trampas y decimos mentiras, o si somos avaros y egoístas, tal vez aparentaremos tener éxito, e incluso puede que ganemos mucho dinero y tengamos un estatus más alto; no obstante, nos perjudicaremos de manera seria, y quizás irreversible, a nosotros mismos y a nuestro carácter, y acabaremos sufriendo una pérdida incalculable.

¿Cuán graves y permanentes podrían llegar a ser los daños?

Cristo enseña que, aunque nuestro trabajo desaparezca y sea olvidado, el efecto que habrá tenido en nuestro carácter durará para siempre. Por tanto, cuando Cristo se encontró con gente que, a pesar de ser aparentemente religiosos, solo estaban motivados por la avaricia y no se preocupaban ni por Dios ni por el prójimo, les explicó la famosa pero trágica historia del rico y Lázaro (Lucas 16:19–31). Leer la parábola y comentar la razón por la que, según la historia, el hombre rico sufrió tantos tormentos después de la muerte.

«Había un hombre rico que se vestía lujosamente y daba espléndidos banquetes todos los días. A la puerta de su casa se tendía un mendigo llamado Lázaro, que [p176] estaba cubierto de llagas y que hubiera querido llenarse el estómago con lo que caía de la mesa del rico. Hasta los perros se acercaban y le lamían las llagas. Resulta que murió el mendigo, y los ángeles se lo llevaron para que estuviera al lado de Abraham. También murió el rico, y lo sepultaron. En el infierno, en medio de sus tormentos, el rico levantó los ojos y vio de lejos a Abraham, y a Lázaro junto a él. Así que alzó la voz y lo llamó: “Padre Abraham, ten compasión de mí y manda a Lázaro que moje la punta del dedo en agua y me refresque la lengua, porque estoy sufriendo mucho en este fuego”. Pero Abraham le contestó: “Hijo, recuerda que durante tu vida te fue muy bien, mientras que a Lázaro le fue muy mal; pero ahora a él le toca recibir consuelo aquí, y a ti, sufrir terriblemente. Además de eso, hay un gran abismo entre nosotros y ustedes, de modo que los que quieren pasar de aquí para allá no pueden, ni tampoco pueden los de allá para acá”. Él respondió: “Entonces te ruego, padre, que mandes a Lázaro a la casa de mi padre, para que advierta a mis cinco hermanos y no vengan ellos también a este lugar de tormento”. Pero Abraham le contestó: “Ya tienen a Moisés y a los profetas; ¡que les hagan caso a ellos!” “No les harán caso, padre Abraham” —replicó el rico—; “en cambio, si se les presentara uno de entre los muertos, entonces sí se arrepentirían”. Abraham le dijo: “Si no les hacen caso a Moisés y a los profetas, tampoco se convencerán aunque alguien se levante de entre los muertos”». (Lucas 16:19–31)

No fue por el hecho de ser rico durante su vida. Fue porque solo había vivido para ganar dinero para satisfacer [p177] sus propios caprichos egoístas. El segundo gran mandamiento de la ley de Dios decía, como vimos en el último capítulo, «Ama a tu prójimo como a ti mismo». Ahora bien, en el portal de la casa del hombre rico vivía un mendigo desamparado. Pero el rico no hizo el más mínimo gesto para ayudarlo. No es que el rico desconociese los mandamientos. Abraham le recordó que él y sus hermanos tenían a Moisés y a los profetas, es decir, las escrituras del Antiguo Testamento. Pero simplemente creía que no sería muy diferente si obedecía las escrituras o no, si buscaba primero el reino de Dios y su justicia o no. Descubrió, cuando ya fue demasiado tarde para cambiar su modo de vivir, que el carácter que formamos aquí en la tierra tiene un significado y una duración eternos.

Cómo sacar el máximo provecho del trabajo

Uno de entre la multitud le pidió: «Maestro, dile a mi hermano que comparta la herencia conmigo.» «Hombre» —replicó Jesús—, «¿quién me nombró a mí juez o árbitro entre ustedes? ¡Tengan cuidado!» —advirtió a la gente—. «Absténganse de toda avaricia; la vida de una persona no depende de la abundancia de sus bienes». Entonces les contó esta parábola: «El terreno de un hombre rico le produjo una buena cosecha. Así que se puso a pensar: “¿Qué voy a hacer? No tengo dónde almacenar mi cosecha”. Por fin dijo: “Ya sé lo que voy a hacer: derribaré mis graneros y construiré otros más grandes, donde pueda almacenar todo mi grano y mis bienes. Y diré: Alma mía, ya tienes [p178] bastantes cosas buenas guardadas para muchos años. Descansa, come, bebe y goza de la vida”. Pero Dios le dijo: “¡Necio! Esta misma noche te van a reclamar la vida. ¿Y quién se quedará con lo que has acumulado?” Así le sucede al que acumula riquezas para sí mismo, en vez de ser rico delante de Dios». (Lucas 12:13–21)

Esta parábola también trata sobre el beneficio que nos aporta el trabajo diario. Fíjate que no dice que esté mal que el agricultor trabaje duro y consiga grandes beneficios. Lo que se critica es lo que eligió hacer con los beneficios conseguidos. Tampoco se le critica por querer disfrutar de los beneficios; al contrario, el problema era que su actitud errónea frente a los beneficios le garantizó el mínimo, no el máximo, disfrute de ellos.

Su primer error:: almacenó el fruto de su trabajo en el «lugar» equivocado. Sus campos produjeron mucho más de lo que sus necesidades inmediatas le reclamaban. Por tanto, decidió construir graneros más grandes a fin de poder almacenar las cosechas aquí en la tierra: «Tienes bastantes cosas buenas guardadas para muchos años. Descansa, come, bebe y goza de la vida» (Lucas 12:19).

Pero se había olvidado de que la duración de nuestra vida aquí en la tierra es incierta. Simplemente daba por sentado que seguiría viviendo durante muchos años, mientras que en realidad murió de repente aquella misma noche. Y Dios le llamó necio, porque ahora resultaba evidente que había estado guardando sus bienes en el lugar equivocado. De pronto tuvo que abandonarlos allí donde ya no podría sacar ningún provecho de ellos. A partir de ahora serían de otra persona. [p179]

Pero tal vez alguien proteste: ¡no tenía ningún otro lugar en donde guardar sus bienes! La respuesta que ofrece la Biblia es que, si hubiese decidido usar sus bienes en beneficio de los demás y no solo para sí mismo, habría acumulado tesoro en el cielo (Mateo 6:19–21). La Biblia también dice lo siguiente:

A los ricos de este mundo, mándales que no sean arrogantes ni pongan su esperanza en las riquezas, que son tan inseguras, sino en Dios, que nos provee de todo en abundancia para que lo disfrutemos. Mándales que hagan el bien, que sean ricos en buenas obras, y generosos, dispuestos a compartir lo que tienen. De este modo atesorarán para sí un seguro caudal para el futuro y obtendrán la vida verdadera. (1 Timoteo 6:17–19)

Pero ¿cómo es posible que usar los beneficios en beneficio de los demás sirva para «atesorar un seguro caudal para el futuro —“el mundo venidero”, traducido literalmente—»? Echemos mano de una ilustración. Supongamos que alguien es nombrado director de una pequeña industria. Si emplea con sabiduría los beneficios de la empresa para sacarla adelante, mejorar el nivel de vida de los trabajadores y enriquecer a toda la comunidad, habrá desarrollado su propio potencial y sus propias habilidades como director, y su empleador posiblemente lo promoverá y lo nombrará director de una empresa mucho más grande. Incluso podría ser nombrado ministro de Industria del Estado. Pero supongamos que cede a la tentación y aprovecha los beneficios de la compañía para comprarse una casa lujosa y coches muy caros; perjudicará su propio carácter [p180] y se hará poco merecedor de cualquier clase de promoción. Incluso, podría ser procesado y acabar en la cárcel.

Asimismo, Cristo enseña que la actitud que uno tiene frente a la vida, el trabajo, los bienes y los beneficios aquí en esta vida lo hace digno—o indigno—de recibir mayores responsabilidades en la vida venidera.

El peligro de que el trabajo excluya a Dios de la vida

El segundo error del rico agricultor: olvidó que, para ser realmente rico, hay que serlo no solo en lo material, sino también en lo espiritual. Las riquezas materiales son de mínima importancia en comparación con las espirituales.

Una chica que valorase mucho un anillo de compromiso y no tuviera ningún interés en el hombre que se lo dio, vaciaría el propio anillo de todo su significado. El agricultor necio permitió que la prosperidad material desplazase fuera de su vida cualquier preocupación por Dios, cualquier interés en una relación vital con él y cualquier deseo de obedecerle. La prosperidad material lo llevó a la miseria espiritual en esta vida y murió sin estar preparado para encontrarse con Dios en la otra vida. «Así le sucede», dijo Cristo, «al que acumula riquezas para sí mismo, en vez de ser rico delante de Dios» (Lucas 12:21).

Si queremos ser ricos para con Dios debemos recordar que, por importante que sea el trabajo, solo hay una prioridad de suprema importancia en la vida: cultivar la amistad y la comunión con Dios. Él es nuestro Creador, y nos creó con la intención de que realicemos nuestro trabajo diario. Pero jamás fue su intención que fuésemos [p181] esclavos. Quiere que trabajemos para él por amor. Y a fin de poderlo amar, primero tenemos que ser reconciliados con él, recibir el Espíritu de Jesús, el Hijo de Dios, y así convertirnos en hijos de Dios libres (Romanos 8:14–17). Solo de este modo podremos poner en práctica los principios del reino de Dios en nuestro trabajo diario. Entonces, ¿cómo llegamos a conocer a Dios de esta manera? Jesús nos lo explica: él mismo es el camino al Padre (Juan 14:6).

Marta y María

¿Cuál es la relevancia del incidente descrito en Lucas 10:38–42 en relación con el tema de este capítulo?

Mientras iba de camino con sus discípulos, Jesús entró en una aldea, y una mujer llamada Marta lo recibió en su casa. Tenía ella una hermana llamada María que, sentada a los pies del Señor, escuchaba lo que él decía. Marta, por su parte, se sentía abrumada porque tenía mucho que hacer. Así que se acercó a él y le dijo: «Señor, ¿no te importa que mi hermana me haya dejado sirviendo sola? ¡Dile que me ayude!» «Marta, Marta» —le contestó Jesús—, «estás inquieta y preocupada por muchas cosas, pero solo una es necesaria. María ha escogido la mejor, y nadie se la quitará». (Lucas 10:38–42)

20: La vida venidera y su relevancia para la ética cristiana

Se desprende del capítulo 19 que Jesús enseñaba que uno de los principales marcos de referencia para la ética cristiana lo constituye no solo la convicción sincera de que existe una dimensión espiritual en la vida de este mundo, sino también la convicción específica en cuanto a la realidad de la vida venidera y de la existencia tanto del cielo como del infierno. Sin embargo, muchas personas que admiran y quisieran seguir la ética de Cristo encuentran muy difícil aceptar este marco de referencia. Pero si lo rechazamos, sacamos de la ética cristiana una parte importante de la motivación que subyace a ella; y un sistema ético sin motivación es un sistema ético prácticamente inútil. Aquí trataremos a fondo dos de las objeciones —entre otras muchas— que algunas personas plantean en contra de la idea del cielo—y del infierno. [p184]

Primera objeción. La idea del cielo no es más que escapismo. Hace que la gente soporte unas condiciones sociales y económicas indignas en la tierra, en lugar de luchar con vigor para mejorarlas, con la vana esperanza de ver compensado en el paraíso de la otra vida todo lo que hayan sufrido en esta. Por tanto, no hace sino desvirtuar la vida en la tierra y subvertir todo intento de mejorar las condiciones presentes.

Sin embargo, lo que ocurre es exactamente lo contrario. La enseñanza de Cristo acerca del cielo y del infierno confiere a la vida aquí una importancia infinita. Según Cristo, toda actitud que no sea una colaboración con el Creador entregada y comprometida en el uso de nuestras habilidades y en el desarrollo responsable de los recursos de la tierra para la gloria de Dios y para el bien de nuestra familia, de nuestra nación y de nuestro mundo, tendrá consecuencias ruinosas para nosotros, no solo durante esta vida corta y temporal que se nos ha dado aquí, sino también durante toda la eternidad.

Un niño que crea que la vida se acaba cuando deja la escuela a la edad de dieciséis años, y que no existe ningún «mundo adulto» más allá de la escuela, corre el peligro de desperdiciar el tiempo en la escuela y de no tomar en serio sus clases. De hecho, el problema que tienen muchos alumnos es justamente este: no tienen comprensión alguna de lo seria que es la vida después de la escuela; como consecuencia, no aprovechan bien el tiempo en la escuela y llegan a la vida adulta muy poco preparados. Así es, según dice Cristo, con las personas que no se toman en serio el cielo y el infierno, porque esta vida es la escuela que nos prepara para la próxima. [p185]

Por supuesto, la pregunta lógica que cabe preguntarse aquí es la siguiente: ¿qué evidencias tenemos de que el mundo venidero es una realidad? La respuesta que ofrece la Biblia tiene que ver con las evidencias históricas de la resurrección literal de Jesucristo.1 Baste decir, de momento, que según enseña el apóstol Pablo en 1 Corintios 15, la resurrección de Jesucristo en el pasado es la garantía de que, un día en el futuro, todos los que hayan creído en él durante esta vida serán resucitados para vivir con él en el mundo venidero. Y es la realidad del mundo venidero lo que nos asegura que nuestro trabajo en la tierra vale la pena, y que vale la pena de modo que complazca al Señor, quien nos lo dio. Se trata, como la Biblia dice, de que estemos «progresando siempre en la obra del Señor, conscientes de que su trabajo en el Señor no es en vano» (1 Corintios 15:58). De este modo, la convicción de la realidad de la vida venidera resulta ser un estímulo poderoso para la vida aquí en la tierra.

Segunda objeción. Si hay un Dios, deberíamos servirlo por amor y no por lo que podamos sacar en forma de recompensa en el cielo.

Sin embargo, esta objeción se desvanece en el momento que comprendemos primero en lo que no consiste la recompensa, y después en lo que sí consiste.

Contrariamente a lo que mucha gente cree, la recompensa por las buenas obras no es la salvación y el ser aceptado por Dios, ni el perdón y la vida eterna. La Biblia dice muy claramente que estas cosas son un regalo que recibimos gratuitamente; no se pueden ganar a través de [p186] las buenas obras: «Porque por gracia —es decir: por los favores inmerecidos por parte de Dios— ustedes han sido salvados mediante la fe; esto no procede de ustedes, sino que es el regalo de Dios, no por obras . . .» (Efesios 2:8–9). Este hecho, que la aceptación por parte de Dios no se puede ganar, resulta difícil de comprender para muchas personas. Estamos acostumbrados a pagar lo que tenemos y nos cuesta deshacernos de la idea de que podemos pagar la salvación de Dios mediante nuestras buenas obras. Esto demuestra que no hemos comprendido la seriedad del diagnóstico que Dios ha hecho del pecado humano. La Biblia explica que «nadie será justificado —es decir: declarado justo— en presencia de Dios por hacer las obras que exige la ley; más bien, mediante la ley cobramos conciencia del pecado» (Romanos 3:20). Y esto es verdad. Cuando procuramos observar la ley de Dios a partir de nuestros recursos humanos nos damos cuenta de que fracasamos y de que «todos han pecado y están privados de la gloria de Dios» (Romanos 3:23). Si Dios nos ha de perdonar, tendrá que ser a partir de su amor y misericordia. Ningún ser humano podrá jactarse jamás de que se haya ganado el perdón. Es por esto por lo que la Biblia desvía nuestra atención de nuestras propias obras y apunta hacia lo que Cristo hizo en la cruz cuando «murió por nuestros pecados». Es la fe en la validez de su obra, no la nuestra, lo que nos salva.

Al llegar a este punto alguien podría replicar: «Si me dices que mi aceptación para con Dios no se funda en mis buenas obras, entonces restas importancia a mi ética, pues lo que me estás diciendo es que puedo vivir como quiera, que Dios me salvará al final.» ¡No! En el mismísimo texto [p187] donde la Biblia enseña que la salvación no es ninguna recompensa por las buenas obras, dice lo siguiente acerca de los que creen en Cristo: «Porque somos hechura de Dios, creados en Cristo Jesús para buenas obras, las cuales Dios dispuso de antemano a fin de que las pongamos en práctica» (Efesios 2:10). Es decir, las buenas obras son la evidencia y el resultado de nuestra aceptación por parte de Dios, y no la base. Más adelante consideraremos dos ejemplos de ello.

Pero ¿cuál es la recompensa de las buenas obras? Es la capacidad y la oportunidad de involucrarnos en más trabajo, y en trabajo cada vez más importante. Leer la famosa parábola del dinero2

Como la gente lo escuchaba, pasó a contarles una parábola, porque estaba cerca de Jerusalén y la gente pensaba que el reino de Dios iba a manifestarse en cualquier momento. Así que les dijo: «Un hombre de la nobleza se fue a un país lejano para ser coronado rey y luego regresar. Llamó a diez de sus siervos y entregó a cada cual una buena cantidad de dinero. Les instruyó: “Hagan negocio con este dinero hasta que yo vuelva”. Pero sus súbditos lo odiaban y mandaron tras él una delegación a decir: “No queremos a este por rey”. A pesar de todo, fue nombrado rey. Cuando regresó a su país, mandó llamar a los siervos a quienes había entregado el dinero, para enterarse de lo que habían ganado. Se presentó el primero y dijo: “Señor, su dinero ha producido diez veces más”. “¡Hiciste bien, siervo bueno!” [p188] —le respondió el rey—. “Puesto que has sido fiel en tan poca cosa, te doy el gobierno de diez ciudades”. Se presentó el segundo y dijo: “Señor, su dinero ha producido cinco veces más”. El rey le respondió: “A ti te pongo sobre cinco ciudades”. Llegó otro siervo y dijo: “Señor, aquí tiene su dinero; lo he tenido guardado, envuelto en un pañuelo. Es que le tenía miedo a usted, que es un hombre muy exigente: toma lo que no depositó y cosecha lo que no sembró”. El rey le contestó: “Siervo malo, con tus propias palabras te voy a juzgar. ¿Así que sabías que soy muy exigente, que tomo lo que no deposité y cosecho lo que no sembré? Entonces, ¿por qué no pusiste mi dinero en el banco, para que al regresar pudiera reclamar los intereses?” Luego dijo a los presentes: “Quítenle el dinero y dénselo al que recibió diez veces más”. “Señor” —protestaron—, “¡él ya tiene diez veces más!” El rey contestó: “Les aseguro que a todo el que tiene, se le dará más, pero al que no tiene, se le quitará hasta lo que tiene. Pero, en cuanto a esos enemigos míos que no me querían por rey, tráiganlos acá y mátenlos delante de mí”». (Lucas 19:11–27)

Fíjate que el hombre que había usado su dinero con sabiduría, multiplicándolo por diez, como recompensa fue hecho administrador de diez ciudades—un grado de responsabilidad mucho más alto que administrar una gran suma de dinero. Porque, a fin de cuentas, es razonable que a una persona que haya llevado con responsabilidad y empeño una pequeña industria se le encargue más adelante dirigir un gran complejo industrial. [p189]

El efecto de la salvación sobre la ética cristiana del trabajo

Consideremos ahora el relato de Lucas acerca de los encuentros de Cristo con dos hombres distintos–un pobre y un rico.

Sucedió que al acercarse Jesús a Jericó, estaba un ciego sentado junto al camino pidiendo limosna. Cuando oyó a la multitud que pasaba, preguntó qué acontecía. «Jesús de Nazaret está pasando por aquí» —le respondieron. «¡Jesús, Hijo de David, ten compasión de mí!» —gritó el ciego. Los que iban delante lo reprendían para que se callara, pero él se puso a gritar aún más fuerte: «¡Hijo de David, ten compasión de mí!» Jesús se detuvo y mandó que se lo trajeran. Cuando el ciego se acercó, le preguntó Jesús: «¿Qué quieres que haga por ti?» «Señor, quiero ver». «¡Recibe la vista!» —le dijo Jesús—. «Tu fe te ha sanado». Al instante recobró la vista. Entonces, glorificando a Dios, comenzó a seguir a Jesús, y todos los que lo vieron daban alabanza a Dios. Jesús llegó a Jericó y comenzó a cruzar la ciudad. Resulta que había allí un hombre llamado Zaqueo, jefe de los recaudadores de impuestos, que era muy rico. Estaba tratando de ver quién era Jesús, pero la multitud se lo impedía, pues era de baja estatura. Por eso se adelantó corriendo y se subió a un árbol sicómoro para poder verlo, ya que Jesús iba a pasar por allí. Llegando al lugar, Jesús miró hacia arriba y le dijo: [p190] «Zaqueo, baja en seguida. Tengo que quedarme hoy en tu casa». Así que se apresuró a bajar y, muy contento, recibió a Jesús en su casa. Al ver esto, todos empezaron a murmurar: «Ha ido a hospedarse con un pecador». Pero Zaqueo dijo resueltamente: «Mira, Señor: Ahora mismo voy a dar a los pobres la mitad de mis bienes y, si en algo he defraudado a alguien, le devolveré cuatro veces la cantidad que sea». «Hoy ha llegado la salvación a esta casa» —le dijo Jesús—, «ya que este también es hijo de Abraham. Porque el Hijo del hombre vino a buscar y a salvar lo que se había perdido». (Lucas 18:35–19:10)

Los protagonistas de estas dos historias son muy diferentes en muchos aspectos. El mendigo era muy pobre, y el recaudador de impuestos muy rico. Pero tenían una cosa en común: ambos tenían un modo degradante y poco deseable de ganarse la vida. El mendigo vivía de lo que podía sacar de los transeúntes; el recaudador de impuestos, en gran parte vivía de lo que conseguía estafar a la gente. Pero Cristo salvó a los dos; y como consecuencia de la salvación, se transformó por completo la actitud de los dos hombres frente al trabajo y la manera de ganarse la vida, y les fue restaurada una verdadera dignidad humana.

El ciego

Evidentemente no fue por culpa suya que se vio reducido a mendigar para ganarse la vida —aunque no deja de ser una condena de la sociedad en la cual vivía, y de las muchas sociedades donde los minusválidos han sido, y [p191] siguen siendo, cruelmente marginados—. No obstante, es humillante cuando un ser humano pierde la dignidad y la independencia, y cuando en lugar de poder valerse por sí mismo y contribuir al bien de la comunidad, está reducido a la necesidad de vivir de lo que pueda sacar de los demás.

Cristo salvó al hombre mediante un milagro que le devolvió la vista. Pero hay más en esta historia.

La percepción espiritual del mendigo. La muchedumbre le informó de que era Jesús de Nazaret el que estaba pasando por allí. Pero este mendigo ya había llegado a la conclusión de que este Jesús era, ni más ni menos, el mismo Hijo de David, el Mesías y el Rey. Por tanto, suplicó al Rey que utilizara su poder divino y real para devolverle la vista. Y su súplica recibió una respuesta positiva. Resultó ser la última vez que tuvo que pedir nada a nadie.

La reacción del mendigo al recibir la vista. Lo primero que vería sería al mismo Rey. ¿A qué clase de Rey esperaba ver? ¿Tal vez a alguien con vestiduras reales, con un séquito impresionante de servidores, mientras él no servía a nadie? Lo que vio en realidad fue muy distinto: una figura pobre, manchada por el polvo del camino, vestida con sencillez; un Rey que había venido a ser Siervo de todos, cuyo lema era el siguiente: «Porque ni aun el Hijo del hombre vino para que le sirvan, sino para servir y para dar su vida en rescate por muchos>> (Ver Marcos 10:42–45; Lucas 22:24–27). En cuanto vio a este Rey, el mendigo dejó de mendigar y «comenzó a seguir a Jesús»; es decir, comenzó a seguirle en el camino de servicio abnegado hacia los demás, lo cual debe hacer todo seguidor auténtico de Cristo.

He aquí, entonces, el gran ideal que constituye el centro de la ética cristiana: la comprensión de que Jesús es [p192] el Hijo de Dios, el Hijo del Dueño del universo, pero que vino como el Siervo-Rey para servirnos y para salvarnos a expensas de su propia vida. Quien tenga suficiente percepción espiritual como para ver esto, no podrá por menos que seguirle y adoptar la misma actitud que él frente a la vida y frente a su trabajo diario.

El recaudador de impuestos

Este era un hombre tan preso de la avaricia, que estaba dispuesto a trabajar para los odiados imperialistas romanos y recaudar sus impuestos a sus propios compatriotas, enriqueciéndose así por medio de la esclavitud de su propia nación. Y no solo esto: aprovechó su autoridad para extorsionar al pueblo y sacarle mucho más dinero del que los romanos le exigían, embolsándose grandes beneficios para sí mismo. Tal vez pensaba que, mediante grandes riquezas, haría que todo el mundo le temiera y respetara, e incluso le admirara. En lugar de ello le odiaban y le excluían por completo de la vida social a todos los niveles. Un trato muy comprensible, pues se trataba de un hombre desfigurado y deshumanizado por la avaricia egoísta y por el amor al dinero, un hombre perdido, que destruía mediante la persecución de la riqueza la posibilidad de lograr la aceptación, el amor y la amistad que tanto anhelaba, pero que nunca encontraría en el dinero, y mucho menos en el dinero extorsionado. Pero Cristo se percató del corazón anhelante y empobrecido que había en el interior de este hombre a primera vista rico, y obró un milagro de transformación en él. Le ofreció su amistad —completamente inmerecida—, y lo aceptó tal como [p193] era. Y de pronto este hombre descubrió que su corazón ya no era pobre. Ya no sentía esa obsesión avasalladora de enriquecerse. La amistad inmerecida y gratuita de Cristo le había inundado de tal sensación de riqueza espiritual, que en el acto decidió dar la mitad de su fortuna material a los pobres, y devolver cuadruplicado todo lo que había extorsionado.

La avaricia y el amor al dinero deshumanizan a la persona; las meras acusaciones acerca de las ganancias excesivas a menudo no sirven sino para encerrar al avaro en su propia prisión, la que él mismo ha construido. La abundancia del amor y de la amistad de Cristo abre la puerta de la prisión y libera a la persona, de modo que pueda humanizarse por completo, convertirse en la dueña [p194] del dinero, en lugar de su esclava, comprender que las personas valen infinitamente más que las posesiones materiales y aprender, como Jesús mismo enseñaba, que es más bienaventurado dar que recibir.

Estos dos ejemplos nos demuestran claramente cómo funciona la salvación de Dios. Él está dispuesto a aceptar a las personas tal como son, siempre y cuando crean en Cristo; a continuación, su conciencia de haber sido aceptadas, con la absoluta garantía de la amistad continuada y permanente de Cristo tanto en esta vida como en la vida venidera, las estimula al servicio agradecido a él y a los demás. Y esto nos lleva a considerar en nuestro próximo capítulo la manera en que Cristo valoraba a cada ser humano.

Recompensa eterna

¿Por qué no es escapismo creer en la existencia del cielo?

¿Cuál de estas dos situaciones de matrimonio parece preferible?

  1. (a) El novio dice a su futura esposa que no está dispuesto a asegurarle su plena aceptación si no se la merece a través de su comportamiento.
  2. (b) El novio en primer lugar asegura a su futura esposa que su aceptación es incondicional, de modo que ella, segura de ser amada, le ama y busca complacerlo a cambio.

La mayoría de las personas verían muy insatisfactoria la primera situación: es una afrenta a la mujer. La mujer que la aceptase se convertiría en una esclava. Es sorprendente, por tanto, que millones de personas crean que su relación con Dios debe conformarse a esta situación.

Notas

  1. Ver el Apéndice B para algunos de los puntos fundamentales.
  2. En las traducciones más antiguas de la Biblia en español, se utiliza el término «minas», lo que se refería a una unidad de moneda.

21: La personalidad y las relaciones humanas

¿Cómo te llamas? Una pregunta aún más difícil es: ¿Qué representa para ti tu nombre? Antiguamente, los nombres llevaban un significado. «Andrés», por ejemplo, significaba «valiente»; «Irene» significaba «paz». No obstante, está claro que los nombres no expresaban plenamente los rasgos característicos de las personas que los llevaban; y actualmente, a menudo los nombres han perdido sus significados. Pero no importa. Aunque tu nombre sea un nombre muy común, lo que representa para ti es una realidad maravillosa: la personalidad humana. Hay, y ha habido, miles de millones de seres humanos en el mundo. Pero la personalidad individual que tú tienes es única: no hay otro igual que tú en todo el universo. Eres único principalmente en el código genético que forma la base de tu personalidad. [p196]

La preocupación de Cristo por las personalidades dañadas

Aunque cada personalidad humana es única, la triste realidad es que todos estamos dañados de alguna u otra manera. El propósito de la venida y de la enseñanza de Cristo es restaurarnos y curarnos. La siguiente historia es un ejemplo extremo, pero nos ayuda a comprender esta verdad.

¿Cómo te llamas?

Esta es una pregunta bastante sencilla. Una pregunta más difícil puede ser: ¿Qué representa para ti tu nombre? Considerar estas otras preguntas:

  1. ¿Cuál es la diferencia entre tener un número y tener un nombre? A un soldado se le conoce como, por ejemplo, Soldado núm. 105769. ¿Qué nos dice esto acerca del soldado?
  2. ¿Cuál es la diferencia entre un nombre y una etiqueta? La etiqueta «Mermelada de Melocotón» no distingue entre diferentes botes de mermelada de melocotón; solo distingue entre la mermelada de melocotón y las demás clases de mermelada. Hay muchas chicas que se llaman «María», y su nombre las distingue de otras chicas cuyo nombre es, por ejemplo, «Isabel». Sin embargo, ¡todas las Marías no son iguales!
  3. ¿Qué representa un nombre humano? Leer Marcos 5:1–20 en grupo, y buscar el punto de inflexión decisivo en la historia. Discutir cuál es el punto de inflexión decisivo y qué tiene que ver con la personalidad del hombre.

La liberación del endemoniado

Cruzaron el lago hasta llegar a la región de los gerasenos. Tan pronto como desembarcó Jesús, un hombre poseído por un espíritu maligno le salió al encuentro de entre los sepulcros. Este hombre vivía en los sepulcros, y ya nadie podía sujetarlo, ni siquiera con cadenas. Muchas veces lo habían atado con cadenas y grilletes, pero él los destrozaba, y nadie tenía fuerza para dominarlo. Noche y día andaba por los sepulcros y por las colinas, gritando y golpeándose con piedras. Cuando vio a Jesús desde lejos, corrió y se postró delante de él. «¿Por qué te entrometes, Jesús, Hijo del Dios Altísimo?» —gritó con fuerza. «¡Te ruego por Dios que no me atormentes!» Es que Jesús le había dicho: «¡Sal de este hombre, espíritu maligno!» «¿Cómo te llamas?» —le preguntó Jesús. «Me llamo Legión» —respondió, «porque somos muchos». Y con insistencia le suplicaba a Jesús que no los expulsara de aquella región. Como en una colina estaba paciendo una manada de muchos cerdos, los demonios le rogaron a Jesús: «Mándanos a los cerdos; déjanos entrar en ellos». Así que él les [p197] dio permiso. Cuando los espíritus malignos salieron del hombre, entraron en los cerdos, que eran unos dos mil, y la manada se precipitó al lago por el despeñadero y allí se ahogó. Los que cuidaban los cerdos salieron huyendo y dieron la noticia en el pueblo y por los campos, y la gente fue a ver lo que había pasado. Llegaron adonde estaba Jesús y, cuando vieron al que había estado poseído por la legión de demonios, sentado, vestido y en su sano juicio, tuvieron miedo. Los que habían presenciado estos hechos le [p198] contaron a la gente lo que había sucedido con el endemoniado y con los cerdos. Entonces la gente comenzó a suplicarle a Jesús que se fuera de la región. Mientras subía Jesús a la barca, el que había estado endemoniado le rogaba que le permitiera acompañarlo. Jesús no se lo permitió, sino que le dijo: «Vete a tu casa, a los de tu familia, y diles todo lo que el Señor ha hecho por ti y cómo te ha tenido compasión». Así que el hombre se fue y se puso a proclamar en Decápolis lo mucho que Jesús había hecho por él. Y toda la gente se quedó asombrada. (Marcos 5:1–20)

La desintegración de la personalidad del endemoniado. Desconocemos el nombre que se le dio a este hombre cuando nació. Pero, aparentemente, cuando se hizo mayor fue invadido por poderes ajenos a él, y estos acabaron [p199] por dominar por completo su personalidad. Lo más probable es que al principio intentara resistir y mantenerse en control de sí mismo, pero estos poderes pudieron más que él. Al final dejó de luchar por seguir siendo él mismo y, cuando le preguntaban cómo se llamaba, contestaba: «Legión».

La raíz del problema. Los síntomas indican la presencia de una grave enfermedad mental y la desintegración de la personalidad; pero en este caso —no en todos los casos— la Biblia da a entender que la causa de la enfermedad mental era la posesión demoníaca.

El alcoholismo y el consumo de drogas puede producir efectos parecidos, y bien patentes; todo pecado distorsiona la personalidad; y, a menos que sea perdonado y su poder desvirtuado, conducirá a lo que la Biblia llama «perecer»; no la extinción del ser, sino la distorsión irrevocable, y tal vez la desintegración, de la personalidad; y, al final, la separación eterna de Dios.

Para el aula

Aprovecha la oportunidad para advertir a la clase acerca de los peligros de cualquier tipo de experimento con las prácticas ocultistas: la magia negra, el espiritismo, o cualquier otra.

Según la Biblia–y esto se ve reflejado en la experiencia moderna en muchos países–la posibilidad de posesión demoníaca es real; y el efecto que produce al final es la manipulación, cuando no la destrucción, de la personalidad humana. Es por esto por lo que Dios advierte solemnemente a su pueblo en el Antiguo Testamento: «Nadie entre los tuyos deberá . . . practicar adivinación, brujería o hechicería; ni hacer conjuros, servir de médium espiritista o consultar a los muertos. Cualquiera que practique estas costumbres se hará abominable al Señor, y por causa de ellas el Señor tu Dios expulsará de tu presencia a esas naciones. A los ojos del Señor tu Dios serás irreprensible» (Deuteronomio 18:10–13).

Los efectos del problema:

(a) La pérdida de la vergüenza y del respeto a uno mismo. En el relato paralelo de la misma historia, en Lucas 8:27, leemos que: «hacía mucho tiempo que este hombre no se vestía». Había perdido todo sentido de la vergüenza, y la vergüenza no se debe ignorar. Tiene un papel positivo en la preservación de la dignidad humana. Consideremos el rubor, por ejemplo. Se trata de un mecanismo que el Creador nos ha dado: pone de manifiesto nuestros sentimientos de culpa de modo que todo el mundo se dé cuenta de ellos, y hace que nos sentamos incómodos cuando alguien nos sorprende haciendo o pensando algo que no deberíamos. También tiene una sana función [p200] disuasoria y preservativa: «¡No puedo hacer esto!» pensamos «¡Me moriría de vergüenza si me descubriesen!».

Sin embargo, a medida que una persona se empeña en hacer cosas vergonzosas, este mecanismo se va debilitando, y puede quedar desactivado por completo. El resultado es desastroso: «¿Acaso se han avergonzado de la abominación que han cometido?», pregunta Dios; «¡No, no se han avergonzado de nada, ni saben siquiera lo que es la vergüenza!» (Jeremías 6:15). Una consecuencia de tal comportamiento es: «Por eso Dios los entregó a los malos deseos de sus corazones, . . . de modo que degradaron sus cuerpos» (Ver Romanos 1:24–27).

(b) Miedos morbosos y conducta antisocial.. Como ocurre a ciertos drogadictos y alcohólicos, tal vez la presencia de otras personas lo aterraba. En todo caso evitaba relacionarse con los demás, aislándose en lugares solitarios de la montaña y entre las tumbas. Era un ejemplo extremo de cómo mucha gente, incluso gente joven, se siente: que no valen para nada y que nadie los valora; que la sociedad pone el listón demasiado alto, y se sienten atemorizados por lo que se les exige; quieren huir de la rutina tan esquemática de la vida; no sienten que haya futuro alguno para ellos; bien podrían estar muertos.

(c) El odio a sí mismo y un instinto autodestructivo. Se cortaba con piedras y se resistía con violencia a cualquier intento de ser sometido por su propio bien. Y cuando Jesús ordenó a los poderes maléficos que lo dejasen, al principio creyó que Jesús también había venido a atormentarlo aún más. Ocurre lo mismo con muchas personas «normales». En el fondo se dan cuenta de que sus pecados y sus vicios los están perjudicando; pero cuando Jesús les [p201] ordena que dejen estas cosas, creen que Jesús pretende hacerles la vida miserable.

El remedio para el problema. Por supuesto, Jesús no había venido a atormentarlo, sino a restaurar su personalidad desmenuzada, su dignidad y su verdadera libertad. Y es por esto por lo que Jesús le preguntó: «¿Cuál es tu nombre?». Este hombre casi había abandonado el intento de ser él mismo. Ante la preguna: «¿Cuál es tu nombre?» no dijo ni «Juan», ni «Andrés», ni ningún otro nombre que pudiera haber sido el suyo, sino que dijo «Legión». Cristo desenredó al hombre de los poderes del mal que lo habían estado dominando, ahuyentó a estos poderes y liberó la personalidad del hombre. Los habitantes del pueblo lo vieron vestido, y en su sano juicio, sentado a los pies de Jesús (Lucas 8:35). Ahora era Jesús, y no Legión, el señor de su vida: y el señorío de Jesús significa la auténtica libertad.

Pasemos ahora de este caso extremo a considerar la manera en la que Jesús nos libera hoy día.

Jesús nos da la libertad

Al perdonar nuestros pecados. Hay una historia que explica cómo Jesús perdonó los pecados a un hombre paralítico y después le dio el poder de levantarse y caminar (Lucas 5:17–26). Cuando pecamos, tenemos sentimientos de culpa y una mala conciencia. Y la culpa es como una cadena: nos ata, y a veces nos impide mirar al mundo a la cara. Una de las palabras traducidas como «perdón» en el Nuevo Testamento significa «liberación»; y esto es lo que Jesús efectúa. Podemos volver a caminar con la cabeza bien alta. [p202]

Al decirnos la verdad. «Si se mantienen fieles a mis enseñanzas», dice Jesús, «serán realmente mis discípulos; y conocerán la verdad, y la verdad los hará libres» (Juan 8:31–32).

Con demasiada frecuencia nos enorgullecemos precisamente de aquellas cosas que distorsionan nuestra personalidad. Nos creemos listos si mentimos y hacemos trampas. Nos jactamos de nuestra agresividad. Disfrutamos siendo rencorosos y crueles y haciendo que los demás se sientan pequeños a nuestro lado. Jesús nos hace libres al enseñarnos la verdad acerca de estas falsas actitudes: no son nuestras amigas, sino nuestras carceleras. Si tomamos a nuestros carceleros por amigos, continuaremos en la cárcel y no haremos nada por escapar. Un día estos falsos «amigos» resultarán ser nuestros verdugos. Por otro lado, tal vez hemos llegado a la conclusión de que no sirve de nada intentar escapar: los malos hábitos y las falsas actitudes son demasiado fuertes como para poderlas romper. Aquí también Jesús nos muestra la verdad: las cadenas se pueden romper; como en el caso del endemoniado, «Legión» puede ser expulsado.

Al liberarnos del miedo Hay una clase de miedo que es muy sana. El miedo a quemarnos, por ejemplo, nos impide meter la mano en el fuego. Pero hay miedos que son muy poco sanos: el miedo al ridículo, el miedo a la presión del grupo y el miedo a la violencia pueden llevar a un joven a emborracharse, a [p203] consumir drogas, o a cometer un delito, mientras que, por su propia cuenta, jamás haría ninguna de estas cosas. Jesús nos enseña a desarrollar un temor sano a Dios, el cual es capaz de vencer a todos estos falsos miedos.

No teman a los que matan el cuerpo, pero no pueden matar el alma. Teman más bien al que puede destruir alma y cuerpo en el infierno. ¿No se venden dos gorriones por una monedita? Sin embargo, ni uno de ellos caerá a tierra sin que lo permita el Padre; y él les tiene contados a ustedes aun los cabellos de la cabeza. Así que no tengan miedo; ustedes valen más que muchos gorriones. (Mateo 10:28–31)

El valor del ser humano

¿Nos resulta importante que se nos valore? ¿Cómo podemos saber que se nos valora? A fin de poder tratarnos debidamente los unos a los otros, debemos aprender a valorar a los demás y a valorarnos a nosotros mismos de la misma manera en que Dios los valora tanto a ellos como a nosotros. Considerar los siguientes textos de la Biblia que muestran cómo valora Dios a los seres humanos.

El valor del niño no nacido. Salmo 139:13–17 nos enseña que Dios vela por el niño no nacido y lo y ama mientras se está formando dentro del vientre. Matar a un niño no nacido es un delito contra el niño y contra su Creador.

El valor del bebé recién nacido. Cuando las madres llevaban a sus bebés a Jesús para que los bendijese, los apóstoles al principio las reprendían. Creían que Jesús era [p204] demasiado importante como para tener nada que ver con los bebés. Pero Jesús reprendió a los apóstoles. Dios valora a los bebés tanto como a los adultos. Ellos también son personas. «Dejen que los niños vengan a mí, . . .», dijo Jesús, «porque el reino de Dios es de quienes son como ellos» (Lucas 18:15–16).

Pensándolo detenidamente

Cada uno de los breves comentarios de esta sección puede servir para motivar un coloquio —o podría constituir el tema de una corta redacción, la cual, a su vez, podría ser la base del coloquio—.

El respeto y el apoyo a:

(a) Los padres (Mateo 15:1–9). Los debemos honrar; y se desprende de este texto que «honrar» implica no solo respetarlos y obedecerlos cuando somos jóvenes, sino también estar dispuestos a mantenerlos económicamente cuando son mayores.

(b) Las viudas. Jesús mostraba un cuidado especial hacia las viudas. Algunas de sus críticas más severas fueron dirigidas a aquellos que se aprovechaban de su situación de desamparo, y las engañaban o las oprimían (Lucas 7:11–17; 18:1–8; 20:45–21:4).

(c) La institución del matrimonio (Mateo 5:27–32). Cristo enseña con una claridad aplastante la gravedad del adulterio y del divorcio fácil, los cuales desvirtúan las relaciones humanas y amenazan la estabilidad de la familia.

El valor del individuo. Un pastor podría tener cien ovejas, las cuales, a ojos de un extraño, parecerían todas iguales. Sin embargo, si es buen pastor, él conocerá a cada oveja individualmente: su carácter, sus flaquezas y sus puntos fuertes. Cristo es un Pastor así: «llama por nombre a las ovejas» (Juan 10:3). Dios nos ama no solo por formar parte de la humanidad, sino como individuos. Y Jesús garantiza que no perderá ni un solo individuo que se entregue a él: [p205]

«Porque he bajado del cielo no para hacer mi voluntad, sino la del que me envió. Y esta es la voluntad del que me envió: que yo no pierda nada de lo que él me ha dado, sino que lo resucite en el día final. Porque la voluntad de mi Padre es que todo el que reconozca al Hijo y crea en él tenga vida eterna, y yo lo resucitaré en el día final». (Juan 6:38–40) «Mis ovejas oyen mi voz; yo las conozco y ellas me siguen. Yo les doy vida eterna, y nunca perecerán, ni nadie podrá arrebatármelas de la mano. Mi Padre, que me las ha dado, es más grande que todos; y de la mano del Padre nadie las puede arrebatar. El Padre y yo somos uno». (Juan 10:27–30)

22: La ética cristiana en un mundo corrupto

Todo aquel que intente enseñar la ética de Jesús se encontrará tarde o temprano con la siguiente objeción: «¿Para qué sirve enseñar la ética cristiana? Se ha predicado durante casi 2.000 años y el mundo sigue siendo tan malo como siempre».

Una primera respuesta podría ser: «Si no utilizamos el jabón para lavarnos, y en consecuencia seguimos sucios, no es justo echar la culpa al jabón».

Pero mucha gente dirá: «¡Claro que no es culpa del jabón! Pero esto no resuelve el problema de que, si la gente se empeña en no utilizar el jabón, nunca limpiarás el mundo simplemente por proclamar las cualidades del jabón. Hace falta algo que nos obligue a utilizar el jabón. Y si esto no se consigue, más vale tirar la toalla».

A decir verdad, esta objeción tiene gran parte de razón, como veremos a través de otra ilustración. Si quieres que los dos equipos en un partido de fútbol jueguen según las [p208] reglas, no es suficiente explicarles cuáles son estas reglas. Hace falta un árbitro que sepa hacer que las reglas se cumplan. Si no, uno de los dos equipos comenzará a hacer trampas. Y luego el otro equipo pensará: «no sirve para nada jugar según las reglas. Si nosotros no hacemos trampas como ellos, perderemos el partido». Por tanto, los dos equipos se ponen a hacer tantas trampas como pueden.

Y ¿qué diremos de Jesús? Él por supuesto predicaba la ética. Pero ¿creía suficiente limitarse a predicarla? ¿O también tenía algo que decir en cuanto a su aplicación?

Estas preguntas demuestran lo importante que es comprender exactamente qué fue lo que Jesús vino a hacer, y cómo se propuso conseguir su objetivo. El Nuevo Testamento da a entender con claridad que vino con el propósito fundamental de establecer el reino, es decir, el gobierno, de Dios. Sus primeras palabras fueron: «Se ha cumplido el tiempo . . . El reino de Dios está cerca. ¡Arrepiéntanse y crean las buenas nuevas!» (Marcos 1:15). La razón por la cual decía que el reino de Dios se había acercado precisamente en aquel momento de la historia fue que él mismo, según afirmó, era el Rey de Dios, cuya venida se había prometido hacía muchos años en el Antiguo Testamento (ver, por ejemplo, Zacarías 9:9, y compararlo con Juan 12:12–15). ¡Y ahora había venido! ¡Se trataba de noticias verdaderamente buenas!

El establecimiento del reino necesariamente implicaba, en primer lugar, definir los estándares de conducta que se esperaría de quienes fueran admitidos en su reino y la felicidad que tendrían como consecuencia de vivir según esos estándares. Esta es la temática del famoso sermón del monte (Mateo 5–7). [p209]

Los requisitos éticos del reino de Dios

A menudo van en contra de los estándares humanos comúnmente aceptados

Baste un ejemplo para ilustrar este punto:

«Ustedes han oído que se dijo: “Ama a tu prójimo y odia a tu enemigo”. Pero yo les digo: Amen a sus enemigos y oren por quienes los persiguen, para que sean hijos de su Padre que está en el cielo. Él hace que salga el sol sobre malos y buenos, y que llueva sobre justos e injustos. Si ustedes aman solamente a quienes los aman, ¿qué recompensa recibirán? ¿Acaso no hacen eso hasta los recaudadores de impuestos? Y, si saludan a sus hermanos solamente, ¿qué de más hacen ustedes? ¿Acaso no hacen esto hasta los gentiles? Por tanto, sean perfectos, así como su Padre celestial es perfecto». (Mateo 5:43–48)

Evidentemente, este principio es tan contrario a la práctica que normalmente se observa que es rechazado como impracticable. Pero no se puede negar que, si todo el mundo se comportase así por costumbre, no habría ni discriminación contra grupos minoritarios, ni limpiezas étnicas, ni nacionalismos agresivos.

Deben ser llevados a la práctica y no permanecer en lo teórico

«No todo el que me dice: “Señor, Señor”, entrará en el reino de los cielos, sino solo el que hace la voluntad [p210] de mi Padre que está en el cielo. Muchos me dirán en aquel día: “Señor, Señor, ¿no profetizamos en tu nombre, y en tu nombre expulsamos demonios e hicimos muchos milagros?” Entonces les diré claramente: “Jamás los conocí. ¡Aléjense de mí, hacedores de maldad!” «Por tanto, todo el que me oye estas palabras y las pone en práctica es como un hombre prudente que construyó su casa sobre la roca. Cayeron las lluvias, crecieron los ríos, y soplaron los vientos y azotaron aquella casa; con todo, la casa no se derrumbó porque estaba cimentada sobre la roca. Pero todo el que me oye estas palabras y no las pone en práctica es como un hombre insensato que construyó su casa sobre la arena. Cayeron las lluvias, crecieron los ríos, soplaron los vientos y azotaron aquella casa. Esta se derrumbó, y grande fue su ruina». (Mateo 7:21–27)

El famoso filósofo romano Séneca escribió muchos tratados en los que recomendaba el estoicismo y decía a los demás cómo se tenían que comportar. Sin embargo, utilizó su posición en el Estado para acumular una fortuna personal enorme; y cuando el emperador Nerón asesinó a su propia madre, la emperatriz Agripina, Séneca ayudó a Nerón a escribir una carta al Senado romano para encubrir su crimen. Mas no eran solamente los filósofos paganos los que pecaban de semejante incoherencia. Cristo señaló que algunos de los maestros bíblicos de la época eran culpables de no llevar a la práctica lo que ellos mismos enseñaban (Mateo 23). [p211]

Tienen que ver no solo con las acciones exteriores sino también con los pensamientos y motivaciones interiores

«Ustedes han oído que se dijo a sus antepasados: “No mates, y todo el que mate quedará sujeto al juicio del tribunal”. Pero yo les digo que todo el que se enoje con su hermano quedará sujeto al juicio del tribunal. Es más, cualquiera que insulte a su hermano quedará sujeto al juicio del Consejo. Y cualquiera que lo maldiga quedará sujeto al fuego del infierno». (Mateo 5:21–22)

En otras palabras, para cumplir el mandamiento «No mates», no basta con abstenerse del acto físico de matar a alguien. Si nos enfurecemos con alguien, evidentemente es mejor controlarnos y no matarlo. Pero es demasiado frecuente que, aunque no lleguemos al extremo del asesinato, demos lugar en nuestro interior a la rabia y al deseo de vengarnos, pensando en secreto en todas las maneras en las que nos gustaría hacer daño a la persona odiada, si pudiéramos. Y esto, desde la óptica de la enseñanza de Jesús, constituye una violación de la ley de Dios; es un pecado contra nuestro semejante y contra Dios, igual que lo sería el propio asesinato.

A propósito, cabe recalcar aquí la diferencia que hay entre la ley de Dios y las leyes de cualquier país concreto. Los gobiernos humanos pueden, y deben, legislar contra el asesinato y contra otros tipos de delito; y si los ciudadanos violan estas leyes y cometen un delito, son castigados con razón. Pero no hay gobierno alguno que pueda saber lo que ocurre en nuestro fuero interno —los gobiernos [p212] que han intentado manipular el pensamiento de la gente siempre se han convertido en crueles tiranías—. Pero Dios sí puede leer nuestro corazón y nuestros pensamientos, y nos hace responsables de ellos ante él.

¿Hasta qué punto nos llevaría la furia?

Cuando Hitler se enfurecía, tenía el poder necesario para llevar su furia a la práctica: como resultado mató a millones de personas. Si, en el momento de enfurecernos, tuviésemos el mismo poder que tenía él, ¿qué sucedería?

La incapacidad del ser humano de guardar la ley de Dios

Estos son, pues, unos cuantos ejemplos de las exigencias éticas del reino de Dios, tal como las enseñaba Jesús. ¿Y qué decía acerca de nuestra capacidad de cumplirlas? Aquí Jesús muestra su profundo entendimiento de la naturaleza humana y su absoluto realismo: dijo que nos era imposible cumplir los mandamientos de Dios lo suficientemente bien como para merecer ser admitidos en su reino.

Considerar este ejemplo. En una ocasión Cristo hizo la siguiente observación a sus discípulos: «¡Qué difícil es para los ricos entrar en el reino de Dios!» Los discípulos se asombraron de sus palabras. «¡Qué difícil es entrar en el reino de Dios . . . Le resulta más fácil a un camello pasar por el ojo de una aguja que a un rico entrar en el reino de Dios». Los discípulos se asombraron aún más, y decían entre sí: «Entonces, ¿quién podrá salvarse?» «Para los hombres es imposible» —aclaró Jesús, mirándolos fijamente, «pero no para Dios; de hecho, para Dios todo es posible» [p213] (Marcos 10:23–27). Podemos alegrarnos por estas últimas palabras. Pero son precisamente estas palabras las que resaltan lo que dijimos al principio de la lección: no sirve para nada limitarse a enseñar ética cristiana a las personas. La razón de ello es que no hay nadie que por su propia voluntad tenga los recursos —ni, a menudo, el deseo— de cumplir las leyes de Dios de manera que complazca a Dios. Jesús era perfectamente consciente de este hecho y nos explica varias de las razones por las que esto es así. He aquí dos de ellas.

El ser humano es malo por naturaleza

«Pues, si ustedes, aun siendo malos, saben dar cosas buenas a sus hijos, ¡cuánto más el Padre celestial dará el Espíritu Santo a quienes se lo pidan!» (Lucas 11:13)

Mucha gente piensa que esta enseñanza está grotescamente exagerada. Señalan que, a pesar del mucho mal que hay en el mundo, la mayoría de las personas son buenas, amables y generosas, dispuestas a hacer toda clase de buena obra. Jesús no niega esto. Incluso nos llama la atención al hecho de que la mayoría de los padres son buenos y generosos con sus hijos. Pero lo son, dijo, a pesar de ser, en el fondo, malos.

Naturalmente no nos gusta que se nos diga esto. Preferimos pensar que somos esencialmente buenos. Por tanto, cuando actuamos bien, no dudamos en atribuirlo a nuestra manera de ser: «Yo hice aquello», nos decimos. Pero cuando actuamos mal, a menudo intentamos disculparnos: «No fui realmente yo quien lo hice», nos decimos, «No sé lo que me hizo actuar así». Pero, si «no [p214] fui realmente yo», entonces ¿quién fue? «Ningún árbol bueno da fruto malo», dice Cristo, «tampoco da buen fruto el árbol malo. A cada árbol se le reconoce por su propio fruto. No se recogen higos de los espinos ni se cosechan uvas de las zarzas» (Lucas 6:43–44).

Cristo establece los dos siguientes principios:

(a) Si tienes un árbol que da un cuarenta por ciento, o incluso un diez por ciento de manzanas podridas, sacas la conclusión de que el árbol tiene un problema fundamental. ¡Y la conducta del ser humano está a mucho más que a un diez por ciento por debajo del listón de Dios!

(b) Una zarza no puede decir: «¡Ya sé que doy muchos espinos; pero en el fondo no soy zarza; soy higuera!» El fruto de un árbol pone de manifiesto la clase de árbol que es. Del mismo modo, nuestras malas obras no son un fenómeno superficial sin relación alguna con nuestra naturaleza esencial. Son el producto de aquella naturaleza, y lo que la da a conocer.

Cualquier sistema ético, si pretende ser un sistema realista, debe partir de esta base. La Historia siempre ha dado la razón a Cristo en este aspecto. Por ejemplo, en la teoría económica marxista había muchos aciertos. Fracasó porque no partía de la base de que el problema principal del ser humano no era su alienación de los medios de producción, sino la naturaleza intrínsecamente pecaminosa de su corazón. Esta realidad basta para estropear cualquier sistema económico, por muy bueno que sea en la teoría. El capitalismo puede ser, o no, mejor sistema económico; pero también sufre los efectos de la incesante corrupción que brota de la misma fuente. [p215]

El hombre está en rebelión contra Dios

Este hecho se puso de manifiesto en lo que ha llegado a ser el punto central de la historia humana. Cuando Dios envió a su Hijo al mundo, los seres humanos no solo rechazaron sus enseñanzas éticas: lo crucificaron. Y no fueron ni los drogadictos, ni los criminales, ni la mafia los únicos responsables: fue el estatus quo religioso y político, incitado por las demandas del pueblo.

Sin embargo, durante la semana anterior a la crucifixión Jesús analizó y expuso la causa y el significado de su muerte en la parábola de los labradores malvados.

Pasó luego a contarle a la gente esta parábola: «Un hombre plantó un viñedo, se lo arrendó a unos labradores y se fue de viaje por largo tiempo. Llegada la cosecha, mandó un siervo a los labradores para que le dieran parte de la cosecha. Pero los labradores lo golpearon y lo despidieron con las manos vacías. Les envió otro siervo, pero también a este lo golpearon, lo humillaron y lo despidieron con las manos vacías. Entonces envió un tercero, pero aun a este lo hirieron y lo expulsaron. Entonces pensó el dueño del viñedo: “¿Qué voy a hacer? Enviaré a mi hijo amado; seguro que a él sí lo respetarán”. Pero, cuando lo vieron los labradores, trataron el asunto. “Este es el heredero” —dijeron. “Matémoslo, y la herencia será nuestra”. Así que lo arrojaron fuera del viñedo y lo mataron. ¿Qué les hará el dueño? Volverá, acabará con esos labradores y dará el viñedo a otros». Al oír esto, la gente exclamó: [p216] «¡Dios no lo quiera!» Mirándolos fijamente, Jesús les dijo: «Entonces, ¿qué significa esto que está escrito:

“La piedra que desecharon los constructores ha llegado a ser la piedra angular”?

Todo el que caiga sobre esa piedra quedará despedazado y, si ella cae sobre alguien, lo hará polvo». Los maestros de la ley y los jefes de los sacerdotes, cayendo en cuenta que la parábola iba dirigida contra ellos, buscaron la manera de echarle mano en aquel mismo momento. Pero temían al pueblo. (Lucas 20:9–19)

Fijémonos en que a los labradores no se les acusa de hacer mal su trabajo. Su error consistía en esto: querían vivir y trabajar solo para sí mismos y actuar como si el viñedo les perteneciese a ellos, y no al Dueño y a su Hijo. [p217] Por lo tanto, eran rebeldes contra el Dueño; y fue por esto que rechazaron y mataron a su Hijo. La parábola nos ofrece un diagnóstico y un retrato real del mal esencial que hay en el corazón del ser humano.

Para el aula

Pide a los alumnos que lean este pasaje —o bien léeselo—. Asegúrate de que puedan contestar bien las siguientes preguntas:

  1. ¿A quién representa el hombre que plantó la viña?
  2. ¿A quiénes representan los labradores? ¿A los judíos o a todo el mundo, incluidos nosotros mismos?
  3. ¿Qué representa el viñedo?
  4. ¿A quién representa el «hijo amado» (Lucas 20:13)?
  5. ¿Por qué se le llama «heredero» (Lucas 20:14)?

La lección hasta aquí

De lo que hemos visto se desprende que no basta simplemente con enseñar ética: Cristo tuvo que hacer algo para remediar el problema del corazón rebelde del ser humano, y hacer que quisiera y que pudiera entrar en el reino de Dios y guardar sus leyes. ¿En qué consistía este «algo»? Y ¿por qué no obligó a todo el mundo a que lo aceptase, fuera lo que fuera? y ¿qué dijo que ocurriría con aquellos que se empeñasen en rechazarlo?

Consideraremos las respuestas a estas y a otras preguntas en nuestro próximo capítulo.

23: La respuesta al problema fundamental de la humanidad

Si la única razón por la cual las personas se comportan mal fuera la ignorancia de la diferencia entre el bien y el mal, entonces evidentemente sería suficiente enseñarles ética cristiana para que todas comenzaran a comportarse bien. Sin embargo, ignorar lo que está bien y lo que está mal no es ni el único, ni el principal problema del hombre. Según enseña Cristo, la naturaleza del hombre es esencialmente mala y defectuosa, y todos albergamos en nuestro corazón un espíritu de rebeldía egocéntrica contra Dios; por tanto, incluso cuando sabemos muy bien cuál es la voluntad de Dios, nos resulta imposible obedecerla como deberíamos y muchas veces ni si quiera la queremos obedecer. Por tanto, el mero conocimiento de la ética cristiana no basta. Es como si dijéramos a un hombre con una válvula del corazón dañada que tendría que caminar más enérgicamente. Sería incapaz de hacerlo, a no ser que primero se le reparara la válvula dañada. [p220]

Así que para que alguien sea admitido al reino de Dios y para que reciba el poder que le hace falta para vivir de acuerdo a las exigencias éticas de Cristo, primero tiene que producirse en él un profundo cambio de corazón. El temor, el resentimiento y el espíritu de independencia y de enemistad contra Dios tienen que ser destruidos y reemplazados por la fe, el amor y la dependencia de Dios.

Las siguientes historias muestran cómo Jesús efectuó este milagro de transformación interior en dos personas muy diferentes. La primera era un criminal; la segunda, un maestro religioso muy respetado. No obstante, ambas necesitaban este cambio de corazón. A medida que vayamos entrando en los dos casos encontraremos principios de admisión al reino de Dios que son igualmente válidos para todos nosotros.

La conversión de un criminal

Uno de los criminales allí colgados empezó a insultarlo: «¿No eres tú el Cristo? ¡Sálvate a ti mismo y a nosotros!» Pero el otro criminal lo reprendió: «¿Ni siquiera temor de Dios tienes, aunque sufres la misma condena? En nuestro caso, el castigo es justo, pues sufrimos lo que merecen nuestros delitos; este, en cambio, no ha hecho nada malo». Luego dijo: «Jesús, acuérdate de mí cuando vengas en tu reino». «Te aseguro que hoy estarás conmigo en el paraíso» —le contestó Jesús. (Lucas 23:39–43)

No se trataba de un ladrón cualquiera: era un bandido, un criminal. La palabra griega que se usa para describirlo es [p221] la misma que el historiador, casi contemporáneo, Josefo, utiliza para hablar de los terroristas políticos. El hombre podía ser una mezcla de todas estas cosas. [p222] Por tanto, durante años no se había sometido a nadie, ni había aceptado a rey alguno ni reconocido ningún gobierno. Era un ejemplo extremo de rebeldía tanto contra Dios como contra la sociedad humana.

Estos hechos hacen aún más significativo el cambio de corazón que tuvo lugar al final de su vida.

De rebelde a súbdito voluntario

Vale la pena investigar con la clase cuáles fueron los pasos que transformaron a este hombre de rebelde contra Dios y los hombres, a súbdito obediente y entregado del reino de Cristo. Estas son algunas pistas a seguir:

  1. (a) Llegó a comprender y a confesar que, al lado de Jesús, tanto él mismo como el otro criminal eran pecadores y merecían la sentencia que el gobierno humano les había impuesto (Lucas 23:40–41).
  2. (b) Jesús, en cambio, era inocente y sin pecado; sin embargo, estaba sufriendo al lado de los culpables.
  3. (c) Por tanto, el gobierno que había sentenciado a Jesús era también culpable de una injusticia intencionada.
  4. (d) Jesús afirmó ser el Mesías y Rey enviado por Dios. El gobierno lo negó. Fue por esto que lo crucificaron, como indicaron al poner en una inscripción sobre la cruz el cargo que tenían contra él: «Este es el Rey de los judíos». ¿Quién tenía razón? ¿Jesús o el gobierno? Evidentemente, no este injusto gobierno. Por tanto, la tenía Jesús. Y esto significaba que Jesús era el Rey-Mesías que Dios había enviado al mundo. Era ni más ni menos que el mismo Hijo de Dios.
  5. (e) Por esta razón, la muerte no sería el final para Jesús. Jesús volvería otra vez para reinar y para establecer el reino de Dios en la tierra.
  6. (f) Pero esto dio lugar a un temor solemne de Dios en la conciencia y el corazón del ladrón. Aquí a su lado estaba Jesús, el hombre sin pecado, condenado a sufrir con los culpables por un gobierno injusto. Si a Dios realmente le importaba la justicia, entonces con toda seguridad vendría un día de juicio, cuando todas las injusticias y los males cometidos en la tierra serían reparados.
  7. (g) Pero en este caso, ¿qué esperanza había para el criminal? Él también—¡y no solo el gobierno!—era pecador y culpable a los ojos de Dios. Con gran honestidad, este criminal lo reconoció.
  8. (h) Luego vio un rayo de esperanza. Escuchó la voz del Rey de Dios crucificado, Jesús, cuando este oró por los que lo habían crucificado: «Padre . . . perdónalos porque no saben lo que hacen» (Lucas 23:34). Si Cristo oraba por ellos, tal vez también tendría misericordia de él.
  9. (i) Pero no solo pidió perdón. Era un rebelde desde hacía mucho tiempo. Aborrecía el corrupto gobierno humano de su época. Sin embargo, jamás se había encontrado con un rey como Jesús, quien amó hasta a sus enemigos y pidió perdón por ellos. De pronto se dio cuenta de que un profundo amor y respeto hacia este Rey comenzaba a brotar en lo más íntimo de su corazón. Lo que quería ante todo lo demás era aceptarlo como su propio Rey, que se le permitiese entrar en su reino eterno y obedecerlo para siempre. «Jesús, acuérdate de mí», dijo, «cuando vengas en tu reino». Con esta petición culminó el proceso de su conversión.
  10. (j) Y el Rey no solo lo perdonó; le garantizó en ese momento la aceptación inmediata para con Dios y la entrada asegurada al cielo: «Te aseguro que hoy estarás conmigo en el paraíso». [p223] Ahora bien, esta historia nos ha mostrado cómo Cristo puede cambiar el corazón de una persona y hacer que esté dispuesta a obedecerlo. Pero una cosa es la disposición a obedecer a Cristo y otra es la capacidad de cumplir sus exigencias éticas. Cristo es muy honesto con nosotros: no tenemos, en nosotros mismos, el poder para obedecer sus mandamientos. En la siguiente historia, Jesús explica lo que nos tiene que suceder antes de que podamos entrar en el reino de Dios y vivir de acuerdo a sus exigencias éticas.

¿Un caso extremo?

En algunos aspectos el caso de este hombre era extremo. No obstante, hay tres pasajes de la Biblia que nos ayudarán a aplicar estas lecciones a nosotros mismos. Se trata de Isaías 53:5–6 y Romanos 5:10–11; 8:7–9. Buscarlos y leerlos en grupo.

La conversión de un catedrático de teología

Había entre los fariseos un dirigente de los judíos llamado Nicodemo. Este fue de noche a visitar a Jesús. «Rabí» —le dijo, «sabemos que eres un maestro que ha venido de parte de Dios, porque nadie podría hacer las señales que tú haces si Dios no estuviera con él». «De veras te aseguro que quien no nazca de nuevo no puede ver el reino de Dios» —dijo Jesús. «¿Cómo puede uno nacer de nuevo siendo ya viejo?» —preguntó Nicodemo. «¿Acaso puede entrar por segunda vez en el vientre de su madre y volver a nacer?» «Yo te aseguro que quien no nazca de agua y del Espíritu no puede entrar en el reino de Dios» —respondió Jesús. «Lo que nace del cuerpo es cuerpo; lo que nace del Espíritu es espíritu. No te sorprendas de que te haya dicho: “Tienen que nacer de nuevo”. El viento sopla por donde quiere, y lo oyes silbar, aunque ignoras de dónde viene y a dónde va. Lo mismo pasa con todo el que nace del Espíritu». Nicodemo replicó: «¿Cómo es [p224] posible que esto suceda?» «Tú eres maestro de Israel, ¿y no entiendes estas cosas?» —respondió Jesús.

«Te aseguro que hablamos de lo que sabemos y damos testimonio de lo que hemos visto personalmente, pero ustedes no aceptan nuestro testimonio. Si les he hablado de las cosas terrenales, y no creen, ¿entonces cómo van a creer si les hablo de las celestiales? Nadie ha subido jamás al cielo sino el que descendió del cielo, el Hijo del hombre. Como levantó Moisés la serpiente en el desierto, así también tiene que ser levantado el Hijo del hombre, para que todo el que crea en él tenga vida eterna.

«Porque tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo unigénito, para que todo el que cree en él no se pierda, sino que tenga vida eterna.

«Dios no envió a su Hijo al mundo para condenar al mundo, sino para salvarlo por medio de él. El que cree en él no es condenado, pero el que no cree ya está condenado por no haber creído en el nombre del Hijo unigénito de Dios». (Juan 3:1–18)

Notemos cómo subraya Jesús la necesidad fundamental de «nacer desde arriba» si queremos ver o entrar en el reino de Dios (vv. 3, 5).

Nicodemo creía en Dios. Se había sometido a los ritos religiosos establecidos en el Antiguo Testamento. Era el profesor principal de teología en Jerusalén en aquel momento. Sin embargo, aún no había «nacido desde arriba». Ni siquiera comprendía este concepto. [p225] Entonces, ¿qué es esto de «nacer desde arriba»? Y ¿por qué es necesario? Jesús contesta estas preguntas en el versículo 6: «lo que nace del cuerpo es cuerpo; lo que nace del Espíritu es espíritu».

Consideremos esta analogía. En el mundo existen diferentes niveles, o clases, de vida. Hay vida vegetal; por encima de ella, en un nivel superior, hay vida animal; y por encima de ella, la vida humana. Una col tiene vida vegetal, mientras que un perro tiene vida animal. Si alimentamos correctamente una col, se convierte en una col más grande. Sin embargo, por mucho que la alimentemos y cultivemos, ¡nunca se convertirá en un perro! Para que se convierta en animal tiene que recibir vida desde el nivel superior, el nivel animal. Igualmente, por mucho que lo intentes, nunca convertirás a un perro en un ser humano, capaz de tocar un instrumento musical o leer un libro. A fin de poder realizar estas actividades humanas un animal tendría que recibir una clase de vida diferente a la que posee en sí mismo: tendría que «nacer desde arriba», desde el nivel superior de vida humana.

Ocurre lo mismo con los seres humanos. En el momento de nuestro nacimiento físico recibimos «vida humana», en cuanto nacimos de padres humanos—esto es lo que quiso decir Jesús cuando dijo: «lo que nace del cuerpo es cuerpo». Pero el reino de Dios es un reino espiritual. La vida que la caracteriza es una clase de vida superior a la vida humana; es la vida que procede del Espíritu de Dios. Por tanto, si lo único que poseemos es la vida humana que recibimos al nacer, no podremos ver —es decir, comprender— ni entrar en el reino de Dios, al igual que un perro tampoco es capaz de disfrutar del arte ni de la música puesto que no posee [p226] más que vida animal. Nunca sería capaz de tocar un piano, a no ser que, de alguna u otra forma, se le pudiera infundir la vida humana. Del mismo modo, a fin de entrar en el reino de Dios y recibir el poder que hace falta para cumplir con sus exigencias éticas, primero hemos de recibir la vida del Espíritu de Dios.

Pero ¿cómo y por qué proceso se recibe esta vida del Espíritu de Dios? Lo primero que hay que notar es que se trata de un regalo. No la podemos ni ganar ni producir por nuestra propia cuenta. En este aspecto se parece a nuestra vida física: nadie se ganó ni se mereció la vida física que posee. Fue un regalo que recibimos de Dios a través de nuestros padres. Ocurre lo mismo con la vida espiritual: Jesús imparte la vida espiritual como regalo.

Pero, ¿qué es lo que debemos hacer para recibirla? La respuesta sencilla es que debemos «creer en el Señor Jesús» (Hechos 16:31) o, como leemos en otro texto, recibirlo (Juan 1:12).

Pero, ¿qué significa creer en el Señor Jesucristo? Aquí valdría la pena pararnos a considerar la analogía que empleó Jesús para ayudar a Nicodemo en Juan 3:14–16. Una manera útil de hacerlo es leer la historia de Moisés y la serpiente en el desierto en Números 21:4–9, notando los hechos más destacados y observando cómo se puede comparar con nuestra situación. Al hacer esto, podemos observar lo siguiente:

  1. Los israelitas habían pecado contra Dios.
  2. Fueron mordidos por serpientes venenosas.
  3. Estaban muriendo, y no podían hacer nada para salvarse a sí mismos.
  4. Dios tuvo misericordia y mandó a Moisés que [p227] hiciese una serpiente de bronce y la colocase en un poste.
  5. Sin embargo, el hecho de hacer una serpiente de bronce no era suficiente para salvar a nadie. Si los israelitas querían salvarse de la muerte y recibir vida nueva debían creer lo que Dios había dicho y, como su única esperanza, apartar la mirada de ellos mismos y fijarla en la serpiente de bronce que estaba en el poste. En el momento en que miraban, Dios efectuaba el milagro de la salvación: vivían.

Ahora apliquemos esta analogía a nosotros y a nuestra condición:

  1. Hemos pecado contra Dios.
  2. El veneno del pecado nos está destruyendo; a menos que recibamos vida espiritual desde arriba, todos pereceremos.
  3. No nos podemos salvar a nosotros mismos.
  4. No obstante, Dios envió a su Hijo al mundo para llevar sobre sí mismo el castigo que merecía nuestro pecado. Él fue levantado sobre la cruz.
  5. Debemos reconocer que nuestro pecado merece el juicio de Dios y que Jesús es nuestra única esperanza. En cuanto apartamos la mirada de nosotros mismos y miramos a Jesús, muerto en la cruz en nuestro lugar, y depositamos nuestra confianza solo en él, Dios efectúa en nosotros la obra maravillosa de la regeneración y nos da el regalo de la vida eterna.

Vemos así que, tanto el criminal en la cruz como Nicodemo, el hombre recto y religioso, entraron en el reino de Dios mediante su fe en Jesús. También es la puerta [p228] por la cual nosotros, seamos quienes seamos y estemos donde estemos, entramos en el reino de Dios, al convertirnos en los hijos espirituales de Dios. Aunque al principio no somos más que bebés espirituales, poseemos lo que jamás habíamos poseído: una nueva vida con el potencial de desarrollarnos, de aprender a llevar a cabo las exigencias éticas de Dios y de convertirnos en súbditos leales de su reino. Nicodemo, que al principio vino a Jesús de noche, más adelante tuvo el coraje para demostrar públicamente su lealtad a Jesús al pedir a Pilato, el gobernador romano, el cuerpo de Jesús tras la crucifixión (Juan 19:39).

24: El meollo de la ética cristiana

En nuestro último capítulo estudiamos dos elementos clave de la enseñanza de Jesús:

  1. Ninguno de nosotros tiene poder para cumplir la ética de Jesús adecuadamente a no ser que primero recibamos el Espíritu de Dios y «nazcamos desde arriba».
  2. Jesús puede y quiere darnos el Espíritu de Dios como regalo, es decir, gratuitamente, y así efectuar dentro nuestro este «nacimiento desde arriba».

Pero esto nos lleva de nuevo a la pregunta que estuvimos tratando en el capítulo 23: «Si Jesús es capaz de dar a las personas el poder que necesitan para vivir de acuerdo a sus exigencias éticas, ¿por qué no obliga a todo el mundo a recibir este poder, para que el mundo así se convierta en un lugar más agradable en el que vivir? Después de todo, según enseña la Biblia, Jesús es el todopoderoso Hijo de Dios; ¿no puede, por tanto, hacer todo lo que quiera? [p230] La primera respuesta a esta pregunta es que Dios sí puede hacer todo lo que quiera, pero hay ciertas cosas que no quiere hacer. Una de estas cosas es convertir a los seres humanos en máquinas que automáticamente cumplan su voluntad por no tener ninguna otra alternativa ni ninguna posibilidad de elegir. Dios ha dado libre albedrío a sus criaturas humanas. A nivel físico nos ha dado ojos, ¡pero también nos ha dado párpados! No nos obliga a ver la belleza de la creación si no la queremos ver.

Algo parecido ocurre a nivel moral y espiritual. Dios nos manda amarlo con todo nuestro corazón pero jamás nos obligará a amarlo contra nuestra voluntad, puesto que el amor que se consigue por la fuerza no es amor auténtico. Del mismo modo, «nacer desde arriba» depende, como vimos en nuestro último capítulo, de que confiemos en Jesús y entremos en una relación íntima con él. Una fe así no se puede forzar: debe ser voluntaria.

Sin embargo, alguien dirá: «vale, aceptemos que Dios no puede obligar a nadie a creer en él y amarlo; pero al menos podría utilizar su inmenso poder para impedir que las personas malvadas hagan daño a las demás». Podría hacerlo, si quisiera. En el momento de ver que una persona está a punto de mentir, podría hacer que quedase muda al instante. Pero esto anularía por completo la voluntad de la persona; así no podría desobedecer a Dios por mucho que quisiese. Además, si todos supiéramos que en el momento de decir una mentira nos íbamos a quedar mudos instantáneamente, pocos de nosotros diríamos mentiras: tendríamos miedo al castigo. Sin embargo, esto no equivaldría necesariamente a ningún cambio de corazón. Hay futbolistas que alegremente cometerían una [p231] falta si pensasen que así sería más probable que ganasen el partido. Pero tienen miedo a que el árbitro los vea y les imponga una sanción. Por tanto, se abstienen de cometer la falta; pero no precisamente porque se hayan dado cuenta de que hacer trampas, incluso en un juego, está mal y se hayan arrepentido. Siguen siendo tramposos en su interior.

Por supuesto que Cristo podría fulminar a las personas en cuanto pecasen. Si lo hiciese, toda la raza humana habría desaparecido hace mucho tiempo y nosotros no estaríamos aquí. Pero no lo hace; y la Biblia explica por qué: «—el Señor— tiene paciencia con ustedes, porque no quiere que nadie perezca, sino que todos se arrepientan» (2 Pedro 3:9). «Dios nuestro Salvador . . . quiere que todos sean salvos y lleguen a conocer la verdad» (1 Timoteo 2:4).

De modo que cuando Jesús vino la primera vez para establecer el reino de Dios, la Biblia deja muy claro que no vino para condenar al mundo, sino para que a través de él todos pudieran ser salvos (Juan 3:17). Fue por esto por lo que no mostró ninguna intención de destruir a los malos, como muchas personas—incluidas sus discípulos—esperaban que hiciese. Su estrategia se refleja en la siguiente parábola.

La parábola del sembrador

Y les dijo en parábolas muchas cosas como estas: «Un sembrador salió a sembrar. Mientras iba esparciendo la semilla, una parte cayó junto al camino, y llegaron los pájaros y se la comieron. Otra parte cayó en terreno pedregoso, sin mucha tierra. Esa semilla brotó pronto [p232] porque la tierra no era profunda; pero, cuando salió el sol, las plantas se marchitaron y, por no tener raíz, se secaron. Otra parte de la semilla cayó entre espinos que, al crecer, la ahogaron. Pero las otras semillas cayeron en buen terreno, en el que se dio una cosecha que rindió treinta, sesenta y hasta cien veces más de lo que se había sembrado. El que tenga oídos, que oiga» . . .

«Escuchen lo que significa la parábola del sembrador: Cuando alguien oye la palabra acerca del reino y no la entiende, viene el maligno y arrebata lo que se sembró en su corazón. Esta es la semilla sembrada junto al camino. El que recibió la semilla que cayó en terreno pedregoso es el que oye la palabra e inmediatamente la recibe con alegría; pero, como no tiene raíz, dura poco tiempo. Cuando surgen problemas o persecución a causa de la palabra, en seguida se aparta de ella. El que recibió la semilla que cayó entre espinos es el que oye la palabra, pero las preocupaciones de esta vida y el engaño de las riquezas la ahogan, de modo que esta no llega a dar fruto. Pero el que recibió la semilla que cayó en buen terreno es el que oye la palabra y la entiende. Este sí produce una cosecha al treinta, al sesenta y hasta al ciento por uno». (Mateo 13:3–9; 18–23)

Para el aula

Lee la parábola y su explicación, y después asegúrate de que los estudiantes puedan responder a las siguientes preguntas:

¿A qué proceso en la vida real corresponde el sembrar la semilla en la parábola?

¿Cuántas fueron las diferentes reacciones a la siembra? ¿En qué se diferencian unas de otras? ¿Qué representa cada una de ellas?

¿Cuáles son los factores que, según Jesús, impiden que la gente realmente reciba la palabra de Dios?

Ahora estamos preparados para aprender otras lecciones importantes de esta parábola:

la vida y el potencial para el crecimiento y el fruto está en la semilla.

  1. Esto ocurre en el plano físico. La tierra no es capaz de producir nada hasta que la semilla, portadora de vida, ha sido plantada en ella.
  2. [p233] También ocurre en el plano espiritual. Es la Palabra de Dios la que lleva en sí el poder de engendrar la vida y producir el fruto.
  3. Jesús dijo: «Las palabras que les he hablado son espíritu y son vida» (Juan 6:63).
  4. El apóstol Pedro dice de sus hermanos cristianos: «ustedes han nacido de nuevo, no de simiente perecedera, sino de simiente imperecedera, mediante la palabra de Dios que vive y permanece» (1 Pedro 1:23).

Deberíamos:

  1. dejar que la semilla cale hasta lo más hondo de nuestro corazón, en lugar de permanecer en la superficie de la mente donde puede ser arrebatada con mucha facilidad.
  2. asegurar que no se interponga nada que ahogue la palabra de modo que pierda su capacidad de producir fruto.

Debe haber evidencia en las vidas de aquellos que afirman haber recibido la palabra de Jesús de que esta ha [p234] comenzado a producir el fruto del Espíritu de Dios, es decir, «amor, alegría, paz, paciencia, amabilidad, bondad, fidelidad, humildad y dominio propio» (Gálatas 5:22–23). Un manzano no se convierte en un manzano por producir manzanas. No obstante, un manzano que nunca produjese manzanas sería inútil. Un bebé no recibe vida por el hecho de llorar; pero si hay vida en él, llorará.

Finalmente, los que realmente creen en Jesús y reciben su palabra pueden esperar sufrir angustia y persecución (Marcos 4:17); y deben prepararse para soportarla.

Este último punto es tan importante que debemos considerarlo detenidamente. En primer lugar, es un hecho fiel a la realidad. Los creyentes en Jesús no están exentos de enfermedad. Al contrario: a menudo sufren una clase de persecución de la que los no creyentes se libran. ¿Por qué Dios lo permite? ¿Por qué no libra a los creyentes de toda enfermedad? ¿Por qué no los protege de toda persecución? ¿Por qué no les garantiza la prosperidad?

Porque la fe y el amor deben ser probados, a fin de que demuestren ser genuinos. Consideremos las siguientes analogías:

Supongamos que eres bastante rico y, cuando cierta persona te comienza a hacer visitas, la tratas con generosidad. Por tanto, esta persona te visita cada vez con más frecuencia, te habla de lo mucho que te quiere y te llama su amigo. Supongamos que pierdes todo lo que tienes. Ya no le puedes dar nada más. Deja de visitarte. Es evidente que no te quiere ya. Pero la pregunta realmente acuciante es esta: ¿antes te quería con un amor auténtico? Y la respuesta es que ¡no! Nunca te había querido a ti: solo quería lo que recibía de ti. [p235] O imaginémonos el caso de una mujer de negocios que afirma creer en una manera íntegra de actuar. E imaginémonos que actúa con integridad mientras no salga perjudicada por hacerlo. Pero en una ocasión se da cuenta de que si actúa con integridad perderá un millón de euros. Así que actúa sin integridad y se queda con sus euros. ¿Acaso podemos tomar en serio lo que dice una persona así cuando habla de su amor a la justicia?

El gran filósofo griego Platón decía que nadie se podía considerar auténticamente justo a menos que estuviese dispuesto no solo a no recibir ninguna recompensa por actuar justamente, sino a sufrir persecución por el hecho de actuar justamente cuando, mediante una actuación injusta, podría librarse de la persecución y recibir una recompensa.

Asimismo, el apóstol Pedro explica a sus hermanos en la fe por qué Dios permite que sufran: «hasta ahora han tenido que sufrir diversas pruebas por un tiempo. El oro, aunque perecedero, se acrisola al fuego. Así también la fe de ustedes, que vale mucho más que el oro, al ser acrisolada por las pruebas demostrará que es digna de aprobación» (1 Pedro 1:6–7).

Pero tal vez alguien pregunte: «¿No es injusto que hombres malvados persigan a una comunidad por el mero hecho de creer en Dios y en Jesús?» ¡Sí, es terriblemente injusto! Y un día Dios castigará a semejantes perseguidores, si no se arrepienten (2 Tesalonicenses 1:3–10). «Pero ¿por qué Dios no pone fin enseguida a esta persecución? ¿Qué derecho tiene a exigir a los cristianos que la soporten?»

Dejemos que nos lo explique el mismo apóstol Pedro:

[p236] Pero ¿cómo pueden ustedes atribuirse mérito alguno si soportan que los maltraten por hacer el mal? En cambio, si sufren por hacer el bien, eso merece elogio delante de Dios. Para esto fueron llamados, porque Cristo sufrió por ustedes, dándoles ejemplo para que sigan sus pasos.

«Él no cometió ningún pecado, ni hubo engaño en su boca».

Cuando proferían insultos contra él, no replicaba con insultos; cuando padecía, no amenazaba, sino que se entregaba a aquel que juzga con justicia. Él mismo, en su cuerpo, llevó al madero nuestros pecados, para que muramos al pecado y vivamos para la justicia. Por sus heridas ustedes han sido sanados. Antes eran ustedes como ovejas descarriadas, pero ahora han vuelto al Pastor que cuida de sus vidas. (1 Pedro 2:20–25)

Aquí tocamos el meollo de la ética cristiana: los cristianos debemos nuestra salvación, el perdón, la vida eterna que poseemos y el cielo que nos espera al hecho de que cuando aún éramos pecadores empedernidos y enemigos de Dios, Cristo estuvo dispuesto a sufrir hasta la muerte por nosotros a fin de que pudiésemos, mediante el camino del arrepentimiento, ser perdonados y reconciliados con Dios. De modo que los cristianos somos llamados a soportar el sufrimiento infligido [p237] por personas malvadas, en lugar de invocar contra ellos un juicio inmediato por parte de Dios, lo cual les excluiría de cualquier posibilidad de arrepentimiento.

Por supuesto que Jesús no era ningún masoquista, disfrutando de modo perverso de los sufrimientos a los que estaba sujeto. Ni tampoco era una persona sin carácter. Podía haber reunido a doce batallones de ángeles para destruir a sus perseguidores (Mateo 26:52–54). Ni tampoco creía que Dios era tan sentimental que jamás castigaría a nadie. Con mayor frecuencia que nadie más en la Biblia advertía a la gente de la sentencia y las gravísimas consecuencias que tendrían que afrontar al final si se obstinaban en sus pecados, sin arrepentirse de ellos. Fue Jesús quien dijo: «y, si tu ojo te hace pecar, sácatelo. Más te vale entrar tuerto en el reino de Dios que ser arrojado con los dos ojos al infierno, donde “su gusano no muere, y el fuego no se apaga” (Marcos 9:47–48). Fue Jesús quien dijo de los impenitentes que serían «—echados— afuera, a la oscuridad, donde habrá llanto y rechinar de dientes» (Mateo 25:30). Además, Jesús afirmaba que él mismo será el Juez en el Juicio Final (Mateo 25:31–46). Vendrá el momento de la cosecha —ver la parábola del trigo y de la mala hierba en Mateo 13:24–43—.

Jesús no pretendía limitarse a enseñar ética y a decirle a la gente que fuera buena. Vino para redimir, si fuera posible, hasta a los peores pecadores y, mediante su muerte, poner a disposición de todos un camino de salvación. Los verdaderos creyentes seguirán su ejemplo. Por supuesto que no pueden morir por los pecados de los demás como lo hizo Cristo. Solo Cristo pudo ofrecer un sacrificio expiatorio por los pecados de la humanidad. Pero [p238] los verdaderos cristianos se sentirán constreñidos, por el amor y por el ejemplo de Cristo, a llevar el Evangelio de Cristo a todas las partes del mundo, y hasta a sus perseguidores, y a hacer que se refleje en su conducta, sea cual sea el coste. Como Cristo mismo, no se contentarán con una predicación de la ética.

Las palabras de Cristo

Buscar los textos de Mateo y Marcos a los que se refiere aquí, y comentar en grupo lo que Cristo mismo dice sobre el juicio venidero.

25: Las aseveraciones del Maestro acerca de sí mismo

Las aseveraciones del Maestro acerca de sí mismo

Una manera común de estudiar las enseñanzas éticas de Jesús es tomar algunas de sus máximas más célebres y fijarse en ellas, sin prestar mucha atención a Jesús mismo. Después de todo, si estás enseñando geometría no hace falta comenzar por la biografía de los descubridores de sus principios más fundamentales. Un conocimiento de la vida y del carácter del famoso geómetra Euclides no añade nada en absoluto a la coherencia de los teoremas que él enunció. Se sostienen únicamente en base a la fiabilidad de su lógica inherente. ¿Por qué no ha de ocurrir lo mismo con las enseñanzas éticas de Jesús?

Además, lo que al principio nos atrae de las máximas de Jesús no es solo el hecho de que su certeza es evidente, sino el carácter directo, conciso, a veces humorístico, y siempre vívido y memorable del lenguaje con el que están expresadas. Algunas de ellas invierten de modo asombroso [p240] normas de conducta generalmente aceptadas en la época, por ejemplo: «Amen a sus enemigos» —en lugar de «Amen a sus amigos y odien a sus enemigos», lo cual generalmente se daba por sentado—; y «los humildes . . . recibirán la tierra como herencia» —mientras se daba por sentado que eran los agresivos y los violentos los que normalmente adquirían el poder—. Algunas de ellas eran manifestaciones relámpago de incoherencia moral e hipocresía: «cuelan el mosquito —de su bebida—, pero se tragan el camello» (Mateo 23:24). Estas palabras se dirigían a los que hacían todo lo posible y casi lo imposible por no transgredir ninguna regla trivial mientras violaban, aparentemente sin ningún problema de conciencia, los principios más fundamentales de la ley moral. O consideremos la hipérbole deliciosamente grotesca, pero muy eficaz, de: «¿Por qué te fijas en la astilla que tiene tu hermano en el ojo, y no le das importancia a la viga que está en el tuyo? ¿Cómo puedes decirle a tu hermano: “Déjame sacarte la astilla del ojo”, cuando ahí tienes una viga en el tuyo? ¡Hipócrita!, saca primero la viga de tu propio ojo, y entonces verás con claridad para sacar la astilla del ojo de tu hermano» (Mateo 7:3–5). O la verdad abrasadora pero evidente de su réplica a los críticos religiosos que se quejaban de que Jesús se relacionaba e incluso tenía amistad con personas moralmente inmundas y pecadoras: «No son los sanos los que necesitan médico, sino los enfermos . . . no he venido a llamar a justos, sino a pecadores» (Mateo 9:12–13).

Es natural que frases tan memorables sirvan como introducción atrayente a la ética cristiana. Pero a medida que nos adentramos en el estudio de la ética de Jesús como sistema coherente nos damos cuenta de algo cuyas [p241] implicaciones son enormes: no se puede tomar la enseñanza ética de Jesús y estudiarla como sistema ético independiente de la persona de Jesucristo. Por todas partes descubrimos que Jesús mismo es la piedra angular del sistema que representa, de tal manera que, si descubrimos que lo que decía acerca de sí mismo no era cierto, su sistema ético pierde toda validez y se hace añicos al instante. Es por ello que debemos afrontar necesariamente la profunda pregunta: «¿Quién, pues, es este Jesús?».

Consideremos entonces algunas muestras de este aspecto de su ética, y evaluemos sus implicaciones.

Jesús establece como criterio fundamental de la verdadera moralidad la lealtad a él mismo

Aquí hay algunas afirmaciones de muestra:

  1. «Dichosos serán ustedes cuando por mi causa la gente los insulte, los persiga . . . les espera una gran recompensa en el cielo. Así también persiguieron a los profetas que los precedieron a ustedes» (Mateo 5:11–12). Aquí lo que es especialmente significativo es la comparación que Jesús hace entre sus discípulos y los profetas del Antiguo Testamento. Los profetas eran perseguidos por sus contemporáneos por su fidelidad en proclamar las palabras de Dios. Se advierte a los cristianos que corren el peligro de ser perseguidos por su fidelidad a Jesús. En esta ecuación, entonces, los cristianos son el equivalente de los profetas, y ¡Jesús el equivalente de Dios!

  2. «El que quiere a su padre o a su madre . . . a su hijo o a su hija más que a mí no es digno de mí» [p242] (Mateo 10:37). O, dicho de otra manera, un discípulo debe a Jesús su lealtad primordial.

  3. «Si ustedes me aman, obedecerán mis mandamientos» (Juan 14:15). Lo que motiva al discípulo a guardar los mandamientos de Jesús es su amor a Jesús como persona.

  4. «¿Me amas? . . . Cuida de mis ovejas» (Juan 21:16). Es en su amor a Jesús donde el discípulo encuentra la motivación para amar y cuidar a sus hermanos.

  5. «A cualquiera que me reconozca delante de los demás, yo también lo reconoceré delante de mi Padre que está en el cielo. Pero a cualquiera que me desconozca delante de los demás, yo también lo desconoceré delante de mi Padre que está en el cielo» (Mateo 10:32–33). O, dicho de otra manera, la lealtad o la deslealtad de una persona a Jesús en esta vida será lo que determinará la recepción que recibirá en la próxima.

Jesús declara que en el juicio final él mismo será el Juez

Cualquier sistema ético serio debe señalar las consecuencias finales, si las hay, del comportamiento incorrecto. Los sistemas ateístas niegan que haya consecuencia alguna más allá de lo que sufra —o deje de sufrir— una persona en esta vida. Por tanto, deben admitir que millones de personas nunca conseguirán justicia ni en esta vida ni más allá de ella. Jesús, como es de esperar, creía y enseñaba que habrá un juicio final, cuando se aplicará tanto a los vivos como a los muertos una justicia absoluta, definitiva y perfecta. Pero lo que no siempre se tiene en cuenta es [p243] el hecho de que Jesús afirmó ser el Juez que tratará cada caso, que pronunciará la sentencia y que aplicará las penas resultantes en aquel juicio final.

(a) «Además, el Padre no juzga a nadie, sino que todo juicio lo ha delegado en el Hijo, para que todos honren al Hijo como lo honran a él . . . y —el Padre— le ha dado autoridad para juzgar, puesto que es el Hijo del hombre» (Juan 5:22–23, 27).

A propósito, este anuncio lleva una implicación muy importante en lo que se refiere al carácter del juicio final, a saber: los seres humanos seremos juzgados por Uno que es, y que para siempre será, un ser humano como nosotros; por alguien que sabe lo que es ser humano; por alguien que durante su vida fue tentado como son tentados los demás seres humanos (Hebreos 4:15); por alguien cuya misericordia, verdad, justicia y carencia de pecado se pusieron a prueba, no solo en algún remoto lugar celestial, sino en medio de nuestro mundo roto y esclavo del mal. Aquí no podemos profundizar más en este tema: de lo que se trata ahora es simplemente de observar que esta reivindicación fue hecha por Jesús. Pero por si alguien piensa que el texto citado de Juan 5:22–23, 27 es un texto aislado, atípico del resto del Nuevo Testamento, observemos que la afirmación de que Jesús será el Juez en el juicio final pasa a formar parte íntegra y esencial de la predicación de los apóstoles. Pedro, por ejemplo, anuncia a un centurión romano llamado Cornelio: «Él —Dios— nos mandó a predicar al pueblo y a dar solemne testimonio de que —Jesús— ha sido nombrado por Dios como juez de vivos y muertos» (Hechos 10:42). Y en otra ocasión Pablo, dirigiéndose a los filósofos de Atenas, les declara que «Él —Dios— ha fijado [p244] un día en que juzgará al mundo con justicia, por medio del hombre que ha designado» (Hechos 17:31). Y Pablo, por supuesto, se está refiriendo a Jesús.

(b) «No todo el que me dice: “Señor, Señor”, entrará en el reino de los cielos, sino solo el que hace la voluntad de mi Padre que está en el cielo. Muchos me dirán en aquel día: “Señor, Señor, ¿no profetizamos en tu nombre . . . e hicimos muchos milagros?” Entonces les diré claramente: “Jamás los conocí. ¡Aléjense de mí, hacedores de maldad!” (Mateo 7:21–23).

Aquí hay dos cosas que sobresalen. En primer lugar, que la actividad religiosa, aun cuando se realice en el nombre de Jesús, no contará necesariamente con su aprobación en el juicio final. Y, en segundo lugar, que el criterio decisivo, según dice Jesús, será si él conoce a la persona o no. En un contexto como este, el verbo «conocer» evidentemente no significa «saber que alguien existe». Es un término relacional, como también lo es en la frase: «Yo soy el buen pastor; conozco a mis ovejas, y ellas me conocen a mí» (Juan 10:14). Cuando finalmente Jesús diga a alguien «jamás los conocí», quiere decir que nunca ha tenido una relación personal con aquella persona, ni aquella persona con él. Nunca la reconoció como uno de los suyos. Así que, según Jesús, el veredicto en el juicio girará en torno a la cuestión de la relación del individuo con él.

Jesús reivindica la autoridad de perdonar los pecados

Cualquier sistema ético serio que considere a las personas responsables de sus acciones —y no como máquinas [p245] biológicas cuyas actuaciones están determinadas de antemano y que por tanto no pueden ser culpadas ni por los defectos de su maquinaria ni por la conducta inadecuada que es fruto de ellos— debe enfrentarse al hecho de que todo el mundo, tarde o temprano, viola las normas morales y hace daño a otras personas—aunque después lamenten haberlo hecho. ¿Qué se puede hacer ante esta realidad? Decir «lo siento» está bien, pero no es suficiente por sí solo. Si son posibles las indemnizaciones, pueden ser exigidas. Pero no siempre es posible. Se debe, por tanto, proveer alguna manera de hacer posible el perdón sin que ello implique que la violación de la ley moral no tenga importancia y que el pecado pueda ser ignorado a conveniencia. Naturalmente, en un sistema ético que afirma que la autoridad final detrás de la ley moral es Dios, esta necesidad de perdón es de suma importancia.

No es de extrañar, por tanto, que la provisión del perdón ocupe un lugar importante en la enseñanza ética de Jesús. Lo que sí resulta sorprendente son sus reivindicaciones al respecto.

Jesús asume personalmente la autoridad para perdonar los pecados de la humanidad, incluso los cometidos contra Dios

A fin de comprender el alcance de estas reivindicaciones, hay que mirar el asombroso impacto que produjeron en sus contemporáneos cuando las escucharon por primera vez.

Consideremos la historia de la curación del paralítico en Lucas.

[p246] Un día, mientras enseñaba, estaban sentados allí algunos fariseos y maestros de la ley que habían venido de todas las aldeas de Galilea y Judea, y también de Jerusalén. Y el poder del Señor estaba con él para sanar a los enfermos. Entonces llegaron unos hombres que llevaban en una camilla a un paralítico. Procuraron entrar para ponerlo delante de Jesús, pero no pudieron a causa de la multitud. Así que subieron a la azotea y, separando las tejas, lo bajaron en la camilla hasta ponerlo en medio de la gente, frente a Jesús. Al ver la fe de ellos, Jesús dijo: «Amigo, tus pecados quedan perdonados». Los fariseos y los maestros de la ley comenzaron a pensar: «¿Quién es este que dice blasfemias? ¿Quién puede perdonar pecados sino solo Dios?» Pero Jesús supo lo que estaban pensando y les dijo: «¿Por qué razonan así? ¿Qué es más fácil decir: “Tus pecados quedan perdonados”, o “Levántate y anda”? Pues para que sepan que el Hijo del hombre tiene autoridad en la tierra para perdonar pecados» —se dirigió entonces al paralítico: «A ti te digo, levántate, toma tu camilla y vete a tu casa». Al instante se levantó a la vista de todos, tomó la camilla en que había estado acostado, y se fue a su casa alabando a Dios. Todos quedaron asombrados y ellos también alababan a Dios. Estaban llenos de temor y decían: «Hoy hemos visto maravillas». (Lucas 5:17–26)

Observemos: (1) que había entre los presentes unos cuantos judíos expertos en el Antiguo Testamento, los cuales presumiblemente estaban familiarizados con lo que este [p247] enseñaba con respecto al perdón; (2) que cuando Jesús dijo al paralítico, «tus pecados quedan perdonados», estos expertos lo acusaron de haber cometido el pecado más grave que puede ser cometido por un ser humano—la blasfemia contra Dios; (3) que esta reacción de los expertos muestra lo que entendían que Jesús estaba diciendo. No estaba diciendo: «Dios perdona a los que se arrepienten, y por tanto todos deberíamos perdonarnos los unos a los otros, y yo también te perdono cualquier falta que hayas cometido contra mí». No, Jesús estaba reivindicando autoridad divina. «¿Quién puede perdonar pecados sino solo Dios?» dijeron los expertos; era una pregunta retórica que llevaba la respuesta implícita: «¡Nadie!». Y tenían razón: nadie, sino Dios mismo, tiene la autoridad para perdonar los pecados cometidos contra Dios. Por tanto, igual que para estos expertos, las palabras de Jesús plantean para nosotros la siguiente pregunta: ¿Quién es este Jesús que asume para sí mismo un derecho que corresponde exclusivamente a Dios: el del perdón de los pecados? (Ver también Lucas 7:49).

Además, Jesús indudablemente comprendía por qué los expertos lo acusaban de blasfemia. Sin embargo, no hizo nada ni para retirar ni para modificar esta reivindicación. Al contrario, realizó un milagro que sirvió para demostrar que él, el Hijo del Hombre, sí tenía, incluso mientras aún estaba en la tierra, la autoridad divina para perdonar los pecados de la humanidad (Lucas 5:24).

La segunda reivindicación sorprendente que hizo Jesús con respecto al perdón de los pecados es tal vez aún más asombrosa:

  1. (a) «Después tomó la copa, dio gracias, y se la ofreció diciéndoles: “Beban de ella todos ustedes. Esto es mi sangre del pacto, que es derramada por muchos para el perdón de pecados”» (Mateo 26:27–28).
  2. (b) «Porque ni aun el Hijo del hombre vino para que le sirvan, sino para servir y para dar su vida en rescate por muchos» (Marcos 10:45).

Y a estas enormes reivindicaciones Jesús añadió dos más.

Jesús afirmó que, tras la crucifixión, resucitaría de la muerte

Luego comenzó a enseñarles: «el Hijo del hombre tiene que sufrir muchas cosas y ser rechazado por los ancianos, por los jefes de los sacerdotes y por los maestros de la ley. Es necesario que lo maten y que a los tres días resucite». (Marcos 8:31)

Jesús afirmó que, después de la resurrección y ascensión, vendría una segunda vez

  1. (a) «En el hogar de mi Padre hay muchas viviendas; si no fuera así, ya se lo habría dicho a ustedes. Voy a [p249] prepararles un lugar . . . vendré para llevármelos conmigo. Así ustedes estarán donde yo esté» (Juan 14:2–3).
  2. (b) 249«Entonces verán al Hijo del hombre venir en una nube con poder y gran gloria» (Lucas 21:27).

Igual que todas las demás, estas dos últimas reivindicaciones son una parte íntegra del sistema ético de Jesús. Como el apóstol Pablo después tuvo que admitir, si Jesús no resucitó, su muerte ya no puede ser considerada la base del perdón de los pecados de la humanidad (1 Corintios 15:17); y sin este perdón, el sistema ético de Jesús ya no se aguanta en pie. Y si la profecía de Jesús en cuanto a su segunda venida es falsa, también lo es la afirmación de que en la segunda venida será el Juez de la humanidad. Y sin la realidad del juicio, la enseñanza ética de Jesús pierde toda autoridad y credibilidad.

26. ¿Por qué fue crucificado Jésus?

Mateo y Juan narran la crucifixión de Jesús así:

Todavía estaba hablando Jesús cuando llegó Judas, uno de los doce. Lo acompañaba una gran turba armada con espadas y palos, enviada por los jefes de los sacerdotes y los ancianos del pueblo. El traidor les había dado esta contraseña: «Al que le dé un beso, ese es; arréstenlo». En seguida Judas se acercó a Jesús y lo saludó. «¡Rabí!» —le dijo, y lo besó. «Amigo» —le replicó Jesús, «¿a qué vienes?» Entonces los hombres se acercaron y prendieron a Jesús. En eso, uno de los que estaban con él extendió la mano, sacó la espada e hirió al siervo del sumo sacerdote, cortándole una oreja. «Guarda tu espada —le dijo Jesús, porque los que a hierro matan, a hierro mueren. ¿Crees que no puedo acudir a mi Padre, y al instante pondría a mi disposición más de doce [p252] batallones de ángeles? Pero, entonces, ¿cómo se cumplirían las Escrituras que dicen que así tiene que suceder?» Y de inmediato dijo a la turba: «¿Acaso soy un bandido, para que vengan con espadas y palos a arrestarme? Todos los días me sentaba a enseñar en el templo, y no me prendieron. Pero todo esto ha sucedido para que se cumpla lo que escribieron los profetas». Entonces todos los discípulos lo abandonaron y huyeron. Los que habían arrestado a Jesús lo llevaron ante Caifás, el sumo sacerdote, donde se habían reunido los maestros de la ley y los ancianos. Pero Pedro lo siguió de lejos hasta el patio del sumo sacerdote. Entró y se sentó con los guardias para ver en qué terminaba aquello. Los jefes de los sacerdotes y el Consejo en pleno buscaban alguna prueba falsa contra Jesús para poder condenarlo a muerte. Pero no la encontraron, a pesar de que se presentaron muchos falsos testigos. Por fin se presentaron dos, que declararon: «Este hombre dijo: “Puedo destruir el templo de Dios y reconstruirlo en tres días”». Poniéndose en pie, el sumo sacerdote le dijo a Jesús: «¿No vas a responder? ¿Qué significan estas denuncias en tu contra?» Pero Jesús se quedó callado. Así que el sumo sacerdote insistió: «Te ordeno en el nombre del Dios viviente que nos digas si eres el Cristo, el Hijo de Dios». «Tú lo has dicho» —respondió Jesús. «Pero yo les digo a todos:

De ahora en adelante verán ustedes al Hijo del hombre sentado a la derecha del Todopoderoso, y viniendo en las nubes del cielo».

«¡Ha blasfemado!» —exclamó el sumo sacerdote, rasgándose las vestiduras. «¿Para qué necesitamos más testigos? ¡Miren, ustedes [p253] mismos han oído la blasfemia! ¿Qué piensan de esto?» «Merece la muerte» —le contestaron. Entonces algunos le escupieron en el rostro y le dieron puñetazos. Otros lo abofeteaban y decían: «A ver, Cristo, ¡adivina quién te pegó!» (Mateo 26:47–68)

Pilato tomó entonces a Jesús y mandó que lo azotaran. Los soldados, que habían tejido una corona de espinas, se la pusieron a Jesús en la cabeza y lo vistieron con un manto de color púrpura. «¡Viva el rey de los judíos!» —le gritaban, mientras se le acercaban para abofetearlo. Pilato volvió a salir. «Aquí lo tienen» —dijo a los judíos. «Lo he sacado para que sepan que no lo encuentro culpable de nada». Cuando salió Jesús, llevaba puestos la corona de espinas y el manto de color púrpura. «¡Aquí tienen al hombre!» —les dijo Pilato. Tan pronto como lo vieron, los jefes de los sacerdotes y los guardias gritaron a voz en cuello: «¡Crucifícalo! ¡Crucifícalo!» «Pues llévenselo y crucifíquenlo ustedes» —replicó Pilato. «Por mi parte, no lo encuentro culpable de nada». «Nosotros tenemos una ley, y según esa ley debe morir, porque se ha hecho pasar por Hijo de Dios» —insistieron los judíos.

Al oír esto, Pilato se atemorizó aún más, así que entró de nuevo en el palacio y le preguntó a Jesús: «¿De dónde eres tú?» Pero Jesús no le contestó nada. «¿Te niegas a hablarme?» —le dijo Pilato. «¿No te das cuenta de que tengo poder para ponerte en libertad o para mandar que te crucifiquen?» «No tendrías ningún poder sobre mí si no se te hubiera dado de arriba» —le contestó Jesús. «Por eso el que me puso en tus [p254] manos es culpable de un pecado más grande». Desde entonces Pilato procuraba poner en libertad a Jesús, pero los judíos gritaban desaforadamente: «Si dejas en libertad a este hombre, no eres amigo del emperador. Cualquiera que pretende ser rey se hace su enemigo».

Al oír esto, Pilato llevó a Jesús hacia fuera y se sentó en el tribunal, en un lugar al que llamaban el Empedrado —que en arameo se dice Gabatá—. Era el día de la preparación para la Pascua, cerca del mediodía. «Aquí tienen a su rey» —dijo Pilato a los judíos. «¡Fuera! ¡Fuera! ¡Crucifícalo!» —vociferaron. «¿Acaso voy a crucificar a su rey?» —replicó Pilato. «No tenemos más rey que el emperador romano» —contestaron los jefes de los sacerdotes. Entonces Pilato se lo entregó para que lo crucificaran, y los soldados se lo llevaron. (Juan 19:1–16)

En nuestro último capítulo consideramos la imposibilidad de estudiar la enseñanza de Jesús como sistema coherente sin enfrentarnos a las enormes reivindicaciones que Jesús hizo acerca de sí mismo. Hicimos una lista de algunas de estas reivindicaciones y señalamos nuestra intención de intentar evaluarlas en los siguientes capítulos.

Un buen lugar donde comenzar esta evaluación es la muerte de Jesús, puesto que no se disputa el hecho histórico de que fue crucificado por el procurador romano, Poncio Pilato, durante el reinado del emperador Tiberio. Este hecho se resalta no solo en el Nuevo Testamento cristiano, sino también en los escritos del historiador romano muy anticristiano Tácito (Anales xv.44). La pregunta que tenemos que abordar es: ¿por qué fue crucificado? A medida [p255] que estudiamos las respuestas que el Nuevo Testamento ofrece a esta pregunta, encontraremos que se centrarán en la mayoría de las reivindicaciones de Jesús que ya nos están ocupando; y al mismo tiempo presentan evidencia poderosa de que estas reivindicaciones son verdad.

¿Por qué fue crucificado Jesús?

El Nuevo Testamento ofrece dos clases de respuestas distintas, pero, íntimamente relacionadas entre sí:

  1. (a) Por motivos que analizaremos más adelante, los líderes judíos en Jerusalén maniobraron su muerte y persuadieron a Pilato, el procurador romano, a llevarla a cabo. —Nótese: no todos los judíos de Palestina estaban involucrados, y evidentemente no lo estaba la mayor parte de la nación judía, puesto que la mayoría de los judíos vivían en el extranjero y no supieron nada de la muerte de Jesús hasta el cabo de varios años—.
  2. (b) Jesús murió por voluntad propia, para obedecer la voluntad de Dios, como anteriormente había explicado a sus discípulos: «Nadie me la arrebata —la vida—, sino que yo la entrego por mi propia voluntad. Tengo autoridad para entregarla, y tengo también autoridad para volver a recibirla. Este es el mandamiento que recibí de mi Padre» (Juan 10:18).

El caso de los líderes judíos contra Jesús

El caso era, en esencia, que Jesús era culpable de blasfemia al afirmar ser igual a Dios, y por tanto merecía ser [p256] sentenciado a muerte de acuerdo con la ley del Antiguo Testamento de Levítico 24:16. Veamos algunos de los principales ejemplos.

Jesús reivindicó ser igual al Creador:

Precisamente por esto los judíos perseguían a Jesús, pues hacía tales cosas en sábado. Pero Jesús les respondía: «Mi Padre aún hoy está trabajando, y yo también trabajo». Así que los judíos redoblaban sus esfuerzos para matarlo, pues no solo quebrantaba el sábado, sino que incluso llamaba a Dios su propio Padre, con lo que él mismo se hacía igual a Dios. (Juan 5:16–18)

Un sábado —el día en que Dios mandó a los judíos descansar de todo su trabajo (Éxodo 20:8–11)— Jesús encontró a un hombre que era paralítico desde hacía 38 años y usó su poder divino para curarlo por completo. Los líderes judíos acusaron a Jesús de violar la ley del sábado al haberse dedicado al trabajo de la curación. Pero Jesús señaló que, si bien era verdad que según el relato de Génesis Dios descansó de su trabajo de creación el séptimo día, Dios no obstante trabaja incesantemente para mantener, desarrollar y restaurar la obra de la creación. Cada uno de nosotros lo puede comprobar. Los mecanismos de curación que Dios ha instalado en el cuerpo humano, por ejemplo, ¡no están diseñados de modo que se desconecten un día de cada siete! Sin embargo, las palabras de Jesús van todavía más allá de esto: «Mi Padre aún hoy está trabajando, y yo también trabajo», dijo, poniéndose a sí mismo al mismo nivel que el Creador, e identificando su trabajo con el del Creador. [p257] Así fue, al menos, como los líderes judíos interpretaron sus palabras, como vemos en la narración. Lejos de acusarles de no haber entendido bien lo que quería decir, Jesús continuó, haciendo todavía más explícitos los detalles: hace todo lo que Dios hace (Juan 5:19); es la fuente de toda la vida, al igual que Dios (vv. 21, 26); será el Juez final (vv. 22–27); levantará a los muertos (vv. 28–29).

Para los líderes judíos esto era una terrible blasfemia, e intentaron apedrearlo, según se exigía en la ley del Antiguo Testamento (Levítico 24:16)–si en verdad lo que reivindicaba no era cierto.

Jesús reivindicó la preexistencia: «“Ni a los cincuenta años llegas” —le dijeron los judíos, “¿y has visto a Abraham?” “Ciertamente les aseguro que, antes de que Abraham naciera, ¡yo soy!” Entonces los judíos tomaron piedras para arrojárselas» (Juan 8:57–59).

Es importante observar que Jesús no se refería a ningún tipo de reencarnación. En este caso habría dicho: «Antes de que Abraham naciera, yo era», es decir: «Yo ya he vivido en esta tierra, antes de que naciera Abraham; después morí y ahora he sido reencarnado». Jesús no dijo esto; dijo, «Antes de que Abraham naciera, ¡yo soy!». Es decir, que reivindicaba la misma existencia eterna, trascendente, que tiene Dios. Una vez más los judíos quisieron apedrearle, porque para ellos una reivindicación de esta índole no solo era absurda, sino que era una blasfemia.

Jesús afirmó que él y Dios eran uno: «“Mis ovejas oyen mi voz; yo las conozco y ellas me siguen. Yo les doy vida eterna, y nunca perecerán, ni nadie podrá arrebatármelas de la mano. Mi Padre, que me las ha dado, es más grande que todos; y de la mano del Padre nadie las puede [p258] arrebatar. El Padre y yo somos uno”. Una vez más los judíos tomaron piedras para arrojárselas» (Juan 10:27–31).

Aquí Jesús reivindica tener el mismo poder que Dios. Nadie puede arrebatar a las ovejas de su mano, como tampoco las puede arrebatar de la mano de Dios. Para tener el mismo poder que Dios, Jesús tiene que ser Dios, de una sola esencia con Dios, aunque con una identidad propia. Una vez más los judíos tomaron piedras para apedrearlo, el castigo más apropiado por lo que consideraban una blasfemia descarada.

Cómo explicaron los judíos las reivindicaciones de Jesús

Algunos decían que estaba loco: «De nuevo las palabras de Jesús fueron motivo de disensión entre los judíos. Muchos de ellos decían: “Está endemoniado y loco de remate”» (Juan 10:19–20).

En teoría, esta es, por supuesto, una manera posible de explicar las reivindicaciones de Jesús —si no fueran ciertas—; el hecho es que cuando una persona es inestable a nivel emocional y psicológico, puede llegar a desarrollar ideas muy extrañas tanto en religión como sobre cualquier otro tema. Pero había otros judíos que supieron dar la respuesta más obvia: «Estas palabras no son de un endemoniado». Porque las palabras de Jesús han traído liberación de la culpa y del miedo, paz, gozo, amor y esperanza a millones de personas, y lo siguen haciendo. En todo el mundo, muchas personas violentas que las han recibido se han convertido en personas civilizadas, y criminales se han convertido en ciudadanos respetuosos [p259] y útiles a la sociedad. Es inconcebible que alguien cuyas palabras han tenido un efecto así fuera él mismo un hombre inestable y peligroso.

Otros judíos lo tildaban de doctrinalmente descabellado, cismático y herético, un rebelde contra la ortodoxia judía: «“¿No tenemos razón al decir que eres un samaritano —los samaritanos eran herejes a los ojos de los judíos—, y que estás endemoniado?” —replicaron los judíos» (Juan 8:48).

La respuesta de Jesús fue: «No estoy poseído por ningún demonio . . . Tan solo honro a mi Padre»; y nosotros hoy día, tras casi 2.000 años de historia, tenemos la posibilidad de evaluar esta reivindicación de que «honraba a su Padre» con mayor perspectiva. El judío Jesús ha llevado a muchos millones de gentiles a poner su fe no en un Dios cualquiera, sino en el Dios de Abraham, Isaac y Jacob, es decir, en el Dios de los judíos. Ningún otro judío ha logrado jamás nada semejante. Los cristianos aseveramos con igual convicción que los judíos que «hay un solo Dios» (1 Timoteo 2:5). Los cristianos creemos que Dios es una tri-unidad; pero, al igual que los judíos, no creemos en tres dioses. A la luz de esto, ¿qué sentido tiene decir que Jesús era un hereje judío peligroso?

Otros judíos decían que era un aliado del mismo diablo: «los fariseos . . . dijeron: “Este no expulsa a los demonios sino por medio de Beelzebú, príncipe de los demonios”» (Mateo 12:24).

De este texto se desprende que Jesús realizaba milagros de curación, que los fariseos admitían que los realizaba, y que el poder con el cual lo hacía era sobrenatural. Pero rehusaban reconocer que este poder sobrenatural procediese de Dios porque, si fuera así, todas las reivindicaciones [p260] de Jesús acerca de sí mismo serían verdaderas. Por tanto, recurrieron a la única posible explicación alternativa: su poder sobrenatural debía ser satánico; ¡Jesús era un aliado del diablo!

Sin embargo, esta conclusión era, como Jesús les señaló, absurda, desde el punto de vista de la lógica: «si Satanás expulsa a Satanás, está dividido contra sí mismo. ¿Cómo puede, entonces, mantenerse en pie su reino?» (Mateo 12:27). ¿Acaso se dedica Satanás a la destrucción de sí mismo?

Y queda el argumento moral, el cual planteaba la multitud en otra ocasión: «¿Puede acaso un demonio —es decir, un espíritu malvado— abrirles los ojos a los ciegos?» (Juan 10:21). Cuando alguien se enfrenta con la necesidad de escoger entre Dios y Satanás es necesario que pueda distinguir entre los dos; no podrá tomar una decisión en base a la pregunta: ¿cuál de ellos es un poder sobrenatural?; ambos lo son. Debe plantearse la pregunta: ¿cuál de estos poderes sobrenaturales es bueno y cuál es malo? Esto nos ayuda a comprender la importancia de las decisiones morales con la que Jesús nos confronta. Si sus reivindicaciones no son ciertas, su poder sobrenatural será forzosamente satánico y malvado. No obstante, tildar los milagros de Jesús de satánicos y malvados es obviamente una perversidad moral. Reconocemos como buenos los logros de la medicina a la hora de curar, siempre que sea posible, disfunciones como la ceguera, la lepra y la parálisis. Sugerir que cuando Jesús efectuaba esta clase de curación se trataba de algo satánico es llamar a lo blanco negro y desvirtuar todo juicio moral. «Si yo expulso a los demonios por medio de Beelzebú —es decir: por el poder [p261] de Satanás—», dijo Jesús, «¿los seguidores de ustedes por medio de quién los expulsan?» (Mateo 12:27).

Todo esto llegó a su culminación con el juicio al que Jesús fue sometido. Durante las investigaciones preliminares ante el sumo sacerdote Caifás, Jesús guardó silencio frente a un sinfín de falsas acusaciones. Finalmente, el sumo sacerdote le impuso un juramento: «“Te ordeno en el nombre del Dios viviente que nos digas si eres el Cristo, el Hijo de Dios”. “Tú lo has dicho” —respondió Jesús . . . “¡Ha blasfemado!” —exclamó el sumo sacerdote, rasgándose las vestiduras. “¿Para qué necesitamos más testigos? ¡Miren, ustedes mismos han oído la blasfemia! ¿Qué piensan de esto?” “Merece la muerte” —le contestaron» (Mateo 26:63–66). Cuando los líderes judíos lo trajeron más tarde ante el procurador romano, Poncio Pilato, presentaron como pleito principal el de la sedición y traición política contra el emperador romano —de esto trataremos más a fondo en el próximo capítulo—. Sin embargo, el veredicto que Pilato dio después de considerar el caso fue el siguiente: «Por mi parte, no lo encuentro culpable de nada». Desbaratado este plan, los líderes judíos cambiaron de táctica, y de pleito: «Nosotros tenemos [p262] una ley, y según esa ley debe morir, porque se ha hecho pasar por Hijo de Dios» (Juan 19:6–7).

La reivindicación de Cristo en el tribunal

Intenta imaginar la escena del tribunal y pregunta a los alumnos o a los miembros del grupo por qué creen que Jesús fue condenado a muerte por blasfemia.

Comentar esta proposición: «Es imposible tomar en serio la ética de Jesús sin enfrentarse con su reivindicación de ser el Hijo de Dios».

Comentar esta proposición: «Las evidencias morales que avalan la reivindicación de Jesús de que era el Hijo de Dios son considerables».

La reacción de los judíos: una lección para nosotros

Hay que reconocer que los judíos al menos tomaron las reivindicaciones de Jesús muy en serio. Aquí hay una lección para nosotros. Hoy en día es normal oír decir a la gente: «Yo no puedo aceptar que Jesús fuera el Hijo de Dios; pero lo que sí creo es que era un hombre muy bueno y un maestro excelente de ética». Pero hablar así es una necedad. Si Jesús reivindicaba ser el Hijo de Dios sin serlo de verdad, lo último que se puede decir de él es que fuese un hombre bueno. En este caso era más bien, como afirmaban los judíos, un blasfemo descarado que merecía morir. Y su enseñanza de la ética haría aún más grave su crimen, y no menos. El uso del engaño para convencer a las personas de que era igual a Dios, y al mismo tiempo inculcarles la absoluta importancia de decir la verdad, habría sido propio de un charlatán despreciable. Si Jesús no era el Hijo de Dios, fue el peor maestro de ética que jamás ha existido.

27: La muerte de Jesús y la salvación del mundo

Leer Juan 19:12–15

En nuestro último capítulo comenzamos a investigar las respuestas que ofrece el Nuevo Testamento a la pregunta: ¿Por qué fue crucificado Jesús? Vimos que la acusación principal que los líderes judíos presentaron contra él fue la de blasfemia por haber reivindicado ser el Hijo de Dios. En el presente capítulo consideraremos la otra principal acusación que le hicieron, luego algunos detalles del juicio ante Poncio Pilato, y finalmente la reacción de los primeros discípulos a la muerte de Jesús.

La segunda acusación tenía algo que ver con otra reivindicación que hizo Jesús.

La reivindicación de Jesús de que era el Mesías

El trasfondo de esta acusación era el hecho de que, a lo largo del Antiguo Testamento, a través de los profetas, Dios [p264] prometió que un día enviaría a un libertador que liberaría a la nación judía de todas sus aflicciones y enemigos y que les traería una salvación completa y definitiva. A este gran libertador se le dio el nombre de Mesías —derivado del hebreo mashiach, que quiere decir «ungido»; «Cristo» es la traducción al griego de este nombre—.

En tiempos de Jesús, algunos sectores de la población creían que el Mesías prometido sería una figura política que llamaría al pueblo a levantarse en armas y que, con la ayuda de Dios, expulsaría a los odiados imperialistas romanos. De hecho, ya se habían levantado de vez en cuando varios hombres que reivindicaban ser el Mesías y que encabezaron una serie de sublevaciones desastrosas contra los romanos. Dos de estas figuras, Teudas y Judas el Galileo, son mencionadas en Hechos 5:36–37 —ver también Hechos 21:38, donde aparece otro ejemplo de un fenómeno parecido que tuvo lugar más tarde—.

Ahora bien, es cierto que Jesús también reivindicó ser el Mesías, y cuando fue desafiado en su juicio ante las autoridades judías, repitió abiertamente esta reivindicación (ver Mateo 26:63–64 y Lucas 22:66–67). Pero en ningún momento Jesús se irguió en líder político. En una ocasión, al ver que el pueblo lo quería hacer rey por la fuerza, se retiró deliberadamente del lugar (Juan 6:15). Preguntado una vez en público si era lícito para los judíos pagar impuestos al César, no dudó en contestar a la gente que debían pagar los impuestos (Lucas 20:19–26). Muchas veces había avisado a sus seguidores de que la voluntad de Dios para él era que fuese crucificado (ver Mateo 16:21–23). Y cuando las tropas vinieron al jardín de Getsemaní para arrestarlo, y uno de los discípulos sacó una espada para [p265] defenderlo, reprendió al discípulo y le prohibió utilizarla (Mateo 26:47–56).

No obstante, el sumo sacerdote judío, fuese sincera o insinceramente, se convenció a sí mismo y a sus colaboradores de que Jesús era otro más de estos falsos «mesías» políticos, el cual, si no se le paraba los pies, desencadenaría una sublevación contra los romanos por toda la nación que resultaría en la completa destrucción de la nación (ver Juan 11:47–53). Por tanto, le acusaron ante Pilato de reivindicar ser Rey de los judíos en el sentido político y de fomentar la sedición contra el gobierno romano. Y sobre esta base, exigieron su crucifixión.

Algunos detalles sobre el juicio de Jesús ante Pilato

«¿Acaso soy judío?» —replicó Pilato. «Han sido tu propio pueblo y los jefes de los sacerdotes los que te entregaron a mí. ¿Qué has hecho?» «Mi reino no es de este mundo» —contestó Jesús. «Si lo fuera, mis propios guardias pelearían para impedir que los judíos me arrestaran. Pero mi reino no es de este mundo». «¡Así que eres rey!» —le dijo Pilato. «Eres tú quien dice que soy rey. Yo para esto nací, y para esto vine al mundo: para dar testimonio de la verdad. Todo el que está de parte de la verdad escucha mi voz». «¿Y qué es la verdad?» —preguntó Pilato.

Dicho esto, salió otra vez a ver a los judíos. «Yo no encuentro que este sea culpable de nada» —declaró. «Pero, como ustedes tienen la costumbre de que les [p266] suelte a un preso durante la Pascua, ¿quieren que les suelte al “rey de los judíos”?» «¡No, no sueltes a ese; suelta a Barrabás!» —volvieron a gritar desaforadamente. Y Barrabás era un bandido. (Juan 18:35–40)

Así que la asamblea en pleno se levantó, y lo llevaron a Pilato. Y comenzaron la acusación con estas palabras: «Hemos descubierto a este hombre agitando a nuestra nación. Se opone al pago de impuestos al emperador y afirma que él es el Cristo, un rey». Así que Pilato le preguntó a Jesús: «¿Eres tú el rey de los judíos?» «Tú mismo lo dices» —respondió. Entonces Pilato declaró a los jefes de los sacerdotes y a la multitud: «No encuentro que este hombre sea culpable de nada». Pero ellos insistían: «Con sus enseñanzas agita al pueblo por toda Judea. Comenzó en Galilea y ha llegado hasta aquí».

Al oír esto, Pilato preguntó si el hombre era galileo. Cuando se enteró de que pertenecía a la jurisdicción de Herodes, se lo mandó a él, ya que en aquellos días también Herodes estaba en Jerusalén. Al ver a Jesús, Herodes se puso muy contento; hacía tiempo que quería verlo por lo que oía acerca de él, y esperaba presenciar algún milagro que hiciera Jesús. Lo acosó con muchas preguntas, pero Jesús no le contestaba nada. Allí estaban también los jefes de los sacerdotes y los maestros de la ley, acusándolo con vehemencia. Entonces Herodes y sus soldados, con desprecio y burlas, le pusieron un manto lujoso y lo mandaron de vuelta a Pilato. Anteriormente, Herodes y Pilato no se llevaban bien, pero ese mismo día se hicieron amigos.

[p267] Pilato entonces reunió a los jefes de los sacerdotes, a los gobernantes y al pueblo, y les dijo: «Ustedes me trajeron a este hombre acusado de fomentar la rebelión entre el pueblo, pero resulta que lo he interrogado delante de ustedes sin encontrar que sea culpable de lo que ustedes lo acusan. Y es claro que tampoco Herodes lo ha juzgado culpable, puesto que nos lo devolvió. Como pueden ver, no ha cometido ningún delito que merezca la muerte, así que le daré una paliza y después lo soltaré».

Pero todos gritaron a una voz: «¡Llévate a ese! ¡Suéltanos a Barrabás!» A Barrabás lo habían metido en la cárcel por una insurrección en la ciudad, y por homicidio. Pilato, como quería soltar a Jesús, apeló al pueblo otra vez, pero ellos se pusieron a gritar: «¡Crucifícalo! ¡Crucifícalo!» Por tercera vez les habló: «Pero ¿qué crimen ha cometido este hombre? No encuentro que él sea culpable de nada que merezca la pena de muerte, así que le daré una paliza y después lo soltaré». Pero a voz en cuello ellos siguieron insistiendo en que lo crucificara, y con sus gritos se impusieron. Por fin Pilato decidió concederles su demanda: soltó al hombre que le pedían, el que por insurrección y homicidio había sido echado en la cárcel, y dejó que hicieran con Jesús lo que quisieran. (Lucas 23:1–25)

Desde entonces Pilato procuraba poner en libertad a Jesús, pero los judíos gritaban desaforadamente: «Si dejas en libertad a este hombre, no eres amigo del emperador. Cualquiera que pretende ser rey se hace su enemigo».

[p268] Al oír esto, Pilato llevó a Jesús hacia fuera y se sentó en el tribunal, en un lugar al que llamaban el Empedrado —que en arameo se dice Gabatá—. Era el día de la preparación para la Pascua, cerca del mediodía. «Aquí tienen a su rey» —dijo Pilato a los judíos. «¡Fuera! ¡Fuera! ¡Crucifícalo!» —vociferaron. «¿Acaso voy a crucificar a su rey?» —replicó Pilato. «No tenemos más rey que el emperador romano» —contestaron los jefes de los sacerdotes. (Juan 19:12–15)

El veredicto sobre Jesús

Estudiar Juan 18:35–40, Lucas 23:1–25, Juan 19:12–15 en detalle con la clase y luego responder a las siguientes preguntas:

¿Cómo demostró Jesús a Pilato que no era ningún rey terrenal con aspiraciones políticas?

¿Qué clase de rey afirmó ser Jesús y qué clase de reino había venido a establecer?

Sin tener en cuenta la presión de los judíos, ¿a qué veredicto llegaron Pilato y Herodes por su propia cuenta?

¿A qué clase de argumentos recurrieron los judíos para persuadir a Pilato de que debía crucificar a Jesús?

Volver a leer Juan 18:38–40 y Lucas 23:18–25. ¿Cuál es el significado del hecho de que, habiendo acusado a Jesús de sedición, los sacerdotes eligiesen liberar a Barrabás en lugar de a Jesús?

Comentar esta idea: «Cada uno de nosotros se enfrenta tarde o temprano en la vida a la necesidad de elegir entre Jesús y Barrabás: rechazar a Jesús, el Príncipe de la Verdad y de la Vida, es elegir a Barrabás, el asesino».

Un detalle de la crucifixión

Con él crucificaron a dos bandidos, uno a su derecha y otro a su izquierda. Los que pasaban meneaban la cabeza y blasfemaban contra él: «Tú, que destruyes el templo y en tres días lo reconstruyes, ¡sálvate a ti mismo! ¡Si eres el Hijo de Dios, baja de la cruz!» De la misma manera se burlaban de él los jefes de los sacerdotes, junto con los maestros de la ley y los ancianos. «Salvó a otros» —decían, «¡pero no puede salvarse a sí mismo! ¡Y es el Rey de Israel! Que baje ahora de la cruz, y así creeremos en él. Él confía en Dios; pues que lo libre Dios ahora, si de veras lo quiere. ¿Acaso no dijo: “Yo soy el Hijo de Dios”»? (Mateo 27:38–43)

De modo que las autoridades judías lograron hacer crucificar a Jesús y, como vemos en este texto arriba, creían que su muerte desacreditaba todas sus reivindicaciones. ¿Cómo podía ser el Mesías y salvar a Israel si ni siquiera se pudo salvar a sí mismo del arresto, de la crucifixión y de la muerte? Si era realmente el Hijo de [p269] Dios, seguro que Dios no permitiría que muriese de una manera tan dolorosa e ignominiosa. Pero Jesús sí murió. Los líderes judíos tenían la seguridad de haber triunfado por fin, y de haber puesto punto y final para siempre a la influencia de Jesús.

No obstante, tres días después del entierro comenzaba a correr por Jerusalén la noticia de que su tumba se había encontrado vacía (Mateo 27:62–28:15). Solo unas ocho semanas después, más de tres mil personas habían llegado a la convicción de que Jesús había resucitado de la [p270] muerte (Hechos 2:41) y se convirtieron en discípulos suyos—sin duda muchos más seguidores de los que tenía antes de morir. Y desde aquel momento, por supuesto, este número ha crecido hasta alcanzar una cifra multimillonaria.

La actitud de los primeros cristianos frente a la muerte de Jesús

Trataremos la evidencia histórica de que Jesús realmente resucitó de la muerte en el Apéndice B. Lo que ahora nos ocupa es la actitud de estos miles de nuevos cristianos ante la muerte de Jesús. Ellos no lo veían como una catástrofe, ni tampoco como ningún contratiempo que la resurrección sirviera para remediar. Para ellos más bien se trataba de la obra más importante y significativa que Jesús jamás realizó. Lo que es más, enseguida iniciaron la costumbre de reunirse, por lo menos una vez a la semana —generalmente el primer día de la semana, el día de la resurrección—, precisamente para recordar y celebrar la muerte de Jesús. La sencilla ceremonia mediante la cual lo hacían se llamaba «el partimiento del pan» (Hechos 2:42; 20:7) o «La Cena del Señor». Esta es una descripción que el apóstol Pablo hace de ella:

Yo recibí del Señor lo mismo que les transmití a ustedes: Que el Señor Jesús, la noche en que fue traicionado, tomó pan, y, después de dar gracias, lo partió y dijo: «Este pan es mi cuerpo, que por ustedes entrego; hagan esto en memoria de mí». De la misma manera, después de cenar, tomó la copa y dijo: «Esta copa es el nuevo pacto en mi sangre; hagan esto, cada [p271] vez que beban de ella, en memoria de mí». Porque cada vez que comen este pan y beben de esta copa, proclaman la muerte del Señor hasta que él venga. (1 Corintios 11:23–26)

Pablo nos recuerda que esta ceremonia fue instituida por Jesús mismo en la víspera de su muerte. Por tanto, se trata de la manera en la que Jesús mismo eligió ser recordado.

Acuérdense de mí

Nos consta que, al instituir esta ceremonia, Jesús preveía que la repetición continuada de la misma a través de los siglos serviría para resaltar lo que él mismo consideraba el aspecto más significativo de su obra en el mundo. Por supuesto, podía haber mandado a sus discípulos que se reuniesen una vez a la semana para recitar el Sermón del Monte. El resultado habría sido resaltar el papel de Jesús como maestro de ética. Sin embargo, no fue así como eligió ser recordado. También podía haber mandado que alguien leyese públicamente en cada reunión el relato de alguno de sus milagros más destacados. Esto habría dado a entender que en primer lugar había venido para realizar milagros. Pero esta tampoco fue la manera que eligió. Eligió una ceremonia que por su misma naturaleza serviría para recordar su muerte. Y no solo el hecho de su muerte, sino su propósito: la entrega de su cuerpo al sufrimiento y a la muerte en la cruz, y el derramamiento de su sangre para la remisión de los pecados (Mateo 26:28).

Si este fue el propósito de su muerte, es comprensible que insistiera en que su muerte estuviese en el centro de [p272] la memoria de su pueblo y también en el centro de la atención del mundo entero. Su enseñanza ética no podía haber asegurado la remisión de los pecados de la humanidad, ni tampoco lo podían haber hecho sus milagros. De hecho, el efecto de sus enseñanzas éticas —un efecto saludable, por cierto— es el de hacer que las personas sean más conscientes de sus pecados, y por tanto de su culpa, que nunca antes. Solo su muerte como un sacrificio designado por Dios por el pecado del hombre pudo obtener el perdón que el hombre necesita y la reconciliación con Dios.

Además, Jesús estableció cuidadosamente todos los detalles de esta ceremonia conmemorativa a fin de que siempre se tuviese muy claro mediante la muerte de quién y el sacrificio de quién se puede acceder a este perdón. Cuando ofreció el pan a sus discípulos como símbolo de su cuerpo, no les dijo que ofreciesen este símbolo a Dios como medio de obtener el perdón: les dijo que lo comiesen. Asimismo, cuando les ofreció la copa de vino como símbolo de su sangre, no les dijo que la derramasen como sacrificio por el pecado. Les correspondía beberla (Mateo 26:26–27). La salvación no residía en los símbolos: no eran más que una manera de recordar la muerte de Jesús como el eje principal de la historia de la humanidad, y proclamarla a todas las generaciones sucesivas. Era preciso que todos comprendiesen con la máxima claridad que la salvación del mundo no dependía de nada que pueda hacer el hombre, ni de ningún sacrificio ni sufrimiento humano, sino única y exclusivamente del sacrificio realizado por Jesús cuando murió en la cruz. [p273]

Esta es una enorme reivindicación, de la que ahora trataremos de ofrecer una evaluación.

28: La aseveración de Jesús de ser el Salvador del mundo

28 [p275]

La aseveración de Jesús de ser el Salvador del mundo

En el último capítulo estuvimos considerando cómo Jesús, antes de su muerte, quiso dejar muy claro que la salvación del mundo dependía únicamente del sacrificio que estaba a punto de realizar a través de su muerte en la cruz. Esta reivindicación es tan enorme que naturalmente pediremos evidencia de que sea cierta. Escuchemos primeramente al precursor de Cristo.

El testimonio de Juan Bautista

Juan Bautista se identificó a sí mismo como el precursor del Mesías, designado por Dios con la misión de presentar oficial y públicamente al Mesías ante su nación y ante el mundo (ver Isaías 40:3–5; Juan 1:23). Por tanto, era natural que, en el momento de presentar a Jesús al comienzo de su ministerio, Juan declarase quién era Jesús: el Hijo de Dios (Juan 1:30–34). Pero, además de esto, declaró el [p276] motivo de la venida de Jesús: «¡Aquí tienen al Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo!» (Juan 1:29).

Lo que tiene de significativo esta declaración es que no fue hecha después de la muerte de Jesús, ni siquiera al final de su vida en la tierra, sino al principio de su ministerio. Desde el comienzo, entonces, se proclamó que Jesús había venido para morir por los pecados del mundo. Y Jesús mismo repitió esta reivindicación más tarde: «Porque ni aun el Hijo del hombre vino para que le sirvan, sino para servir y para dar su vida en rescate por muchos» (Marcos 10:45), y «Yo soy el buen pastor. El buen pastor da su vida por las ovejas . . . doy mi vida por las ovejas» (Juan 10:11,15). Y en este particular, por supuesto, Jesús es único. Ningún otro maestro; ni Buda, ni Mahoma, ni Sócrates, ni Platón, ni Napoleón, ni Marx, ni ningún otro filósofo, ni político, ni fundador de ninguna religión, nunca ha anunciado al comienzo de su carrera que su propósito principal en la vida fuese morir por los pecados del mundo.

Y hay buenas razones para ello. A menos que esta reivindicación fuese cierta, solo se atrevería a hacerla un megalómano, una persona mentalmente desequilibrada. Solo alguien que fuera infinitamente más que un ser humano finito podría ofrecerse a sí mismo como sacrificio suficiente por el pecado de todo el mundo. Y solo un hombre sin pecado, y por tanto no merecedor de la muerte a causa de su propio pecado, podría presentar su propia muerte como sustituto de la muerte de los pecadores. Es comprensible, entonces, que ningún otro líder religioso jamás haya hecho una reivindicación así. [p277] Sin embargo, Jesús reivindicó precisamente esto. ¿Acaso estaba loco? Tal vez la única respuesta válida a una pregunta así es que, si Jesús de Nazaret estaba loco, nunca ha habido ningún cuerdo en toda la historia de la humanidad.

El testimonio del Antiguo Testamento

Según el Nuevo Testamento, el evangelio cristiano no es solo que «Cristo murió por nuestros pecados», sino que «Cristo murió por nuestros pecados según las Escrituras —es decir, el Antiguo Testamento—» (1 Corintios 15:3). Dicho de otra manera, el Nuevo Testamento afirma que la muerte de Jesús fue el cumplimiento de las promesas y de las profecías que Dios había dado hacía muchos siglos. En aquellas profecías, Dios había anunciado que enviaría a su Gran Siervo, al Mesías, al mundo para pagar el castigo por el pecado y para morir a fin de que los pecadores fuesen perdonados y reconciliados con Dios. Esto es, naturalmente, lo que Jesús mismo afirmó tanto antes de su muerte como después de la resurrección:

«Cuando todavía estaba yo con ustedes, les decía que tenía que cumplirse todo lo que está escrito acerca de mí en la ley de Moisés, en los profetas y en los salmos». Entonces les abrió el entendimiento para que comprendieran las Escrituras. «Esto es lo que está escrito» —les explicó: «que el Cristo padecerá y resucitará al tercer día, y en su nombre se predicarán el arrepentimiento y el perdón de pecados a todas las naciones . . .» (Lucas 24:44–47) [p278] De modo que la idea de que el Siervo del Señor, el Mesías, tendría que sufrir y morir por los pecados del mundo no era ninguna idea nueva, completamente desconocida hasta que Jesús de repente la sacara y la plasmara ante sus contemporáneos. Hacía varios siglos Dios ya la había hecho pronunciar y escribir con claridad en el Antiguo Testamento. La única cuestión que tenían que resolver los contemporáneos de Jesús era la siguiente: ¿encajan la vida, la muerte y la resurrección de Jesús con estas profecías? Los líderes judíos estaban tan seguros de que no era el Mesías que, por lo visto olvidando lo que habían anunciado los profetas, lo hicieron crucificar—lo cual fue lo último que deberían haber hecho si lo que querían era demostrar que _no_ era el Mesías.

Pero a nosotros se nos plantea la misma pregunta mientras procuramos tomar una decisión respecto a las reivindicaciones de Jesús.

El Siervo del Señor

Isaías 52:13–53:12 es uno de los textos más conocidos del Antiguo Testamento —fue escrito, según los eruditos bíblicos, más de 600 años antes del tiempo de Cristo— que predijo lo que le sucedería al Siervo de Dios, al Mesías, cuando Dios lo enviara al mundo.

Miren, mi siervo triunfará; será exaltado, levantado y muy enaltecido. Muchos se asombraron de él, pues tenía desfigurado el semblante; ¡nada de humano tenía su aspecto! [p279] Del mismo modo, muchas naciones se asombrarán, y en su presencia enmudecerán los reyes, porque verán lo que no se les había anunciado, y entenderán lo que no habían oído. ¿Quién ha creído a nuestro mensaje y a quién se le ha revelado el poder del Señor? Creció en su presencia como vástago tierno, como raíz de tierra seca. No había en él belleza ni majestad alguna; su aspecto no era atractivo y nada en su apariencia lo hacía deseable. Despreciado y rechazado por los hombres, varón de dolores, hecho para el sufrimiento. Todos evitaban mirarlo; fue despreciado, y no lo estimamos. Ciertamente él cargó con nuestras enfermedades y soportó nuestros dolores, pero nosotros lo consideramos herido, golpeado por Dios, y humillado. Él fue traspasado por nuestras rebeliones, y molido por nuestras iniquidades; sobre él recayó el castigo, precio de nuestra paz, y gracias a sus heridas fuimos sanados. Todos andábamos perdidos, como ovejas; cada uno seguía su propio camino, pero el Señor hizo recaer sobre él la iniquidad de todos nosotros. Maltratado y humillado, ni siquiera abrió su boca; [p280] como cordero, fue llevado al matadero; como oveja, enmudeció ante su trasquilador; y ni siquiera abrió su boca. Después de aprehenderlo y juzgarlo, le dieron muerte; nadie se preocupó de su descendencia. Fue arrancado de la tierra de los vivientes, y golpeado por la transgresión de mi pueblo. Se le asignó un sepulcro con los malvados, y murió entre los malhechores, aunque nunca cometió violencia alguna, ni hubo engaño en su boca. Pero el Señor quiso quebrantarlo y hacerlo sufrir, y, como él ofreció su vida en expiación, verá su descendencia y prolongará sus días, y llevará a cabo la voluntad del Señor. Después de su sufrimiento, verá la luz y quedará satisfecho; por su conocimiento mi siervo justo justificará a muchos, y cargará con las iniquidades de ellos. Por lo tanto, le daré un puesto entre los grandes, y repartirá el botín con los fuertes, porque derramó su vida hasta la muerte, y fue contado entre los transgresores. Cargó con el pecado de muchos, e intercedió por los pecadores. (Isaías 52:13–53:12)

Una posible objeción. Alguien podría argumentar de la siguiente manera: puesto que esta profecía fue escrita [p281] muchos años antes del nacimiento de Jesús y él seguramente la conocía, ¿no le habría resultado bastante sencillo provocar a las autoridades judías de tal modo que lo hiciesen matar, convirtiéndolo de esta manera en un mártir, y convenciendo a sus seguidores de que la profecía se cumplía en él? Un argumento así podría resultar atrayente a primera vista; no obstante, topa con un obstáculo insuperable: si Jesús intentó deliberadamente cumplir esta profecía, tenía que estar seguro de que, después de su ejecución, resucitaría de la muerte. Si no resucitaba, la falsedad de su reivindicación sería patente. Y es por esta razón que nadie sino Jesús jamás declaró que iba a cumplir esta profecía. Lo cual nos trae de vuelta a la cuestión de la evidencia de la resurrección de Jesús. Hemos compilado algunas de las principales evidencias en el Apéndice B de este libro, en el que también se incluyen otras lecturas sugeridas.

El testimonio de la experiencia personal

Comencemos por una analogía. El mundo está hecho de tal manera que todos tenemos estómagos que tienen hambre y que nos obligan a buscar comida. Sería muy extraño si fuese imposible encontrar comida para satisfacer esta hambre por ninguna parte. Pero cuando encontramos un pan, ¿cómo sabemos que este pan es bueno, que nos alimentará de verdad y que no se trata de una trampa? Lo sabemos cuando probamos este pan y descubrimos que, en efecto, satisface nuestra hambre.

De la misma manera, todos poseemos una conciencia. No la hemos inventado. Nuestra conciencia nos señala que [p282] hemos pecado contra Dios y contra nuestro prójimo y que merecemos sufrir las consecuencias de nuestro pecado. En nuestro fuero interno, anhelamos ser perdonados. Pero ¿dónde se puede encontrar un perdón que sea compatible con el ideal de la justicia universal? Es aquí donde Jesús acude a nuestra necesidad. Afirma ser nuestro Hacedor y Juez: se ha comprometido a hacer prevalecer la ley de Dios y condenar nuestros pecados. El castigo debe cumplirse. Pero no es únicamente nuestro Juez. Al ser nuestro Creador, nos ama de la manera como solo nuestro Creador nos podría amar. Y puesto que nos ama, estuvo dispuesto a morir por nosotros a fin de asumir él mismo la pena que nosotros merecíamos y proporcionarnos la paz y la vida eterna. Pero ¿cómo sabemos que esto, o mejor dicho, que Jesús es auténtico? Poniendo nuestra fe en él, recibiéndolo y descubriendo así que él cubre la necesidad de nuestra conciencia como nada ni nadie la puede cubrir.

En última instancia, la pregunta fundamental que se nos plantea es esta: si hay un Dios Creador, ¿cómo se le reconocería como tal? La respuesta que ofrece la Biblia es la siguiente: reconocerías a tu Creador por el hecho de que, a pesar de tu pecado, haría lo que fuese, siempre que fuera compatible con su justicia, por extremo que fuese, para que no tuvieras que perecer. La Biblia lo expresa en estas palabras: «Dios demuestra su amor por nosotros en esto: en que cuando todavía éramos pecadores, Cristo murió por nosotros» (Romanos 5:8). «Porque tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo unigénito, para que todo el que cree en él no se pierda, sino que tenga vida eterna» (Juan 3:16). [p283]

Para el aula

Leer y estudiar Isaías 52:13–53:12, fijándose cuidadosamente en todos sus detalles.

Tomar un Nuevo Testamento y leer los cuatro relatos de la muerte de Jesús. Se pueden encontrar al final de las cuatro biografías de Jesús, los evangelios, escritas por los apóstoles Mateo, Marcos, Lucas y Juan, al principio del Nuevo Testamento.

Comparar lo que le sucedió a Jesús con las predicciones de Isaías 53.

Luego evaluar la evidencia de que cuando Jesús murió por nuestros pecados, murió por nuestros pecados «según las Escrituras» (1 Corintios 15:3).

Volver a leer la profecía de Isaías, asegurándose de que la clase ha comprendido los dos hechos principales que se desprenden de ella.

(a) El Siervo de Dios no solo había de sufrir el rechazo, la tortura y la muerte a manos de sus semejantes, y sufrirlos sin ninguna represalia. También había de sufrir a manos de Dios. «El Señor hizo recaer sobre él la iniquidad de todos nosotros» (Isaías 53:6), y por tanto le pidió cuentas a él. De modo que el Señor pondría «su vida en expiación» por el pecado (Isaías 53:10). Esto significa que Dios lo trataría como nuestro sustituto. Sería traspasado y molido por nuestras iniquidades (Isaías 53:5). El Señor lo quebrantaría, lo sujetaría a sufrimiento (Isaías 53:10) y lo castigaría (Isaías 53:5), para que él fuese quien pagase la pena exigida por la ley de Dios en lugar de nosotros. Había de ser «contado entre los transgresores» y así «[interceder] por los transgresores» (Isaías 53:12). Como resultado, nosotros seríamos «justificados», es decir, exculpados ante Dios, perdonados y absueltos ante el tribunal de Dios (Isaías 53:11), sanados, y tendríamos paz con él (Isaías 53:5).

(b) El Siervo de Dios moriría (Isaías 53:8) y sería enterrado (Isaías 53:9). Mas después prolongaría sus días (Isaías 53:10). La voluntad de Dios se llevaría a cabo en su mano (Isaías 53:10) y triunfaría y sería engrandecido y universalmente reconocido (Isaías 53:10–11 y 52:13–15). La única manera en que esto podría suceder sería mediante la resurrección de la muerte del Siervo de Dios.

Parte 3: La ética cristiana

29: La extensión de la ética cristiana por todo el mundo

En este capítulo volvemos al tema principal de esta serie, la cuestión de la ética. Los textos más detallados y extensos que tratan esta cuestión en el Nuevo Testamento se encuentran en las llamadas «epístolas». Se trata de cartas escritas por apóstoles y otros líderes cristianos a algunas iglesias, varias de las cuales se acababan de fundar. Contienen instrucción ética detallada acerca de la moralidad personal, la vida familiar y las relaciones, las actitudes hacia el prójimo, los empleados y los jefes, hacia el Estado, hacia el trabajo, etc.; en muchos casos esta instrucción ética ocupa entre la cuarta y la tercera parte de la carta. La instrucción tenía que ser básica y a la vez detallada, puesto que la mayoría de estas nuevas iglesias cristianas estaban formadas por una mezcla de personas muy diferentes. Había, para comenzar, numerosos judíos, los cuales, incluso antes de su conversión, seguramente habían sido instruidos en la ética del Antiguo Testamento. Pero también había gentiles, [p288] cuyo trasfondo pagano y cuyas normas éticas eran muy diferentes a las de los judíos, a menudo estridentemente. Y en diferentes partes del Imperio romano había enormes diferencias nacionales, culturales y sociales. Los nuevos cristianos de Filipos, por ejemplo, vivían en una ciudad que, aunque situada en Grecia, era una colonia romana. Sus ciudadanos estaban orgullosos de ella: vestían ropa romana y a menudo hablaban latín. Su ciudad estaba bien organizada. Los nuevos cristianos de Creta, en cambio, pertenecían a un grupo étnico sobre el que uno de sus propios poetas había escrito lo siguiente: «Los cretenses son siempre mentirosos, malas bestias, glotones perezosos» (Tito 1:12). Las ciudades como Atenas y Corinto eran maravillas de la sofisticación por excelencia: Atenas era una ciudad universitaria con una arquitectura espléndida y que gozaba de una reputación mundial por su calidad intelectual, y Corinto un próspero centro comercial. Cuando los habitantes de Atenas oyeron predicar al apóstol Pablo por primera vez, el comentario que hicieron era típicamente cínico: «¿Qué querrá decir este charlatán?» (Hechos 17:18). En el otro extremo, los habitantes de Listra de Licaonia —un distrito de Pisidia, al norte de los montes Tauro— pensaban que Pablo y Bernabé, su compañero misionero, eran los dioses paganos Zeus y Hermes venidos a la tierra en forma humana. Les habrían ofrecido sacrificios si no hubiese sido por la intervención de Pablo (Hechos 14:8–17).

La ética cristiana, entonces, tenía por delante un reto importante al dirigirse a colectivos de personas tan diversos en estas diferentes regiones. Y en las ciudades cosmopolitas como Roma, la capital del imperio, o Éfeso, la ciudad principal de Asia Menor, este reto resultaría [p289] doblemente difícil, porque el cristianismo no es una filosofía que se pueda practicar adecuadamente por un individuo que, dentro de una situación determinada, prefiere mantenerse aparte de los demás, o limitarse a su propio colectivo étnico o cultural. El cristianismo es una vida que requiere ser vivida en comunión activa con otros creyentes. Fuesen originalmente judíos o gentiles, asiáticos o europeos, cultos o ignorantes, esclavos o libres, miembros de la clase dirigente de la sociedad romana o de alguna pequeña nación sojuzgada por los romanos e incorporada al Imperio, todos, en cuanto se convertían al cristianismo, debían aceptarse, respetarse y amarse los unos a los otros, y estar dispuestos a participar activamente en la comunión de su iglesia cosmopolita local. El cristianismo sin duda exigía un precio muy alto.

Por supuesto, surgen muchas preguntas; y la primera de ellas es una pregunta sencilla de carácter histórico y geográfico: ¿Cómo, cuándo y dónde nacieron estos grupos de conversos cristianos? Se puede responder a esta pregunta al examinar los mapas del mundo mediterráneo que tratan sobre la extensión del evangelio en el primer siglo —ver las sugerencias relacionadas en Para el aula—.

Pero hay otra cuestión que va más allá, y que atañe a la esencia del problema de la ética, el tema principal de estos estudios.

¿Qué tenía el evangelio cristiano que influyó de tal manera en tantas personas de trasfondos tan diferentes, que muchas de ellas estuvieron dispuestas a abandonar su antiguo estilo de vida para adoptar como suya la ética cristiana?

Para ilustrar esta realidad, consideremos dos casos extremos:

[p290] 1. Los corintios —La visita de Pablo se relata en Hechos 18—

Corinto era una ciudad grande y próspera con una población —incluidos los esclavos— de unas 650.000 personas. También era un puerto. En cuanto a sus valores morales, se puede considerar el siguiente resumen de su reputación:

Como cualquier ciudad comercial, Corinto era un centro de una promiscuidad sexual abierta y desenfrenada. El culto a la diosa Afrodita fomentaba la prostitución en nombre de la religión. Llegó a haber 1.000 prostitutas —sacerdotisas—, asequibles a todos los que acudían, que servían en su templo. Hasta tal punto se extendió el renombre de la inmoralidad de Corinto que el verbo griego «corintizar» llegó a significar «practicar la inmoralidad sexual». En un entorno como ese no es de extrañar que la iglesia corintia estuviera plagada de numerosos problemas.1

Para el aula

Aquí hay una oportunidad para realizar un proyecto juntos.

Consigue —o dibuja— un mapa grande de los países mediterráneos tal como eran durante el primer siglo dC Señala también la extensión del Imperio romano.

A partir de la información que se encuentra en los Hechos de los Apóstoles, sigue en el mapa las trayectorias de los primeros misioneros cristianos y analiza el proceso mediante el cual el evangelio se extendió desde el Aposento Alto en Jerusalén donde Cristo comisionó a sus apóstoles y discípulos (Lucas 24:33–49; Hechos 2:5–28:30).

Con el libro de los Hechos y las Epístolas en la mano, traza en el mapa las ciudades donde las iglesias cristianas se establecieron, tanto en Asia como en Europa, antes del año 70 de la nueva era.

Estas son algunas fechas aproximadas que pueden ayudar a tus alumnos a darse cuenta de que no se trata de ninguna leyenda sino de hechos históricos remontables a fechas concretas. Se establecieron iglesias: en Jerusalén, el año 30; en Antioquía en Siria, a principios de los 40; en Filipos, Tesalónica, Berea y Corinto, entre el año 50 y el año 52; en Éfeso, Colosas y Laodicea entre el 53 y el 57; y en la isla de Creta, entre el 62 y el 67.

El apóstol Pablo, escribiendo posteriormente a los conversos cristianos en Corinto, protesta, con mucho conocimiento de causa:

Ni los fornicarios, ni los idólatras, ni los adúlteros, ni los sodomitas, ni los pervertidos sexuales, ni los ladrones, ni los avaros, ni los borrachos, ni los calumniadores, ni los estafadores heredarán el reino de Dios. (1 Corintios 6:9–11) [p291] Sin embargo, añade: «Y eso eran algunos de ustedes» (1 Corintios 53:11), es decir, lo eran antes de su conversión a Cristo.

¿Qué hizo entonces que abandonasen su antiguo estilo de vida? Nuestra propia experiencia del mundo nos enseña que personas como estas no suelen ser atraídas, y mucho menos transformadas, por una serie de conferencias sobre ética. ¿Qué tenía el mensaje cristiano que pudo efectuar esta transformación?

[p292] 2. El propio apóstol Pablo

Esta es su propia descripción de su estilo de vida antes de hacerse cristiano, cuando aún se le conocía como Saulo de Tarso:

Yo mismo tengo motivos para tal confianza. Si cualquier otro cree tener motivos para confiar en esfuerzos humanos, yo más: circuncidado al octavo día, del pueblo de Israel, de la tribu de Benjamín, hebreo de pura cepa; en cuanto a la interpretación de la ley, fariseo; en cuanto al celo, perseguidor de la iglesia; en cuanto a la justicia que la ley exige, intachable. Sin embargo, todo aquello que para mí era ganancia, ahora lo considero pérdida por causa de Cristo. Es más, todo lo considero pérdida por razón del incomparable valor de conocer a Cristo Jesús, mi Señor. Por él lo he perdido todo, y lo tengo por estiércol, a fin de ganar a Cristo. (Filipenses 3:4–8)

Era un hombre meticuloso en el cumplimiento de los ritos religiosos de su fe. Si se mide por nuestros criterios actuales, era un fanático, persiguiendo con amargura a todo aquel que consideraba hereje. Pero no es así como se habría considerado a sí mismo durante aquella etapa de su vida. Él creía que actuaba por un amor y una devoción auténticos hacia Dios, contra cuya honra estos «herejes» habían blasfemado de manera grave. Además, podía decir con sinceridad que se había esforzado con todo su ser por guardar la ley moral de Dios. Aunque no era perfecto, nadie [p293] le podría señalar con el dedo, ni acusarlo de laxitud moral.

Entonces ¿qué había en el mensaje cristiano que al final le hizo reconocer que su estilo de vida tenía que cambiar por completo y que la ética por la cual vivía era tan inadecuada que la debía abandonar como si se tratase de un montón de basura? Y ¿en qué aspectos la ética cristiana era superior a la que había seguido hasta aquel momento?

Cuatro elementos fundamentales de la eficacia del evangelio cristiano

El lugar más lógico donde comenzar a buscar las respuestas a las preguntas planteadas arriba es en los Hechos de los Apóstoles. A lo largo de su narrativa, Lucas introduce una serie de sermones y discursos a cargo de diversos líderes cristianos ante una variedad de audiencias —ver el recuadro «Sermones y discursos en Hechos»—.

Estos discursos y sermones, tal como Lucas nos los presenta, son, por supuesto, largos resúmenes de lo que se dijo en cada ocasión. No obstante, ilustran a la perfección la estructura central de cada discurso y sus principales argumentos. Nos conducen a un descubrimiento de suma importancia: excepto en el caso del núm. 10, un discurso hecho ante personas que hacía tiempo que se habían convertido, y el núm. 13, donde Pablo se defiende a sí mismo contra las acusaciones de conducta ilícita, apenas hay alguna frase de enseñanza ética en todos estos discursos y sermones. Históricamente esto es muy significativo. No cabe duda de que el cristianismo se estableció rápidamente en el mundo antiguo. Lo que queremos saber es lo [p294] siguiente: ¿cómo lo consiguió? Y la respuesta que encontramos en el libro de los Hechos es que la predicación que indujo a las personas a abandonar sus antiguos estilos de vida y a asumir la ética cristiana no fue la instrucción ética en sí. La ética se impuso después de que estas personas se convirtieron.

¿Cuál fue, entonces, el mensaje que convirtió a la gente?

Sugerimos que valdría la pena leer los sermones y discursos mencionados abajo y, si cabe, fijarse en las conversiones que los siguen. Al hacerlo, anoten cada vez que alguno de los siguientes temas salga en cualquiera de los discursos o sermones, o en su contexto:

  • La muerte de Jesús y la oferta del perdón.
  • La resurrección de Jesús y sus implicaciones.
  • La oferta del don del Espíritu Santo.
  • La promesa de la segunda venida de Jesús y la advertencia del Día del Señor y del juicio.

Proponemos que estos fueron los cuatro elementos principales de la predicación de los primeros cristianos que produjeron en los oyentes un cambio de corazón, la fe en el Señor Jesús y un deseo de abandonar una manera de vivir pecaminosa y seguir las enseñanzas éticas de Cristo, fuesen las que fuesen.

Y no solo esto. En los próximos capítulos estudiaremos la manera en la que estos cuatro elementos de la fe cristiana constituyen la base de la enseñanza ética que posteriormente se construye sobre ellos, son la fuente de [p295] los ideales a los que todo cristiano debe aspirar e imparten la motivación y el poder para irse aproximando cada vez más a estos ideales.

Sermones y discursos en Hechos

  1. Pedro, ante la multitud en Jerusalén 2:14–36

  2. Pedro, ante la multitud en Jerusalén 3:12–26

  3. Pedro, ante el concilio judío 4:5–12

  4. Pedro, ante el concilio judío 5:29–42

  5. Esteban, ante el concilio judío 7:2–53

  6. Pedro, a algunos gentiles 10:34–43

  7. Pablo, en una sinagoga en Antioquía de Pisidia 13:16–41

  8. Pablo, ante los habitantes de Listra 14:14–18

  9. Pablo, en el Areópago de Atenas 17:22–31

  10. Pablo, a los ancianos de la iglesia de Éfeso 20:18–35

  11. Pablo, a la multitud de Jerusalén 22:1–21

  12. Pablo, ante una corte religiosa judía 23:1–10

  13. Pablo, ante una corte civil romana 24:10–21

  14. Pablo, ante el rey Agripa 26:2–29

Notas

  1. Traducido de la «Introducción a 1 Corintios», de la Biblia: NIV Study Bible, en inglés.

30: El impacto de la muerte de Cristo. Parte 1: una nueva vida

Para comprender bien la ética cristiana debemos fijarnos en:

  1. Los numerosos particulares en los cuales el Nuevo Testamento repite y mantiene la instrucción ética del Antiguo Testamento.
  2. Los muchos aspectos en los cuales la ética del Nuevo Testamento es distinta.

Por ejemplo, el Antiguo Testamento dice: «Honra a tu padre y a tu madre» (Éxodo 20:12). El Nuevo Testamento recoge este mandamiento y lo refuerza, haciendo notar que se trata del primero de los diez mandamientos que lleva una promesa: «para que te vaya bien y disfrutes de una larga vida en la tierra» (Efesios 6:2–3).

«Ama a tu prójimo como a ti mismo» dice el Antiguo Testamento (Levítico 19:8). El Nuevo Testamento no solo [p298] lo repite, sino que lo establece como la piedra angular de su propio sistema ético: «No tengan deudas pendientes con nadie, a no ser la de amarse unos a otros. De hecho, quien ama al prójimo ha cumplido la ley. Porque los mandamientos que dicen: “No cometas adulterio”, “No mates”, “No robes”, “No codicies”, y todos los demás mandamientos, se resumen en este precepto: “Ama a tu prójimo como a ti mismo”. El amor no perjudica al prójimo. Así que el amor es el cumplimiento de la ley» (Romanos 13:8–10).

Por otro lado, cuando Cristo ordenó a sus discípulos que se amaran los unos a los otros, no se limitó a repetir el mandato del Antiguo Testamento: que amasen a su prójimo como a ellos mismos. Lo que dijo fue esto: «Este mandamiento nuevo les doy: que se amen los unos a los otros. Así como yo los he amado, también ustedes deben amarse los unos a los otros» (Juan 13:34). ¿Qué tenía de nuevo? Ni más ni menos que el listón que estableció al añadir las palabras: «como yo los he amado». Los amó durante su vida; pero después de su muerte, los primeros cristianos comprendieron que su muerte fue la expresión por excelencia de su amor hacia ellos. Y si este era el listón con el cual se había de medir su amor mutuo, la ética cristiana resultaba ser muy exigente. «En esto conocemos lo que es el amor: en que Jesucristo entregó su vida por nosotros. Así también nosotros debemos entregar la vida por nuestros hermanos» escribe el apóstol Juan (1 Juan 3:16).

Más adelante consideraremos algunas de las implicaciones prácticas de esto. Lo que cabe resaltar ahora es un ejemplo sencillo y obvio de uno de los principales rasgos característicos y distintivos de la ética cristiana: el [p299] impacto que en ella tuvo la muerte de Cristo. Este será el tema que trataremos ahora.

Un nuevo comienzo

Así es como hablaban los primeros cristianos:

Por lo tanto, si alguno está en Cristo, es una nueva creación. ¡Lo viejo ha pasado, ha llegado ya lo nuevo! Todo esto proviene de Dios, quien por medio de Cristo nos reconcilió consigo mismo y nos dio el ministerio de la reconciliación: esto es, que en Cristo, Dios estaba reconciliando al mundo consigo mismo, no tomándole en cuenta sus pecados y encargándonos a nosotros el mensaje de la reconciliación. Así que somos embajadores de Cristo, como si Dios los exhortara a ustedes por medio de nosotros: «En nombre de Cristo les rogamos que se reconcilien con Dios». Al que no cometió pecado alguno, por nosotros Dios lo trató como pecador, para que en él recibiéramos la justicia de Dios. (2 Corintios 5:17–21)

Al afirmar que «lo viejo ha pasado» no estaban cayendo en una exageración fantasiosa. Se referían al hecho de que la muerte de Cristo sirvió para romper las cadenas de la culpa que los tenía esclavizados a su pasado y atrofiaba todos sus intentos de adoptar un estilo de vida reformado.

Consideremos una analogía. Imaginémonos que una persona ha traicionado a su país, y al intentar huir de la justicia ha robado, falsificado billetes de banco y cometido actos de violencia. Puede que quiera deshacerse de su manera de vivir y comenzar de nuevo. Pero a no ser que pague el precio [p300] de lo que hizo y se reconcilie con el gobierno y la sociedad en general, no hay ninguna esperanza real de que lleve una vida normal y sana. Y si resulta que el precio a pagar es la muerte, ¡no existe ninguna esperanza en absoluto!

Tal vez nosotros no hayamos cometido ningún crimen tan horrendo como el de esta persona; sin embargo, todos hemos violado la ley de Dios, infringido sus mandamientos y, como la Biblia lo expresa: «cada uno seguía su propio camino» (Isaías 53:6). No puede haber ningún futuro seguro para nosotros, por mucho que nos esforcemos por reformarnos, a no ser que Dios perdone nuestros pecados, nos libere de la carga de nuestro pasado y nos reconcilie con él. Fue la muerte de Jesús lo que hizo posible que Dios hiciese todo esto. «En Cristo, Dios estaba reconciliando al mundo consigo mismo, no tomándole en cuenta sus pecados» (2 Corintios 5:19). «Fuimos reconciliados con él —Dios— mediante la muerte de su Hijo», dicen las Escrituras (Romanos 5:10). «A Dios le agradó . . . por medio de él —Cristo—, reconciliar consigo todas las cosas, tanto las que están en la tierra como las que están en el cielo, haciendo la paz mediante la sangre que derramó —Cristo— en la cruz» (Colosenses 1:19–20).

En el período del Antiguo Testamento, cuando alguien cometía un crimen terrible, primero era ejecutado, y después su cuerpo se colgaba en un árbol hasta el anochecer. El propósito de ello era exhibir públicamente la maldición divina, es decir, el más absoluto rechazo por parte de Dios ante el pecado que se había perpetrado (Deuteronomio 21:22–23). Asimismo, la ley de Dios pronunciaba una maldición sobre todo aquel que la rompía (Deuteronomio 27:26). Por tanto, el Hijo de Dios no solo murió para pagar el precio [p301] de nuestro pecado: también fue colgado públicamente sobre una cruz de madera, para poner de manifiesto ante el universo la desaprobación total y absoluta de Dios hacia el pecado humano. La Biblia dice: «Cristo nos rescató de la maldición de la ley al hacerse maldición por nosotros, pues está escrito: “Maldito todo el que es colgado de un madero”» (Gálatas 3:13). Por tanto, Dios puede perdonar libremente a todo aquel que reconozca su culpa, se arrepienta y acepte al Hijo de Dios como sustituto; es decir, como víctima del castigo de Dios en su lugar. Pero al mismo tiempo, ¡ha demostrado claramente ante el universo que, al perdonarlo, no se ha vuelto tolerante al pecado!

Además, la muerte de Cristo ha proporcionado a sus discípulos nuevos términos y condiciones bajo los cuales vivir.

Un nuevo pacto

Estos son los términos del Nuevo Pacto, como lo llama la Biblia, el cual:

  1. Cristo anunció y simbolizó en la víspera de su muerte, cuando dio una copa de vino a sus discípulos, diciendo: «Esta copa es el nuevo pacto en mi sangre, que es derramada por ustedes» (Lucas 22:20).
  2. Cristo efectuó, representó y garantizó, al morir en la cruz.

Aquí están sus términos:

“Este es el pacto que haré con ellos después de aquel tiempo —dice el Señor—: Pondré mis leyes en su corazón, y las escribiré en su mente”. [p302] Después añade:

“Y nunca más me acordaré de sus pecados y maldades”. Y, cuando estos han sido perdonados, ya no hace falta otro sacrificio por el pecado. (Hebreos 10:16–18)

Este nuevo pacto establece, entonces, los términos y condiciones conforme a los cuales los discípulos de Cristo pueden vivir y desarrollar un estilo de vida auténticamente cristiano. En primer lugar, Cristo pone sus leyes en la mente y en el corazón de sus discípulos de modo que estas leyes dejen de ser un código externo de reglas y de normas, y vengan a formar una parte íntegra de la manera de pensar y de sentir de los discípulos; su segunda naturaleza, por decirlo así.

Por otro lado, esto no significa que los discípulos de Cristo puedan vivir al instante una vida libre del pecado.

Consideremos una analogía que nos ayudará a explicar por qué esto es así. Si quieres que el vuelo de un avión sea dirigido por un ordenador, primero tienes que instalar el programa diseñado para ello. Sin un programa así, el ordenador, por bueno que fuera, no sería capaz de dirigir el avión. De la misma manera, a menos que Cristo escriba las leyes de Dios en nuestro corazón y en nuestra mente, no podremos controlar nuestras vidas como los verdaderos cristianos deberían.

Pero supongamos que el ordenador donde el programa es instalado tiene ciertas limitaciones en cuanto a lo que puede hacer, además de algunos defectos. Puede que sea capaz de controlar el vuelo del avión un 70% del [p303] tiempo; pero también cometerá errores de vez en cuando; y el piloto humano tiene que estar alerta constantemente para monitorizarlo y corregir sus errores. Pasa algo así con los discípulos cristianos; nacen con genes imperfectos, cuerpos, mentes y sentimientos defectuosos. Cristo ya ha escrito sus leyes en su corazón y mente; y están decididos a cumplirlas. Cada vez lo lograrán más. Pero a veces fracasarán; y Cristo, su «piloto», los tendrá que corregir.

¿Tiene importancia, entonces, cuando los discípulos de Cristo caen y pecan? Claro que tiene importancia. Y ¿qué ocurre? ¿Pierden su salvación y tienen que comenzar otra vez desde cero? ¡No! Es aquí donde las últimas cláusulas del nuevo pacto entran en juego. Dios ha previsto el fracaso, y la muerte de Cristo ya ha pagado el precio de antemano. Por tanto, Dios puede garantizar a los discípulos de Cristo: «Nunca más me acordaré de sus pecados y maldades». Los discípulos deben, por supuesto, confesar su fracaso a Dios; pero la garantía de Dios es que «si confesamos nuestros pecados, Dios, que es fiel y justo, nos los perdonará y nos limpiará de toda maldad» (1 Juan 1:9). Y el Espíritu Santo nos asegura que no hace falta ya ningún nuevo ofrecimiento del sacrificio de Cristo, ni de nada más (Hebreos 10:18, ver arriba). Cristo ha pagado con antelación la totalidad del coste del entrenamiento en santidad de los discípulos.

Aquí tenemos una ilustración No se puede aprender química sin realizar experimentos. Pero cuando un alumno hace experimentos, es probable que de vez en cuando cometa errores; y sus errores pueden ser peligrosos y causar daños costosos de arreglar. En la escuela a la que yo iba de niño, los padres tenían que depositar una cantidad [p304] de dinero con antelación para pagar cualquier daño que se pudiera producir por los errores de sus hijos al aprender química. Si un discípulo cristiano quiere aprender a utilizar bien los poderes que Cristo le ha impartido para vivir una vida santa, tendrá que practicar; e inevitablemente cometerá errores y fallará de vez en cuando. Pero por muy grave que sea el daño, no anula su salvación. La muerte de Cristo ya ha pagado el precio del fracaso; y el discípulo queda libre para perseverar en el proceso de entrenamiento en comunión con Dios.

Pero alguien dice: «¿esta manera de pensar no socava la ética y la moralidad y lleva a los discípulos a un estilo de vida despreocupado y negligente?» No, al menos si son discípulos verdaderos; porque la muerte de Cristo, como veremos en el próximo capítulo, establece una nueva ética de amor, gratitud y consistencia moral. Por ejemplo, el apóstol Pablo escribe:

[p305] El amor de Cristo nos obliga, porque estamos convencidos de que uno murió por todos, y por consiguiente todos murieron. Y él murió por todos, para que los que viven ya no vivan para sí, sino para el que murió por ellos y fue resucitado. (2 Corintios 5:14–15)

¿Qué diferencia marca?

Encontrar y comentar más ejemplos de requerimientos éticos del Antiguo Testamento que se repiten en el Nuevo. ¿Qué diferencia habría en la sociedad de hoy en día si estos mandatos se practicasen?

¿Qué relevancia tiene la muerte de Cristo para la ética y el comportamiento cristianos?

Antes de leer el próximo capítulo, piensa en algunas de las razones, en base a la cita bíblica de 2 Corintios 5:14–15, por las cuales el perdón de los pecados mediante la muerte de Cristo en la cruz no socava la ética y la moralidad.

Para el aula

Pide a los alumnos que escriban una redacción sobre el mandamiento: «Ama a tu prójimo como a ti mismo» poniendo especial atención a las razones por las cuales se le llama un «nuevo mandamiento» en el Nuevo Testamento. Sugiere que los estudiantes intenten encontrar tanto en la Biblia como en la vida cotidiana ejemplos prácticos de cómo cumplir este mandamiento.

31: El impacto de la muerte de Cristo. Parte 2: una nueva motivación ética

La Biblia nos dice que cuando alguien pone su vida en manos de Cristo, Cristo le escribe las leyes de Dios en el corazón y en la mente, y le da recursos para vivir una vida santa (Hebreos 10:16–17). Sin embargo, el desarrollo de la verdadera santidad no es un proceso automático. Debido a la debilidad humana, los seguidores de Cristo aún caen y pecan. Pero Dios, conociendo su debilidad, ha previsto su fracaso y, en su gracia, ha provisto el perdón. En medio de los desafíos, las pruebas y las alegrías de la vida, un seguidor de Cristo participa en el proceso de formación que Dios le ha puesto delante sabiendo que, aunque el pecado es grave, jamás anulará su salvación.

Alguien se podría preguntar si esta manera de pensar no socavaría la ética y la moralidad y llevaría a los discípulos a un estilo de vida despreocupado y negligente. [p308] La respuesta, por supuesto, es que no, al menos si son discípulos verdaderos. La razón es que la muerte de Cristo establece una nueva ética de amor y gratitud.

Una nueva ética

En nuestro estado natural no amamos a Dios ni a Cristo. Posiblemente temamos a Dios como juez. Quizás incluso intentemos guardar la ley de Dios, aunque a menudo estas leyes producen resentimiento, si no rebeldía, en nuestro interior. Pero en realidad no amamos a Dios. No obstante, cuando una persona comprende que el Hijo de Dios me amó personalmente y se entregó a la muerte por mí, para sufrir en su cuerpo el castigo que mis pecados merecían y para lograr el perdón de los pecados y la paz con Dios y la dádiva gratuita de la vida eterna, esto da lugar a un amor y a una gratitud profundos hacia Cristo en el corazón de aquella persona. Y si lo amamos, dice Cristo, guardaremos sus mandamientos (Juan 14:23). Escuchemos de nuevo cómo hablaban los primeros cristianos en la Biblia:

En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó a nosotros, y envió a su Hijo en propiciación por nuestros pecados ... Nosotros le amamos a él, porque él nos amó primero. (1 Juan 4:10, 19 RVR1960)

He sido crucificado con Cristo, y ya no vivo yo, sino que Cristo vive en mí. Lo que ahora vivo en el cuerpo, lo vivo por la fe en el Hijo de Dios, quien me amó y dio su vida por mí. (Gálatas 2:20) [p309] Por supuesto, no son únicamente el amor y la gratitud lo que mueven a un creyente a complacer a Cristo sobre todas las cosas. También es la lógica. Tal como se desprende de las citas anteriores, un creyente razona de la siguiente manera: «Si Cristo no hubiese muerto por mí, habría perecido eternamente bajo la condena que merecían mis pecados. Fue Cristo quien me ha conseguido el regalo del perdón y de la vida eterna. Por tanto, debo mi vida a Cristo. Por tanto, debo llevar una vida que le agrade».

Esta consideración nos conduce a la ética de la consistencia moral.

Una nueva normalidad

El apóstol Pablo nos explica que cuando la gente le oía predicar que la salvación no es por nuestras obras sino que se recibe como un regalo gratuito e inmerecido, única y exclusivamente por la gracia de Dios, muchas personas entendían que lo que estaba diciendo era que, una vez eres salvo, puedes vivir de la manera que quieras, y que tus pecados ya no tienen importancia, puesto que la salvación ya no depende de las obras sino de la gracia de Dios. Por supuesto, Pablo no quería decir esto. Todo lo contrario. Sin embargo, escuchemos un momento la manera en la que combate estos razonamientos erróneos.

¿Qué, pues, diremos? ¿Perseveraremos en el pecado para que la gracia abunde? En ninguna manera. Porque los que hemos muerto al pecado, ¿cómo viviremos aún en él? ¿O no sabéis que todos los que hemos sido [p310] bautizados en Cristo Jesús, hemos sido bautizados en su muerte? (Romanos 6:1–3 RVR1960)

¿Qué quiere decir Pablo cuando afirma: «somos muertos al pecado»? Quiere decir lo siguiente:

  1. Cualquier discípulo cristiano verdadero cree que su pecado es tan grave que merecía el castigo impuesto por la ira santa de Dios contra el pecado.

  2. También cree que Jesús murió para sufrir ese castigo en su lugar, y que Dios está dispuesto, por su misericordia, a aceptar la muerte de Jesús como si fuese la suya propia. En ese sentido, cuando Jesús murió, él murió.

  3. El creyente, por tanto, ama a Jesús por haber muerto en su lugar.

  4. ¿Cómo sería posible entonces que, dado todo esto, un creyente continuara cometiendo aquellos pecados, deliberada o irresponsablemente, que fueron la causa de la muerte de Jesús? Si lo hace, sus actos contradicen lo que dice creer; y esta falta de coherencia es tan grande que pone en tela de juicio la autenticidad de su fe.

Por supuesto que aún los verdaderos creyentes pueden perder de vista a lo que están llamados y comportarse de modo poco coherente. Si lo hacen, Cristo no anulará su salvación, pero sí los tendrá que corregir, con disciplina si es necesario, como veremos en la última sección de este capítulo.

Un creyente se guía por dos sistemas éticos. En primer lugar, está comprometido, como todo ser humano, lo reconozca o no, con la ética de la creación. La Biblia, [p311] por ejemplo, prohíbe el asesinato. ¿Por qué? Porque cada ser humano, sea cristiano o no, religioso o sin religión alguna, creyente o ateo, es criatura de Dios, hecho a imagen de Dios. Asesinar a alguien que está hecho por Dios, a imagen y semejanza de Dios, es una afrenta grave y un agravio contra el Creador, y merece un castigo apropiado (Génesis 9:6). Los cristianos no están libres de esta ley; y si los cristianos convirtiesen su religión en un pretexto para ejecutar, asesinar o declarar la guerra contra otras personas «porque no son de nuestra religión», no solo contradirían los fundamentos cristianos que profesan, sino que también violarían los fundamentos éticos de la creación.

Pero además de la ética de la creación, los cristianos están comprometidos con la ética de la redención. [p312]

La ética de la redención

Los primeros cristianos constantemente se refieren al Señor Jesús como su Salvador; y hablan de la salvación como lo que les liberó de diversas clases de peligros y esclavitudes. Y la propia Biblia urge a los creyentes a que no comprometan ninguna de las libertades que Cristo consiguió para ellos (Gálatas 5:1).

Pero la salvación provista por Cristo también tiene otra vertiente. Los primeros cristianos hablan del hecho de haber sido comprados por Cristo a cambio de su propia vida (1 Corintios 6:20), y por consiguiente confiesan que ya no pertenecen a ellos mismos, sino que pertenecen, en cuerpo, alma y espíritu, a Cristo. A primera vista puede parecer que hay una contradicción flagrante entre la idea de «ser liberados de la esclavitud» y «no pertenecer a uno mismo sino a Cristo». Pero no es así.

Cristo ofrece liberación

del poder de las tinieblas (Colosenses 1:13)

del temor a la muerte (Hebreos 2:14–15)

de la ira venidera de Dios (1 Tesalonicenses 1:10)

de la ley del pecado y de la muerte (Romanos 8:2)

de la culpa del pecado (Efesios 1:7)

de la tentación (2 Pedro 2:9)

de la esclavitud a los hábitos pecaminosos (Juan 8:31–36)

de la esclavitud a la inmoralidad (2 Pedro 2:18–19)

Consideremos una analogía Supongamos que, desoyendo las advertencias y los consejos de los guías de montaña de cierto lugar, decido escalar una montaña empinada en invierno. Cometo un error estúpido y me salgo del camino, quedando completamente bloqueado. Paralizado por el pánico, no puedo ni seguir subiendo ni bajar; corro el peligro de morir de hambre y de frío. Arriesgando su vida, un montañista experto, con experiencia en rescates, llega al estrecho saliente donde me encuentro y me rescata. Físicamente tengo libertad de movimiento. En ese sentido el guía me ha devuelto la libertad. Pero habiendo arriesgado su vida para hacerlo, no me permite continuar como antes, siguiendo tontamente mi propio camino poniéndome en otras situaciones que amenacen mi vida; [p313] sería malgastar el enorme esfuerzo que invirtió en rescatarme. Y tampoco me estaría dando verdadera libertad si me permitiera marchar «libremente» para luego sufrir un accidente mortal. No, más bien, me exige que me comprometa absolutamente con él. Atándome a sí mismo, me explica por dónde tengo que caminar, dónde tengo que colocar los pies y las manos hasta el momento en que me haya llevado, sano y salvo, al pie de la montaña.

Esto es lo que hace Cristo. Habiéndonos dado libertad, no solo a riesgo de su propia vida sino a costa de ella, considera que nos ha comprado con su sangre. Nos dice con franqueza que ya no nos pertenecemos a nosotros mismos. Nos ata a sí mismo durante lo que queda de nuestra vida aquí —y, de hecho, durante toda la eternidad— y exige que le sigamos y le obedezcamos a cada paso del camino.

A veces, por supuesto, los discípulos de Cristo se olvidan de esto. Parece ser que los creyentes de Corinto se olvidaron de que seguir a Cristo implica altos estándares de conducta ética. Comenzaron a entregarse a la inmoralidad sexual como habían hecho antes de su conversión. Pablo tuvo que recordarles que como cristianos no tenían libertad para actuar así, puesto que «no sois vuestros», les dijo, y «habéis sido comprados por precio; glorificad, pues, a Dios en vuestro cuerpo . . .» (1 Corintios 6:19–20 RVR1960).

Estos creyentes también se comportaban mal los unos con los otros en las reuniones de iglesia, y Pablo les escribió para explicarles lo que implicaba ignorar su profesión cristiana.

Yo recibí del Señor lo mismo que les transmití a ustedes: Que el Señor Jesús, la noche en que fue traicionado, [p314] tomó pan, y, después de dar gracias, lo partió y dijo: «Este pan es mi cuerpo, que por ustedes entrego; hagan esto en memoria de mí». De la misma manera, después de cenar, tomó la copa y dijo: «Esta copa es el nuevo pacto en mi sangre; hagan esto, cada vez que beban de ella, en memoria de mí». Porque cada vez que comen este pan y beben de esta copa, proclaman la muerte del Señor hasta que él venga. Por lo tanto, cualquiera que coma el pan o beba de la copa del Señor de manera indigna será culpable de pecar contra el cuerpo y la sangre del Señor. Así que cada uno debe examinarse a sí mismo antes de comer el pan y beber de la copa. Porque el que come y bebe sin discernir el cuerpo come y bebe su propia condena. Por eso hay entre ustedes muchos débiles y enfermos, e incluso varios han muerto. Si nos examináramos a nosotros mismos, no se nos juzgaría; pero, si nos juzga el Señor, nos disciplina para que no seamos condenados con el mundo. (1 Corintios 11:23–32)

Los verdaderos cristianos están unidos los unos a los otros por una relación de pacto solemne con Jesucristo, quien murió por sus pecados (Hebreos 10:12–16). La Biblia nos enseña en el texto citado arriba que la realidad y el significado de este pacto se afirma cada vez que los seguidores de Cristo participan de la «copa del Señor». Los cristianos que llevan vidas inconsecuentes y abiertamente pecaminosas serán disciplinados y corregidos por el Señor. La muerte de Cristo tiene implicaciones de larguísimo alcance para la ética cristiana. [p315]

Acuérdense de mí

¿Qué estaban haciendo los corintios para que Pablo les dijera que estaban bebiendo «de la copa del Señor —comunión— de manera indigna»? Ver 1 Corintios 11:17–22 y también 3:18, 5:1, 6:1, 10:14.

¿Qué haría el Señor con estas personas si no se arrepentían?

Las personas que rechazan a Cristo serán condenadas en el juicio final. ¿En base a qué principio puede Pablo decir que los cristianos son disciplinados para que no sean condenados con el mundo? Ver Juan 5:24 y Romanos 8:1.

¿Cuál es el impacto ético que tiene la Cena del Señor —o la Comunión— en la vida de un discípulo de Cristo?

Comenta con la clase o el grupo la siguiente afirmación: «la certeza de la salvación no socava la ética».

32: El impacto de la muerte de Cristo. Parte 3: El impacto de la muerte de Cristo

Para los primeros cristianos la muerte de Cristo no era solo una cuestión de historia. Era, más bien, un acontecimiento histórico que transformó por completo sus valores básicos y, por tanto, produjo un profundo efecto práctico en la ética de su vida cotidiana. Se trataba de que Cristo había muerto por ellos, demostrando así que les valoraba más a ellos que a su propia vida. Era una verdad que inspiraba una profunda maravilla, como el apóstol Pedro señaló en una carta que escribió a unos cristianos del primer siglo que tuvieron que enfrentarse con mucha presión y persecución a causa de su fe.

Por eso, dispónganse para actuar con inteligencia; tengan dominio propio; pongan su esperanza completamente en la gracia que se les dará cuando se revele Jesucristo. Como hijos obedientes, no se amolden a los [p318] malos deseos que tenían antes, cuando vivían en la ignorancia. Más bien, sean ustedes santos en todo lo que hagan, como también es santo quien los llamó; pues está escrito: «Sean santos, porque yo soy santo».

Ya que invocan como Padre al que juzga con imparcialidad las obras de cada uno, vivan con temor reverente mientras sean peregrinos en este mundo. Como bien saben, ustedes fueron rescatados de la vida absurda que heredaron de sus antepasados. El precio de su rescate no se pagó con cosas perecederas, como el oro o la plata, sino con la preciosa sangre de Cristo, como de un cordero sin mancha y sin defecto. (1 Pedro 1:13–19)

Consideremos entonces este nuevo sistema de valores.

La muerte redentora de Cristo da forma a nuevos valores

Atribuye un nuevo valor a la manera en la que utilizamos nuestro tiempo

La frase «mientras sean peregrinos en este mundo» recuerda al discípulo cristiano que ahora es un extranjero residente en este mundo. El cielo se ha convertido en su patria y ciudad capital. «Somos ciudadanos del cielo» (Filipenses 3:20). Como un embajador en otro país, se encuentra en el mundo para representar el gobierno del cielo (2 Corintios 5:20). Como un hombre de negocios en un viaje, está en la tierra para involucrarse en los negocios de su Rey celestial, para servirle a él y a sus intereses en todos los deberes y tareas [p319] de la vida cotidiana. Ya no puede derrochar su vida en actividades irresponsables, sin propósito, infructíferas. Cada día y todos los recursos de la vida se tienen que emplear al máximo, por dos motivos. En primer lugar, porque su tiempo en la tierra está limitado. Una vez que la vida se acaba, ya no vuelve, por lo cual las oportunidades se tienen que aprovechar mientras se dispone de ellas. Y, en segundo lugar, su vida y su tiempo han sido comprados por un precio altísimo: la sangre preciosa de Cristo. Lógicamente, Dios se preocupa de que el creyente emplee este tiempo, que ha costado tan caro, de la manera más provechosa posible. No se debe desaprovechar ni un minuto.

Consideremos esta analogía. Si un padre se sacrifica para poder comprar una bicicleta a su hijo, no le complacerá ver que su hijo maltrata la bicicleta, la descuida y la echa a perder.

Atribuye un nuevo valor a las personas

Sin embargo, tengan cuidado de que su libertad no se convierta en motivo de tropiezo para los débiles. Porque, si alguien de conciencia débil te ve a ti, que tienes este conocimiento, comer en el templo de un ídolo, ¿no se sentirá animado a comer lo que ha sido sacrificado a los ídolos? Entonces ese hermano débil, por quien Cristo murió, se perderá a causa de tu conocimiento. Al pecar así contra los hermanos, hiriendo su débil conciencia, pecan ustedes contra Cristo. (1 Corintios 8:9–12)

El hecho de que mis compañeros discípulos sean hermanos por quienes Cristo murió significa que debo tratarlos [p320] con gran respeto. No debo causarles ningún daño físico, por supuesto. Pero, lo que es aún más importante, no debo causarles ningún daño psicológico ni espiritual. No debo presionar a nadie para que actúe en contra de su conciencia. Puede ocurrir que hacer algo que a mí me parezca poco trascendente cause a un hermano problemas de conciencia. Puedo razonar con él e intentar convencerle de que no tiene por qué tener este problema. Pero mientras continúe teniendo un problema de conciencia, no le debo obligar a hacerlo.

Una cuestión de conciencia

Comentar la idea de que la conciencia es como un reloj.

(a) El reloj puede estar funcionando muy bien, a 60 minutos por hora, y no obstante puede marcar la hora equivocada por no haberse ajustado a la hora local. Del mismo modo, nuestra conciencia debe ajustarse a la Palabra de Dios, la Biblia.

(b) Cuando hay que ajustar un reloj analógico caro, es necesario utilizar el mecanismo del reloj que se diseñó con esta finalidad. Si te limitas a mover las manecillas con el dedo a la hora que quieras que marque, corres el riesgo de trastocar, e incluso romper, los propios mecanismos del reloj.

Invita al grupo a relatar cualquier experiencia que hayan tenido cuando otro estudiante, un miembro de su familia o un jefe haya querido obligarlos a actuar en contra de su conciencia.

La muerte de Cristo fomenta en cada creyente un sentido de responsabilidad directa hacia Cristo.

¿Por qué no? Porque la conciencia es un mecanismo muy importante que regula nuestra relación con Cristo. Obligar a una persona a actuar de un modo que, según él, deshonra a Cristo, es obligarlo a pecar y robarle a Cristo la obediencia de esa persona, que Cristo murió por ganar. También daña un mecanismo importante en el cerebro y en la personalidad de la persona.

Porque Cristo para esto murió y resucitó, y volvió a vivir, para ser Señor así de los muertos como de los que viven . . . Porque todos compareceremos ante el tribunal de Cristo . . . De manera que cada uno de nosotros dará a Dios cuenta de sí. (Romanos 14:9, 10, 12 RVR1960)

El creyente cree que Cristo murió por él individual y personalmente, y no solo por las masas humanas en sentido genérico. Por tanto, le es imposible esconderse detrás de su grupo, de su familia, de su nación. Es consciente de que un día tendrá que dar cuentas de sí mismo personal y directamente al Señor que le amó y que murió para [p321] redimirlo. Esto significa que debe vivir y tomar sus decisiones cotidianas teniendo al Señor como punto de referencia central y constante; y esta responsabilidad constante ante el Cristo que lo ama incorpora en su carácter un fuerte sentido de responsabilidad.

La ética de la obligación y del endeudamiento

Deberíamos comenzar comentando las diferencias básicas entre estos dos términos. En nuestra sociedad, hay ciertas cosas que hacemos porque el gobierno aprueba una ley y [p322] nos obliga a hacerlas, agrade o no; si no las hacemos, pagamos una multa o vamos a la cárcel. Esto es un ejemplo sencillo de obligación.

Pero consideremos una situación donde un amigo tiene una necesidad y te pide que le prestes dinero. Quizá no dispones de mucho dinero, pero hace cosa de un año, tú tenías una deuda, y tu amigo la pagó. Ahora te sientes obligado a ayudar a tu amigo prestándole el dinero que necesita. Por decirlo de otra manera, te sientes endeudado. ¿Por qué te sientes así?

O un día estabas durmiendo en tu casa cuando se prendió fuego. Un amigo tuyo, arriesgando su propia vida, hizo frente a las llamas para rescatarte y sufrió quemaduras muy graves por todo el cuerpo. Ahora te escribe diciendo que su madre, ya anciana, vive sola cerca de tu casa y que necesita a alguien que le haga la compra cada semana. ¿Le escribirías diciendo: «es tu madre, no la mía. ¡Hazle tú la compra!; yo no se la pienso hacer»? ¿O te sentirías obligado a hacerlo aunque supusiera una carga cada semana y sabiendo que si no lo hicieras nadie te metería en la cárcel?

Considera ahora la siguiente parábola:

Pedro se acercó a Jesús y le preguntó: «Señor, ¿cuántas veces tengo que perdonar a mi hermano que peca contra mí? ¿Hasta siete veces?» «No te digo que hasta siete veces, sino hasta setenta y siete veces» —le contestó Jesús.

«Por eso el reino de los cielos se parece a un rey que quiso ajustar cuentas con sus siervos. Al comenzar a hacerlo, se le presentó uno que le debía miles y miles [p323] de monedas de oro. Como él no tenía con qué pagar, el señor mandó que lo vendieran a él, a su esposa y a sus hijos, y todo lo que tenía, para así saldar la deuda. El siervo se postró delante de él. “Tenga paciencia conmigo” —le rogó—, “y se lo pagaré todo”. El señor se compadeció de su siervo, le perdonó la deuda y lo dejó en libertad. Al salir, aquel siervo se encontró con uno de sus compañeros que le debía cien monedas de plata. Lo agarró por el cuello y comenzó a estrangularlo. “¡Págame lo que me debes!”, le exigió. Su compañero se postró delante de él. “Ten paciencia conmigo” —le rogó—, “y te lo pagaré”. Pero él se negó. Más bien fue y lo hizo meter en la cárcel hasta que pagara la deuda. Cuando los demás siervos vieron lo ocurrido, se entristecieron mucho y fueron a contarle a su señor todo lo que había sucedido. Entonces el señor mandó llamar al siervo. “¡Siervo malvado!” —le increpó—. “Te perdoné toda aquella deuda porque me lo suplicaste. ¿No debías tú también haberte compadecido de tu compañero, así como yo me compadecí de ti?” Y, enojado, su señor lo entregó a los carceleros para que lo torturaran hasta que pagara todo lo que debía. Así también mi Padre celestial los tratará a ustedes, a menos que cada uno perdone de corazón a su hermano». (Mateo 18:21–35)

Notemos que Jesús emplea la metáfora de la deuda para ilustrar nuestros pecados y hasta qué punto conllevan el juicio de Dios —la cárcel y el castigo de la parábola—.

El primer hombre debía a su señor una deuda enorme. Esto representa la magnitud de la deuda que nosotros [p324] debemos a Dios. El segundo hombre debía a su compañero una deuda insignificante en comparación. Puesto que el señor tuvo misericordia del primer siervo y le perdonó su enorme deuda, él estaba moralmente endeudado u obligado a perdonar al otro siervo su deuda relativamente pequeña.

Una persona que profesa ser creyente acepta que está eternamente endeudada con Cristo por el perdón que ha recibido y porque ha sido liberada del castigo eterno que sus pecados merecían. Pero si se niega a perdonar a otro cristiano, está negando cualquier deuda u obligación hacia Cristo. Esto equivale a negar que ella misma ha sido perdonada. En este caso, tendrá que hacer frente al castigo propiciado por su propio pecado.

Un verdadero cristiano obedecerá la exhortación:

Abandonen toda amargura, ira y enojo, gritos y calumnias, y toda forma de malicia. Más bien, sean bondadosos y compasivos unos con otros, y perdónense mutuamente, así como Dios los perdonó a ustedes en Cristo. (Efesios 4:31–32)

Mas la ética del endeudamiento no solo concierne a la cuestión del perdón. También implica un deseo positivo de ayudar a los demás.

En esto conocemos lo que es el amor: en que Jesucristo entregó su vida por nosotros. Así también nosotros debemos entregar la vida por nuestros hermanos. (1 Juan 3:16)

«Entregar la vida por alguien» podría significar el hecho de morir físicamente por alguien, como una persona [p325] que se lanza al agua para rescatar a un niño que se está ahogando y lo rescata, pero al hacerlo sufre un ataque cardíaco y pierde la vida. Pero también puede significar acciones que no son tan heroicas y que, por tanto, a veces, cuestan más trabajo: como Juan dice más adelante:

Si alguien que posee bienes materiales ve que su hermano está pasando necesidad, y no tiene compasión de él, ¿cómo se puede decir que el amor de Dios habita en él? (1 Juan 3:17)

De todo esto se desprende que la ética cristiana dista mucho de ser una ética minimalista. No solo nos prohíbe hacer mal o no solo nos exhorta a hacer lo mínimo requerido por la justicia. Nos exige sobrepasar la justicia, ser generosos y perseverantes en la bondad (Lucas 6:38). La exhortación al ladrón convertido es típica en este aspecto: «El que robaba, que no robe más, sino que trabaje honradamente con las manos para tener qué compartir con los necesitados» (Efesios 4:28).

33: El impacto de la resurrección de Cristo

No es posible leer los primeros capítulos del libro de Hechos sin darse cuenta de la tremenda erupción de nueva energía espiritual que se desató sobre el mundo. El resultado fue el surgimiento de la Iglesia Cristiana. Hay dos preguntas de carácter histórico que saltan a la vista en relación con esto: ¿cuál era la fuente de esta energía espiritual? y ¿qué fue lo que la liberó precisamente en aquel momento de la historia? La respuesta que los propios cristianos del primer siglo ofrecen es: la resurrección de Cristo, tres días después de su entierro, y la venida del Espíritu Santo, cincuenta días después de la resurrección, el día de Pentecostés (Hechos 1 y 2).

Fueron estos dos sucesos los que transformaron a unos pocos hombres asustados y profundamente perplejos, que se escondían detrás de puertas trancadas (Juan 20:19), y los sacó a las calles y a las plazas de la ciudad para enfrentarse, valientes como leones, a los mismos asesinos de Jesús, acusándolos públicamente de su muerte e informándoles de [p328] que este había resucitado. Estos dos sucesos los constriñeron a ellos y a sus sucesores a perseverar en medio de la oposición y de la persecución a fin de establecer el evangelio cristiano por todo el mundo.

Pero la resurrección de Cristo y la venida del Espíritu Santo no solo eran el motor que les hacía proclamar el mensaje cristiano; estos sucesos constituían el propio mensaje— era el mensaje de la resurrección de Cristo y la oferta gratuita del Espíritu Santo lo que suscitaba la fe en el corazón de las personas, les daba nuevas esperanzas, les enfrentaba con la culpa y con el vacío de sus vidas, les llevaba al arrepentimiento y les proporcionaba gozo y paz al poner su fe en Jesús. Y con ello, nueva energía, nuevas fuerzas, nuevos objetivos y un nuevo listón ético. En primer lugar les dio una cosmovisión totalmente nueva.

¿Importa la resurrección?

Si la resurrección de Cristo no sucedió, si se pudiese demostrar la falsedad de los documentos del Nuevo Testamento, la totalidad de la fe cristiana se derrumbaría. No quedaría nada que valiese la pena rescatar de los escombros. Lo podemos comprobar con facilidad cuando leemos el Nuevo Testamento y observamos el lugar central que ocupaba la resurrección en la predicación y en la enseñanza de la Iglesia primitiva. Pero lo que es aún más significativo es el hecho de que los propios primeros cristianos se daban cuenta de que si la resurrección de Cristo no fue un hecho real, entonces el cristianismo no ofrecía nada que valiese la pena tener. Consideremos, por ejemplo, al apóstol Pablo. Al escribir a los cristianos de Corinto, les dice: «Si Cristo no ha resucitado, la fe de ustedes es ilusoria y todavía están en sus pecados» (1 Corintios 15:17). Ver el Apéndice B para un resumen de la evidencia de la resurrección. [p329]

Una cosmovisión totalmente nueva

La resurrección de Cristo demostró sin lugar a dudas, que la muerte no es el final La vida de Jesús no se acabó con la muerte, ni tampoco se acabaría así la de ninguno de sus seguidores. La resurrección de Jesús no solo significaba que su alma había sobrevivido a la muerte de su cuerpo y se había ido al cielo. Significaba que su cuerpo había resucitado físicamente de la muerte. La propia muerte había sido destruida.

Las implicaciones de esto eran enormes. Puesto que el cuerpo de Jesús era un cuerpo humano en todos los aspectos, su resurrección conllevaba implicaciones importantes para cada hombre, mujer, niño y niña que jamás hubiera vivido en la tierra y que jamás viviría. Y puesto que Dios había intervenido en aquella parte de la naturaleza que era el cuerpo físico de Cristo para revertir el proceso de la muerte, entonces podría, y un día lo hará, restaurar toda la naturaleza. De hecho, ya había prometido en el Antiguo Testamento que lo haría; la resurrección de Jesús representaba las primicias de la cosecha venidera. Escucha cómo hablaban de esto los primeros cristianos:

Por tanto, para que sean borrados sus pecados, arrepiéntanse y vuélvanse a Dios, a fin de que vengan tiempos de descanso de parte del Señor, enviándoles el Mesías que ya había sido preparado para ustedes, el cual es Jesús. Es necesario que él permanezca en el cielo hasta que llegue el tiempo de la restauración de todas las cosas, como Dios lo ha anunciado desde hace siglos por medio de sus santos profetas. (Hechos 3:19–21) [p330]

La creación aguarda con ansiedad la revelación de los hijos de Dios, porque fue sometida a la frustración. Esto no sucedió por su propia voluntad, sino por la del que así lo dispuso. Pero queda la firme esperanza de que la creación misma ha de ser liberada de la corrupción que la esclaviza, para así alcanzar la gloriosa libertad de los hijos de Dios. (Romanos 8:19–21)

Lo cierto es que Cristo ha sido levantado de entre los muertos, como primicias de los que murieron. (1 Corintios 15:20)

_ [p331] _La resurrección también demostró sin lugar a dudas que el mal no tendrá la última palabra en este mundo. El asesinato judicial de Jesús se había efectuado por una combinación de orgullo, envidia, miedo, ignorancia, crueldad y cobardía humanos, alimentados por la histeria de masas, el chantaje político y la incompetencia del gobierno, todo bajo la instigación y orquestación de Satanás. Pero la resurrección sirvió para privar a esta parodia de la justicia de toda su eficacia. No solo vindicó a Jesús como inocente de todos los cargos que le llevaron a la muerte sino que demostró que era Señor y Cristo, Hijo del Amo de todo el universo. Al mismo tiempo, la resurrección era la advertencia y garantía de Dios de que ha determinado un día en el que juzgará al mundo con justicia y rectitud y se asegurará de que el mal sea desarraigado por completo y toda violación del orden moral, cometida en la tierra, reciba su debida retribución. Jesucristo será el Juez en aquella ocasión (Hechos 17:30–34); y él llevará al universo, ya libre de mal, hasta la siguiente fase de su glorioso desarrollo.

La resurrección también declaró que la materia es esencialmente buena. Algunos filósofos de la Antigüedad, como Platón y Sócrates, habían enseñado que en último término la materia era poco deseable, por no decir intrínsecamente mala; que el cuerpo era el sepulcro del alma y que aquel tendía a contaminar esta. Hay formas de la filosofía hindú que aún mantienen creencias parecidas a esta: la materia del universo es como el aro de una rueda que da vueltas continuamente en torno al centro, sin desplazarse a ninguna parte. Enseñan que debemos intentar escapar del mundo material que nos rodea, e incluso del cuerpo material, para entrar al espíritu eterno indiferenciado.

Pero la resurrección de Cristo nos enseña precisamente lo contrario, puesto que Cristo fue restaurado a un cuerpo humano físico y material, aunque transformado y glorificado. Así se ponía de manifiesto que la materia en general, y el cuerpo humano en particular, son esencialmente buenos —si bien es verdad que nuestros cuerpos humanos son imperfectos debido al pecado y a la enfermedad— y un día serán transformados. El cuerpo humano no se debe despreciar, ni mucho menos maltratar, como medio de alcanzar una supuesta excelencia espiritual.

El efecto de esta nueva cosmovisión

Los efectos de esta nueva cosmovisión en los discípulos fueron inmediatos, pero también tuvieron un alcance a largo plazo. Aquí ofrecemos tres ejemplos.

  1. La resurrección de Cristo tiene repercusiones en la actitud hacia los bienes y propiedades. Examinaremos este punto en un capítulo posterior. [p332] 2. La resurrección de Cristo liberó a sus seguidores de la tiranía y del temor a la muerte. Los primeros cristianos hablan de esto de la siguiente manera:

Por tanto, ya que ellos son de carne y hueso, él también compartió esa naturaleza humana para anular, mediante la muerte, al que tiene el dominio de la muerte —es decir, al diablo—, y librar a todos los que por temor a la muerte estaban sometidos a esclavitud durante toda la vida. (Hebreos 2:14–15)

Esto les proporcionó paz y seguridad en cuanto a lo que hay más allá de la muerte —fuese el propio proceso de morir instantáneo y sin dolor o indeciblemente doloroso—. Pero, además, les dio coraje para no caer en ninguna clase de contemporización con el mal. Si la muerte fuera el final de todo, sin que hubiese ninguna vida más allá de ella ni ningún juicio para reparar las injusticias, la contemporización con el mal habría sido lo más sensato, bajo el principio de que medio pan es mejor que nada. Pero la muerte no es el final. Por lo cual, morir, como Cristo murió, en defensa de Dios y la verdad, no es ninguna tragedia, mientras que comprometer a Dios y a la verdad a cambio de unos cuantos años más de vida sí que lo sería (Lucas 12:4–9).

  1. La resurrección de Cristo aún hizo más que todo esto: convenció a los primeros cristianos de que valía la pena atacar positiva y agresivamente a las fuerzas espirituales del mal que se esconden detrás de los males terrenales.

Por supuesto que no levantaban ejércitos ni recurrían a la violencia ni a las armas físicas. No intentaban [p333] subvertir a ningún gobierno. No entraban en conflicto con carne y sangre humanas. No era con las personas con quienes estaban luchando, sino con las tinieblas espirituales, la falsedad, la superstición, la corrupción y la opresión que hacen estragos en las vidas y personalidades de la gente. Estaban bajo las órdenes del mismo Jesús, no para luchar con armas físicas, ni tomar ninguna clase de represalias cuando fuesen perseguidos, golpeados, lapidados o encarcelados. Debían usar las mismas tácticas y las mismas armas que Jesús usó. El apóstol Pablo lo explica así: «Las armas con que luchamos no son del mundo, sino que tienen el poder divino para derribar fortalezas» (2 Corintios 10:4); y también dice, «Porque nuestra lucha no es contra seres humanos, sino contra poderes, contra autoridades, contra potestades que dominan este mundo de tinieblas, contra fuerzas espirituales malignas en las regiones celestiales» (Efesios 6:12). Y su objetivo era, como Pablo expresó al rey Agripa: «para que les abras los ojos y se conviertan de las tinieblas a la luz, y del poder de Satanás a Dios, a fin de que, por la fe en mí —Jesús—, reciban el perdón de los pecados y la herencia entre los santificados» (ver Hechos 26:18).

Posiblemente considerarás que el mensaje proclamado por los primeros cristianos era inofensivo y no tenía por qué despertar tanta oposición. Pero eso sería ignorar los intereses particulares y los poderes de las tinieblas que mueven a las personas a oponerse al evangelio cristiano. Según los Hechos de los Apóstoles, muy pronto se hizo patente hasta qué punto los predicadores cristianos se tendrían que enfrentar constantemente a una oposición tan feroz que solo su convicción inquebrantable de que Jesús [p334] realmente había resucitado y de que ellos también resucitarían sería suficiente para hacerles perseverar hasta el final.

Soluciones éticas apostólicas

Ahora examinemos brevemente algunos textos importantes de los Hechos de los Apóstoles que ilustran algunas cuestiones éticas tempranas. Considerar en cada caso (a) la cuestión ética a la que los apóstoles se enfrentaban; y (b) lo que ocurrió cuando se negaron a contemporizar:

  1. Hechos 4:1–22; 5:17–42. La situación aquí es que los apóstoles acababan de curar a un hombre cojo en el nombre de Jesús. La multitud estaba encantada con lo ocurrido, pero no así las autoridades, pues ellas habían participado en la crucifixión de Jesús. La predicación pública de que Jesús había resucitado de la muerte era un desafío a su autoridad. Por tanto, prohibieron a los apóstoles seguir predicando en el nombre de Jesús y les amenazaron con consecuencias nefastas si desobedecían. ¿Qué habrías hecho tú? ¿Qué era lo que había en juego?:

  2. La cuestión de la verdad.

  3. El derecho a la libertad de expresión.
  4. El principio: hay que obedecer a Dios antes que a los hombres.
  5. El evangelio, el cual podría, si se predicase, traer a multitudes de seres humanos el perdón y la paz con Dios.

Los apóstoles se negaron a observar la prohibición impuesta por las autoridades y sufrieron una paliza muy fuerte y, después, persecución continuada (Hechos 8:1; 12:1).

  1. Hechos 14:8–19. Pablo y Bernabé acababan de realizar un milagro de curación. La población estaba muy contenta. [p335] Sin embargo, debido a la superstición pagana en la que estaba inmersa, creían que se trataba de dos de sus dioses paganos que habían bajado a visitarles; y los sacerdotes locales del dios pagano Júpiter empezaron a hacer una gran ceremonia pública y a sacrificar bueyes a Pablo y a Bernabé. Que un ser humano se incline delante de otro ser humano, que le rinda culto y le sacrifique animales degrada a los que lo hacen y deshonra al Dios verdadero. Sin embargo, que Pablo y Bernabé se lo prohibiesen sería una afrenta a su religión local; y esto podría dar lugar a un alboroto. ¿Qué habrías hecho tú? Los apóstoles protestaron e hicieron parar la ceremonia; como consecuencia, judíos y paganos se unieron para apedrear a Pablo, lo sacaron de la ciudad y lo dejaron por muerto.

  2. Hechos 24:1–27. Acusado y encarcelado injustamente, Pablo había demostrado su inocencia ante los tribunales. Sin embargo, debido a una fuerte presión política, el gobernador romano, Félix, lo mantuvo en la prisión. Hizo saber a Pablo, sin embargo, que, si Pablo estaba dispuesto a ofrecerle un soborno, podría comprar su libertad. ¿Qué habrías hecho tú? Pablo, como cristiano, no estaba dispuesto a recurrir a métodos corruptos para socavar la autoridad gubernamental. Se negó a utilizar el soborno y tuvo que quedarse en la cárcel.

  3. Hechos 25:6–12; 2 Timoteo 4:6–8; 4:16–17. A fin de evitar la muerte a manos de bandas de asesinos en Palestina, Pablo apeló al tribunal supremo del emperador Nerón, en Roma. En el primer juicio fue absuelto y siguió adelante con su programa de viajes misioneros. Unos cuantos años más adelante, sin embargo, lo volvieron a arrestar, y fue condenado a muerte por Nerón y ejecutado. [p336] Para resumir lo que hemos discutido:

(a) La resurrección de Cristo fue el motor que impulsó a los misioneros cristianos a predicar por todo el mundo.

(b) La resurrección de Cristo fue el tema central del mensaje que predicaban.

(c) Y cuando, en medio de su lucha contra el mal, tuvieron que enfrentarse con la decisión ética de mantenerse firmes en la verdad, actuar con justicia y sufrir las consecuencias o escaparse del sufrimiento manteniendo silencio, negando la verdad y actuando corruptamente, fue su fe en la resurrección de Cristo lo que les dio las fuerzas para escoger la verdad y la justicia, aun a costa de su propia vida.

En esta cuestión, las cartas de Pablo demuestran muy claramente cuál fue la clave de su fuerza.

Teniendo a Dios por testigo, el cual da vida a todas las cosas, y a Cristo Jesús, que dio su admirable testimonio delante de Poncio Pilato, te encargo que guardes este mandato sin mancha ni reproche hasta la venida de nuestro Señor Jesucristo. (1 Timoteo 6:13–15)

No dejes de recordar a Jesucristo, descendiente de David, levantado de entre los muertos. Este es mi evangelio, por el que sufro al extremo de llevar cadenas como un criminal. Pero la palabra de Dios no está encadenada. Así que todo lo soporto por el bien de los elegidos, para que también ellos alcancen la gloriosa y eterna salvación que tenemos en Cristo Jesús.

[p337] Este mensaje es digno de crédito: Si morimos con él, también viviremos con él; si resistimos, también reinaremos con él. Si lo negamos, también él nos negará; si somos infieles, él sigue siendo fiel, ya que no puede negarse a sí mismo. (2 Timoteo 2:8–13)

34: El impacto de la venida del Espíritu Santo. Parte 1: una nueva relación

Cuando escuchamos hablar a los primeros cristianos en el Nuevo Testamento, no tardamos en darnos cuenta de que sufrieron una transformación radical. Ellos atribuyen este cambio a causas tanto subjetivas como objetivas.

En cuanto a lo objetivo, dan a entender que arrancó de un acontecimiento histórico planeado con la misma precisión y sabiduría que la muerte y la resurrección de Jesús: la venida del Espíritu Santo en el día de Pentecostés —es decir, el día cincuenta después de la resurrección: Hechos 2:1–4—. Lo primero que nos llama la atención en cuanto a este acontecimiento es el momento en el que ocurrió. Lo más lógico, aparentemente, habría sido que los discípulos hubiesen comenzado a afirmar que el Espíritu había venido sobre ellos en el momento en que vieron por primera vez al Cristo resucitado. Y si lo hubiesen hecho así, podríamos pensar que simplemente era su manera de describir el gran [p340] impacto subjetivo y psicológico que tuvo en ellos el ver a Cristo resucitado. Pero esto no es lo que dicen. Sí nos explican que la primera vez que el Jesús resucitado estuvo entre los once discípulos en el aposento alto realizó el acto simbólico de soplar sobre ellos para darles a entender que sería él mismo quien, una vez ascendido al cielo, les enviaría el Espíritu Santo (Juan 20:21–22). Pero al mismo tiempo declaran que el Señor Jesús hizo mucho hincapié en que se quedasen en Jerusalén, puesto que el Espíritu Santo no vendría enseguida sino en un momento sin especificar al cabo de algunos días (Hechos 1:4–8). Esto dio lugar a gran expectación, por supuesto; sin embargo, aún no les fue dado saber la manera en que sucedería; únicamente se les dijo que recibirían poder a causa de ello. Y, cuando sucedió, lo que determinó la realidad del suceso no fue la impresión particular, subjetiva, de cada cual, según el tiempo, el lugar y las circunstancias. La venida del Espíritu Santo fue un suceso objetivo, testificado y experimentado simultáneamente por un grupo de unos 120 creyentes, un suceso que produjo un efecto tan importante en la multitud que se encontraba en Jerusalén, que 3.000 de ellos se convirtieron aquel mismo día (Hechos 2:1–13, 41). Se trata, como veremos más tarde, de un momento clave en la historia de la humanidad.

Lo segundo que nos llama la atención son las palabras que eligieron para describir este momento tan decisivo: hablan de «la venida» del Espíritu Santo. Este lenguaje es el mismo que utilizaba el propio Jesucristo al decir lo siguiente a sus discípulos:

«Pero les digo la verdad: Les conviene que me vaya porque, si no lo hago, el Consolador no vendrá a ustedes; [p341] en cambio, si me voy, se lo enviaré a ustedes. Y, cuando él venga, convencerá al mundo de su error en cuanto al pecado, a la justicia y al juicio; en cuanto al pecado, porque no creen en mí; en cuanto a la justicia, porque voy al Padre y ustedes ya no podrán verme; y en cuanto al juicio, porque el príncipe de este mundo ya ha sido juzgado. «Muchas cosas me quedan aún por decirles, que por ahora no podrían soportar. Pero, cuando venga el Espíritu de la verdad, él los guiará a toda la verdad, porque no hablará por su propia cuenta, sino que dirá solo lo que oiga y les anunciará las cosas por venir. Él me glorificará porque tomará de lo mío y se lo dará a conocer a ustedes». (Juan 16:7–14)

Ahora bien, los discípulos eran todos judíos, y estaban acostumbrados a leer en las escrituras hebreas cómo sus héroes nacionales y líderes espirituales habían recibido poder del Espíritu Santo. Y Jesús mismo, mientras estaba en la tierra, afirmó realizar sus milagros con el poder del Espíritu Santo (Mateo 12:28). Sin embargo, tal como se desprende del texto citado arriba, cuando Cristo habló de «la venida» del Espíritu Santo, se refería a algo que no sucedería, ni podría suceder, hasta que él mismo se hubiese marchado. El Espíritu Santo sería «otro Consolador» (Juan 14:16). Cristo mismo había sido consolador de sus discípulos durante el tiempo que pasó entre ellos. Ahora el Espíritu Santo ocuparía su lugar, a fin de llevar a cabo la obra que Jesús había dejado por acabar. Y del mismo modo que Cristo, en su venida, se encarnó en un cuerpo [p342] humano durante 33 años, así también el Espíritu Santo moraría, hasta la segunda venida de Cristo, no en un cuerpo humano propio como Jesús había hecho, sino en la comunidad universal de los discípulos de Cristo y en el cuerpo físico de cada creyente individual. Su obra tendría dos facetas:

  1. vindicar a Jesús ante todo el mundo, demostrar que sus afirmaciones son verdad, dar a entender a la gente el significado de su muerte, resurrección y ascensión, ofrecerles la salvación y advirtirles acerca del inevitable día de juicio.
  2. conducir a los creyentes a una comprensión cada vez más profunda de la identidad de Jesús, de sus riquezas, gloria y poder.

La nueva vida

Hasta aquí la cuenta que dan los discípulos de los aspectos objetivos de la venida del Espíritu Santo. Pero cuando hablan de su experiencia subjetiva y personal del Espíritu Santo se hace patente que no solo ha cambiado su estilo de vida: les ha dado, literalmente, una nueva vida. Miremos otra vez un texto que estuvimos considerando en el capítulo 30:

De modo que si alguno está en Cristo, nueva criatura es; las cosas viejas pasaron; he aquí todas son hechas nuevas. (2 Corintios 5:17 RVR1960)

La frase «nueva criatura» no se emplea como ejemplo de lenguaje hiperbólico: los cristianos lo interpretaron [p343] literalmente, como se desprende de la secuencia de expresiones que utilizan en otros lugares para describir lo que les había ocurrido. Hablan, por ejemplo, de haber sido «creados en Cristo Jesús para buenas obras» (Efesios 2:10); de haber experimentado una «regeneración» (Tito 3:5); de haber estado «muertos» espiritualmente y luego haber recibido «vida juntamente con Cristo» (Efesios 2:5); de «andar en novedad de vida» (Romanos 6:4) por su identificación con el Cristo resucitado y viviente. Y en lo que se refiere a estos estudios, lo que nos interesa ante todo es el efecto que esta experiencia produjo en su ética. Esta nueva vida espiritual, engendrada en ellos por el Espíritu Santo, estableció una nueva relación con Dios.

Una nueva relación con Dios

Tomaron conciencia de que se habían convertido en hijos de Dios —lo que no eran anteriormente—, que Dios se había convertido en su Padre y que ahora poseían la vida y el espíritu de Dios. Les era tan natural hablar con Dios como le es a un hijo hablar con su padre, consciente de que se trata de su padre.

Y ustedes no recibieron un espíritu que de nuevo los esclavice al miedo, sino el Espíritu que los adopta como hijos y les permite clamar: «¡Abba! ¡Padre!» El Espíritu mismo le asegura a nuestro espíritu que somos hijos de Dios. (Romanos 8:15–16)

Llegaron a ser conscientes de que el mismo Espíritu que los había regenerado estaba obrando en ellos, dándoles a [p344] conocer sus deseos, ayudándolos a suprimir los suyos propios cuando estos eran pecaminosos, produciendo en ellos una cada vez mayor semejanza a su Padre, a fin de que madurasen y se convirtiesen en hijos de Dios maduros y responsables: «Porque todos los que son guiados por el Espíritu de Dios son hijos de Dios», decían (Romanos 8:12–14).

Jesús lo expresó así en una ocasión:

«Ustedes han oído que se dijo: “Ama a tu prójimo y odia a tu enemigo”. Pero yo les digo: Amen a sus enemigos y oren por quienes los persiguen, para que sean hijos de su Padre que está en el cielo. Él hace que salga el sol sobre malos y buenos, y que llueva sobre justos e injustos . . . Por tanto, sean perfectos, así como su Padre celestial es perfecto». (Mateo 5:43–45, 48)

Pero ¿cómo puede encontrar alguien el deseo y la fuerza para comportarse así? Los primeros cristianos explican su experiencia —que sigue siendo la experiencia de todos los verdaderos cristianos—: el Espíritu Santo, morando en su interior, les proporcionó el deseo de vivir como Dios, su Padre, y de no dar rienda suelta a su odio, como anteriormente habrían hecho. Así es como definen su nueva experiencia:

Así que les digo: Vivan por el Espíritu, y no seguirán los deseos de la naturaleza pecaminosa. Porque esta desea lo que es contrario al Espíritu, y el Espíritu desea lo que es contrario a ella. Los dos se oponen entre sí, de modo que ustedes no pueden hacer lo que quieren. [p345] Pero, si los guía el Espíritu, no están bajo la ley. Las obras de la naturaleza pecaminosa se conocen bien: inmoralidad sexual, impureza y libertinaje; idolatría y brujería; odio, discordia, celos, arrebatos de ira, rivalidades, disensiones, sectarismos y envidia; borracheras, orgías, y otras cosas parecidas. Les advierto ahora, como antes lo hice, que los que practican tales cosas no heredarán el reino de Dios. En cambio, el fruto del Espíritu es amor, alegría, paz, paciencia, amabilidad, bondad, fidelidad, humildad y dominio propio. No hay ley que condene estas cosas. (Gálatas 5:16–23)

A la luz de esto, resulta claro que por el hecho de recibir al Espíritu Santo y de convertirse en hijos de Dios no se volvieron autómatas. Tenían que decidir si se someterían a las exhortaciones del Espíritu Santo o si, por el contrario, seguirían dando rienda suelta a sus impulsos pecaminosos; y a menudo esto implicaría una lucha. ¿Para qué sirve, entonces, tener al Espíritu Santo?

Consideremos una analogía. Las leonas, según se nos dice, se llevan a los cachorros cuando se van a cazar, y los cachorros aprenden a cazar al fijarse en cómo lo hacen las leonas. El motivo por el cual funciona bien esta manera de aprender por imitación es que los cachorros ya tienen la misma naturaleza y el mismo instinto que su madre, y la imitación sirve para que estos se vayan desarrollando. No serviría de nada enviar un asno con las leonas esperando que aprenda a cazar por imitación. Un asno no posee vida ni instinto de león.

Así ocurre con las personas que han recibido el Espíritu Santo y se han convertido en hijos de Dios. Ahora sí tiene [p346] sentido, como jamás lo había tenido, decirles que imiten a su Padre, Dios, y que intenten reproducir la conducta de Jesucristo (Efesios 5:1–2, 25–28), porque ahora existe en ellos la vida y la naturaleza de Dios, que, por medio de la imitación intencionada y de la práctica, se pueden desarrollar hasta conseguir un carácter estable y maduro.

Los cristianos nos dicen que por mucho que tengan que esforzarse, con la ayuda del Espíritu Santo, para vencer sus impulsos pecaminosos, no les resulta una esclavitud. «Ustedes no recibieron un espíritu que de nuevo los esclavice al miedo», dicen (Romanos 8:15). Hay dos motivos para ello:

(a) No lo hacen a fin de entrar en la familia de Dios, sino porque ya son miembros de su familia.

Otra analogía: Imaginémonos que una chica ha heredado de su padre una gran habilidad musical. Puede que le resulte tremendamente arduo tener que practicar día tras día, pero al menos sabe que no lo hace para ganarse un lugar como hija en la familia de su padre. Lo hace porque ya es hija de su padre, porque ama a su padre, porque le desea complacer y porque, al fin y al cabo, le encanta la música.

(b) No lo hacen por miedo a que, si fallan, se les eche de la familia. Dios garantiza a sus hijos que «ya no hay ninguna condenación para los que están unidos a Cristo Jesús» (Romanos 8:1). No serán rechazados jamás. No hay condena: Cristo ya ha pagado la culpa en su lugar.

Por otro lado, los cristianos saben que, aunque no hay condena, si pecan tendrán que afrontar las consecuencias, y sufrirán pérdidas..

No se engañen: de Dios nadie se burla. Cada uno cosecha lo que siembra. El que siembra para agradar a [p347] su naturaleza pecaminosa, de esa misma naturaleza cosechará destrucción; el que siembra para agradar al Espíritu, del Espíritu cosechará vida eterna. (Gálatas 6:7–8)

Ilustrémoslo. Imaginémonos que Dios le dice a un agricultor cristiano que siembre trigo en su campo. Pero el agricultor desobedece y siembra cardos.1 Si después se arrepintiera y confesara su pecado, Dios lo perdonaría y no habría castigo. Pero cuando los cardos crecieran, seguiría siendo una cosecha sin valor. Dios no haría un milagro para convertir los cardos en trigo. El granjero no recibiría ningún dinero por la cosecha y además tendría mucho trabajo duro por delante para deshacerse de todos los cardos del campo.

(c) Los cristianos tienen la garantía de que el Espíritu Santo no los abandonará jamás. Al contrario, al tiempo que moran en él, él intercede por ellos conforme a la voluntad de Dios, y no descansará hasta que su carácter se asemeje completamente al de Cristo.

Así mismo, en nuestra debilidad el Espíritu acude a ayudarnos. No sabemos qué pedir, pero el Espíritu mismo intercede por nosotros con gemidos que no pueden expresarse con palabras. Y Dios, que examina los corazones, sabe cuál es la intención del Espíritu, porque el Espíritu intercede por los creyentes conforme a la voluntad de Dios. [p348] Ahora bien, sabemos que Dios dispone todas las cosas para el bien de quienes lo aman, los que han sido llamados de acuerdo con su propósito. Porque a los que Dios conoció de antemano, también los predestinó a ser transformados según la imagen de su Hijo, para que él sea el primogénito entre muchos hermanos. A los que predestinó, también los llamó; a los que llamó, también los justificó; y a los que justificó, también los glorificó. (Romanos 8:26–30)

Notas

  1. 1 Aquí no se trata de determinar si Dios daría o no tal mandamiento; esto es simplemente una manera de ilustrar los principios que actúan sobre asuntos muchos más serios de los mandamientos de Dios y si nosotros, sus criaturas, lo obedecemos o no.

35: El impacto de la venida del Espíritu Santo. Parte 2: una nueva perspectiva de la realidad

La venida del Espíritu Santo en el día de Pentecostés produjo profundos cambios en las actitudes de los primeros cristianos. Uno de los primeros en ser notado por la sociedad de aquel entonces fue el cambio en la actitud hacia la propiedad personal.

Una transformación en la actitud hacia la propiedad personal

Todos los creyentes eran de un solo sentir y pensar. Nadie consideraba suya ninguna de sus posesiones, sino que las compartían. Los apóstoles, a su vez, con gran poder seguían dando testimonio de la resurrección del Señor Jesús. La gracia de Dios se derramaba abundantemente sobre todos ellos, pues no había ningún [p350] necesitado en la comunidad. Quienes poseían casas o terrenos los vendían, llevaban el dinero de las ventas y lo entregaban a [p351] los apóstoles para que se distribuyera a cada uno según su necesidad. (Hechos 4:32–35)

Hay que tener cuidado de no malinterpretar estos versículos. Lo que no quieren decir es que cada creyente que tuviera bienes materiales los vendiese todos enseguida, incluida su propia casa, para entregar el dinero que sacase de la venta a los demás. ¡Si hubiesen actuado así, ningún creyente habría podido disponer ni siquiera de un techo! Lo que ocurrió fue algo mucho más profundo. Estas personas comprendieron enseguida que, si Jesús había resucitado, entonces era el Cristo, el Hijo de Dios, el heredero de todas las cosas. Fue a él, entonces, a quien rindieron todos sus bienes. Él no tuvo que amenazarlos para lograr que lo hiciesen. Lo hicieron por decisión propia. Consideraron que, puesto que su Señor y Amo había entregado hasta su propia vida por ellos al morir en la cruz, lo mínimo que podían hacer era entregarle a él todo lo que tenían. Él se convirtió en el dueño de todos sus bienes.

Esto no quería decir que tuviesen que entregarlos todos a otras personas para que estas se hiciesen cargo de ello. Ellos mismos seguían siendo los que se hacían cargo de sus bienes, pero ya no eran los dueños, sino los administradores de lo que pertenecía a Cristo, y como tales, tenían la responsabilidad de utilizarlos por el bien de la comunidad. Si surgía una necesidad urgente en el seno de la comunidad y ellos podían suplirla mediante la venta de alguna de sus propiedades, la vendían y daban el dinero a los apóstoles para que estos lo repartiesen según la necesidad, o bien lo repartían ellos mismos (Hechos 5:1–4). Nadie se consideraba dueño de sus bienes; lo guardaban todo en depósito, en nombre de Cristo, por el bien general de la comunidad cristiana.

En aquellos días, la Iglesia Cristiana en Jerusalén era una comunidad muy unida en medio de una sociedad preindustrial. Las condiciones de vida en las grandes ciudades del Imperio romano ya eran muy diferentes, y la administración de la obra social cristiana se adaptaba por necesidad a las circunstancias locales (ver Hechos 9:36, 39; 11:27–30; 20:33–35). Hoy día las circunstancias en las cuales los cristianos llevan a cabo la administración de sus bienes materiales son todavía mucho más complejas. Sin embargo, sigue estando vigente el mismo principio fundamental: desde la resurrección de Cristo, ningún cristiano verdadero se considera dueño de sus bienes materiales, sino que se da cuenta de que son de Cristo y que deben ser utilizados bajo la dirección de Cristo, por el bien de los demás.

Una nueva actitud hacia el cuerpo humano

La venida del Espíritu Santo también dio lugar a una nueva actitud hacia el cuerpo humano.

El discípulo de Cristo comprende que su cuerpo se ha convertido en «templo del Espíritu Santo» (1 Corintios 6:19). Este hecho confiere al cuerpo una santidad particular, y el creyente no tiene derecho a desacralizarlo. Una vez más es revelador ver la manera en que esta realidad se hace palpable en la conducta ética del creyente. El Nuevo Testamento no le dice al creyente: «si consigues evitar la [p352] fornicación, tu cuerpo será digno de convertirse en templo del Espíritu Santo». Lo dice al revés.

¿No saben que sus cuerpos son miembros de Cristo mismo? ¿Tomaré acaso los miembros de Cristo para unirlos con una prostituta? ¡Jamás! . . . ¿Acaso no saben que su cuerpo es templo del Espíritu Santo, quien está en ustedes y al que han recibido de parte de Dios? Ustedes no son sus propios dueños . . . Huyan de la inmoralidad sexual. (1 Corintios 6:15, 19, 18)

Aun después de que un creyente recibe el Espíritu Santo, su cuerpo sigue siendo mortal, sujeto al dolor y al deterioro, y continuará en ese estado hasta el retorno del Señor Jesús. Pero el Espíritu Santo ya mora en el cuerpo del creyente y constituye «las primicias» de la gran obra redentora de Dios. Estas «primicias» son la garantía de que un día habrá una cosecha plena; y en aquel día el creyente recibirá un cuerpo glorificado, inmortal y eterno, igual que el cuerpo que el Señor Jesús ya tiene (Romanos 8:10–11, 23; Filipenses 3:20–21).

Una nueva entidad: el cuerpo de Cristo

La venida del Espíritu Santo también ha creado una nueva entidad: el cuerpo de Cristo.

De hecho, aunque el cuerpo es uno solo, tiene muchos miembros, y todos los miembros, no obstante ser muchos, forman [p353] un solo cuerpo. Así sucede con Cristo. Todos fuimos bautizados por un solo Espíritu para constituir un solo cuerpo —ya seamos judíos o gentiles, esclavos o libres—, y a todos se nos dio a beber de un mismo Espíritu. (1 Corintios 12:12–13)

En primer lugar, estudiemos la ilustración del cuerpo humano que nos presenta 1 Corintios. Lo que mantiene vivos, unidos los unos a los otros y en un buen estado de funcionamiento a todos los miembros del cuerpo humano, es que el mismo riego sanguíneo les lleva el oxígeno del aire a todos. Para que esto ocurra, hace falta que se cumplan simultáneamente dos condiciones:

  1. el cuerpo tiene que estar inmerso en el aire—si le fuese cortada la provisión de aire el cuerpo moriría;
  2. el aire tiene que estar dentro del cuerpo—aunque el cuerpo estuviese rodeado de aire, pero sin que hubiese aire en el cuerpo, también moriría.

Cuando alguien pone su fe en Cristo, Cristo le sumerge en el Espíritu Santo —le bautiza en el Espíritu— y al mismo tiempo pone al Espíritu Santo dentro de la persona —le hace «beber» del Espíritu Santo—. De esta manera, la persona está en el Espíritu Santo y el Espíritu Santo está en la persona. Y lo mismo ocurre con todos los creyentes de todas las partes del mundo: todos están en el mismo Espíritu Santo y el Espíritu Santo en todos y cada uno de ellos. Así forman el cuerpo de Cristo; muchos miembros participando de la misma vida del Espíritu y unidos mediante el Espíritu al mismo organismo vivo.

Esta es la respuesta que Dios da a los problemas que surgen de las personalidades enajenadas y al individualismo exacerbado. En el cuerpo de Cristo:

  1. ningún miembro, por muy débil y poco dotado que [p354] sea, resulta innecesario, ni se le permite que así se sienta (1 Corintios 12:15–20);
  2. ningún miembro, por muy dotado que sea, puede prescindir de los demás miembros (1 Corintios 12:21–26);
  3. cada miembro debe usar el don que ha recibido, no para su propia realización ni vanagloria, sino para el bien del cuerpo, motivado por el amor (1 Corintios 13).

Y esta consciencia de pertenecer al cuerpo de Cristo se reflejará de modo práctico a través de la conducta de la persona. Nadie, a menos que sea un desequilibrado mental, dañaría deliberadamente ningún miembro de su propio cuerpo. Por tanto, el Nuevo Testamento nos dice: «Por lo tanto, dejando la mentira, hable cada uno a su prójimo con la verdad, porque todos somos miembros de un mismo cuerpo» (Efesios 4:25).

Finalmente, la venida del Espíritu Santo y la constitución del cuerpo de Cristo ha producido un nuevo internacionalismo.

El nuevo internacionalismo

En el Antiguo Testamento se ordenó a los judíos, por motivos necesarios, que no se mezclasen con las demás naciones. Pero con la venida del Espíritu Santo en el día de Pentecostés, todo esto cambió por completo. Si un judío recibía el Espíritu Santo y un gentil recibía el mismo Espíritu, se convertían, aunque no se diesen cuenta de ello en ese momento, en miembros vivientes del cuerpo de Cristo, el cual no conoce ninguna frontera ni distinción social: [p355] «Todos fuimos bautizados por un solo Espíritu para constituir un solo cuerpo —ya seamos judíos o gentiles, esclavos o libres», dice el Nuevo Testamento (1 Corintios 12:13).

Ahora bien, el libro de los Hechos resulta especialmente emocionante cuando relata detalladamente cómo las viejas fronteras que separaban a las gentes eran destruidas y los judíos y gentiles se aceptaban los unos a los otros como miembros del mismo cuerpo de Cristo. Hechos nos explica con franqueza cómo los primeros cristianos judíos eran reacios a aceptar a los creyentes gentiles como iguales a ellos en Cristo; pero ocurrió el milagro, y los aceptaron. Vale la pena leer todo el relato (Hechos 10:1–11:30) a la clase; es un hito importante en la historia del mundo.

Por otro lado, nos explica que en algunos países y ciudades la religión local estaba tan estrechamente unida al orgullo nacional y cívico que el evangelio cristiano, por ser supranacional, era rechazado y suprimido con ferocidad. La ciudad de Éfeso era un ejemplo de ello —ver el largo relato de Hechos 19:23–41—. El principal objeto de culto de la población era la diosa Artemisa. De hecho, el culto a Artemisa se había extendido por muchas partes del mundo antiguo. Pero en Éfeso se le había construido un templo magnífico, considerado una de las maravillas del mundo. También contaban con una imagen que, según afirmaban, había caído desde el cielo, de parte de Júpiter, el principal dios pagano —probablemente se trataba de un meteorito—. Multitudes de turistas visitaban el templo y los plateros locales se enriquecían con la venta de santuarios de Artemisa en miniatura. Por tanto, cuando los efesios se dieron cuenta de que el evangelio cristiano y [p356] la doctrina del Único Dios Verdadero minarían su religión, lo consideraron una afrenta no solo a su religión, sino también a su orgullo nacional y cívico. La ciudad entera acudió exaltada al anfiteatro y durante dos horas gritaron todos a una voz, no «Grande es Artemisa», sino «Grande es Artemisa de los efesios» (Hechos 19:28,34).

Con este trasfondo, nos resulta esclarecedor leer las palabras históricamente significativas que escribió el apóstol Pablo a los creyentes de Éfeso algunos años más tarde. Señalan el amanecer de un nuevo día en la historia de Europa y del mundo:

Por lo tanto, recuerden ustedes los gentiles de nacimiento —los que son llamados «incircuncisos» por aquellos que se llaman «de la circuncisión», la cual se hace en el cuerpo por mano humana—, recuerden que en ese entonces ustedes estaban separados de Cristo, excluidos de la ciudadanía de Israel y ajenos a los pactos de la promesa, sin esperanza y sin Dios en el mundo. Pero ahora en Cristo Jesús, a ustedes que antes estaban lejos, Dios los ha acercado mediante la sangre de Cristo. Porque Cristo es nuestra paz: de los dos pueblos ha hecho uno solo, derribando mediante su sacrificio el muro de enemistad que nos separaba, pues anuló la ley con sus mandamientos y requisitos. Esto lo hizo para crear en sí mismo de los dos pueblos una nueva humanidad al hacer la paz, para reconciliar con Dios a ambos en un solo cuerpo mediante la cruz, por la que dio muerte a la enemistad. Él vino y proclamó paz a ustedes que estaban lejos y paz a los que estaban cerca. Pues por medio de él tenemos acceso al Padre [p357] por un mismo Espíritu. Por lo tanto, ustedes ya no son extraños ni extranjeros, sino conciudadanos de los santos y miembros de la familia de Dios, edificados sobre el fundamento de los apóstoles y los profetas, siendo Cristo Jesús mismo la piedra angular. En él todo el edificio, bien armado, se va levantando para llegar a ser un templo santo en el Señor. En él también ustedes son edificados juntamente para ser morada de Dios por su Espíritu. (Efesios 2:11–22)

36: El impacto de la segunda venida de Cristo. Parte 1: pensar, vivir y trabajar con esperanza

No es posible comprender el poder que mueve la ética cristiana sin tener en cuenta la doctrina cristiana de la segunda venida de Cristo. Algunos han mantenido que la doctrina de la segunda venida es una especie de cuento de hadas que la imaginación popular tejió en torno al cristianismo histórico. Concluyen, por tanto, que se puede descartar e ignorar mientras intentamos descubrir lo que es sólido y tiene un valor permanente en el cristianismo, es decir: la ética. Sin embargo, esta hipótesis no soporta la prueba de un análisis serio del Nuevo Testamento.

Se han encontrado 250 referencias a la segunda venida de Cristo en el Nuevo Testamento. Cada escritor que escribe en él la menciona, y cada libro contiene al menos una referencia. [p360] Además, es el propio Jesucristo quien habla de su segunda venida más que cualquier otra persona en el Nuevo Testamento. Lo hace porque es una parte íntegra e imprescindible de su reivindicación mesiánica. A lo largo de las profecías del Antiguo Testamento, se repetía constantemente la misma promesa: cuando viniera el Mesías, acabaría con el mal y con la guerra y juzgaría al mundo con justicia. Esta realidad futura llenó de esperanza y gozo a generaciones de creyentes (ver, p. ej. Salmos 94, 96, 97, 98, 99; Isaías 2:1–4). Era natural, entonces, que cuando Jesús aseguraba que era el Mesías, sus oyentes quisiesen saber cuándo y cómo pretendía cumplir estas promesas. Hizo saber con perfecta claridad que no era su intención ejercer los juicios de Dios sobre el mundo en su primera venida (ver Chapter 25). Haber dicho que esta nunca sería su intención habría destruido por completo su reivindicación mesiánica. Y, por supuesto, no lo hizo.

Al contrario, tanto públicamente como en privado con sus discípulos, dijo, o con un lenguaje claro y directo o mediante parábolas, que primero se tendría que marchar por el camino de la muerte, el entierro, la resurrección y la ascensión al cielo, que su evangelio sería después predicado por todo el mundo, y que finalmente volvería para establecer el reino de Dios en la tierra mediante el poder de Dios (ver, p. ej. Lucas 19:11–27; Mateo 24:14). De hecho, la afirmación de que un día volvería era una parte tan esencial de su afirmación de ser el Mesías y el Hijo de Dios que la volvió a repetir ante sus jueces en el juicio al que fue sometido. Habiendo sido conjurado por el sumo sacerdote para que dijera claramente si era o no el Mesías, el Hijo de Dios, contestó afirmativamente y [p361] después añadió: «De ahora en adelante verán ustedes al Hijo del hombre sentado a la derecha del Todopoderoso, y viniendo en las nubes del cielo» (Mateo 26:64). Fue en aquel momento cuando decidieron crucificarlo por blasfemia. Comprendieron perfectamente el alcance de sus palabras. Cuando, después de su resurrección, los apóstoles preguntaron a Jesús: «¿es ahora cuando vas a restablecer el reino a Israel?», él les dijo que no les correspondía a ellos saber el momento de la segunda venida. Su tarea inmediata era la evangelización del mundo. Pero en el momento de la ascensión, como nos explica el historiador Lucas, a estos mismos apóstoles se les dijo de manera igualmente clara: «Este mismo Jesús, que ha sido llevado de entre ustedes al cielo, vendrá otra vez de la misma manera que lo han visto irse» (Hechos 1:6–11).

Lucas da cuenta de lo que vieron los testigos oculares. En consecuencia, los primeros cristianos anunciaron al mundo, con términos claros y directos, que Cristo volvería a este mundo de una manera tan literal —aunque con un esplendor indeciblemente mayor— como lo habían visto desaparecer en las nubes.

Hay quienes sugieren que la cosmología de Lucas era primitiva y precientífica. Según ellos, Lucas tenía en mente un cielo físico localizado por encima de una tierra plana, por debajo de la cual estaba el infierno. Y afirman que Lucas inventó el relato de la ascensión de modo que encajase con esta cosmovisión primitiva. Pero no hay evidencia alguna que avale esta afirmación. Choca incluso con los hechos históricos. Sabemos que Lucas era un hombre culto, un médico, que vivía en un mundo que ya daba por sentado que la tierra era redonda—hacía más de 200 [p362] años que Eratóstenes había calculado su circunferencia. También sabemos que Lucas era un historiador de primera categoría. Dio cuenta con fidelidad de lo que vieron los testigos oculares: la ascensión literal del cuerpo de Cristo.

Por supuesto ha habido, y sigue habiendo, muchas personas equivocadas que, a pesar de las palabras inequívocas del Señor, afirman con confianza que pueden predecir la fecha exacta de su segunda venida. Invariable y forzosamente se demuestra que se han equivocado. Y habrá otras personas que aseverarán que Cristo ha vuelto, reencarnado en forma de algún gurú religioso en algún u otro país. Jesús mismo nos advierte que tenemos que estar alerta contra semejantes tergiversaciones. Cuando la segunda venida tenga lugar, dice Cristo, no hará falta que nadie anuncie que ha ocurrido. En cuanto a su localización, será cósmica, por lo cual será universalmente visible (ver Lucas 17:22–37). Sin embargo, las malas interpretaciones de este tipo de personas no disminuyen en absoluto la validez de las promesas majestuosas de Cristo ni de la fe de todos los creyentes verdaderos a lo largo de los siglos, hasta el presente.

Recordemos, sin embargo, que la tarea que nos hemos propuesto es considerar el impacto de la segunda venida sobre la ética cristiana. Miremos, por tanto, algunos ejemplos que demuestran hasta qué punto impregnó la experiencia de los primeros cristianos.

Una parte de la conversión y una parte de la vida

La segunda venida de Cristo fue un factor importante en la conversión y sirvió de marco para el estilo de vida [p363] que había de seguir a la conversión. La evangelización del apóstol Pablo en Tesalónica, Macedonia, —el norte de Grecia— es el tema del relato que encontramos en Hechos 17:1–9. En una carta que escribió a los creyentes del lugar poco tiempo después de haber estado allí, explica así todo lo que su conversión involucraba:

Ellos mismos cuentan de lo bien que ustedes nos recibieron, y de cómo se convirtieron a Dios dejando los ídolos para servir al Dios vivo y verdadero, y esperar del cielo a Jesús, su Hijo a quien resucitó, que nos libra del castigo venidero. (1 Tesalonicenses 1:9–10)

No se trataba, por tanto, de una conversión de una serie de normas éticas a otra, sino de una actitud falsa frente al universo a un reconocimiento de la verdad tanto acerca del universo como de su Creador personal —«se convirtieron a Dios dejando los ídolos para servir al Dios vivo y verdadero»—.

Además, la conversión conllevaba un nuevo objetivo y un nuevo marco para la vida de la persona —«esperar del cielo a Jesús, su Hijo»—.

Por último, creer en la segunda venida no era ninguna escapatoria que llevase a la gente a abandonar su trabajo diario, sino que era un aliciente para trabajar aún más y mejor. El trabajo diario dejaba así de ser una tarea pesada, una lucha por ganarse el pan de cada día en medio de una naturaleza impersonal y de un universo caprichoso, donde se tiene que competir con una sociedad sin escrúpulos, desalmada y egoísta; se convirtió en un servicio ofrecido con alegría al Dios viviente y verdadero, cuyo hijo había [p364] muerto para pagar el castigo por el pecado y volvería como libertador de su pueblo al final de los tiempos. Es cierto, como se nos explica en la segunda epístola de Pablo a estos creyentes en Tesalónica, que algunos de ellos se tomaron la segunda venida como pretexto para no trabajar y para abandonar sus responsabilidades sociales. Sin embargo, esto dio a Pablo la oportunidad de señalar que semejante conducta representaba una tergiversación, y de hecho una negación, de la fe cristiana (2 Tesalonicenses 3:6–15). Como Pablo dice en otro texto: «El que no provee para los suyos, y sobre todo para los de su propia casa, ha negado la fe y es peor que un incrédulo» (1 Timoteo 5:8).

Un aliciente para el trabajo

La segunda venida ya era, de por sí, un aliciente poderoso para el trabajo diligente y entregado. Esto es así porque es en aquel momento cuando los discípulos de Cristo serán recompensados por el trabajo que han realizado en nombre de Cristo. Ya hemos hablado de este hecho en el capítulo 20, y no hace falta repetirlo aquí. Lo que cabe señalar ahora es que estas recompensas no solo se darán por el trabajo y el ejercicio «espirituales», sino también por el trabajo diario y ordinario, realizado en el nombre de Jesús y para él.

Ejemplos:

(a) La hospitalidad hacia los pobres (Lucas 14:12–14).

(b) El trabajo de cada día realizado en el campo, la fábrica, la oficina, la casa, cuando se hace «de corazón y por respeto al Señor» (Colosenses 3:22–25).

La segunda venida también fomenta un trato justo por parte de los jefes, empresarios, etc., en cuanto les recuerda [p365] que ellos también tienen un Amo en el cielo que un día les pedirá cuentas por la manera en que han tratado a sus empleados (Colosenses 4:1).

Y constituye un aviso solemne de los juicios divinos que caerán sobre aquellos que han maltratado a sus trabajadores (Santiago 5:1–6).

La segunda venida también es una motivación para nuestro trabajo, porque en aquel día cada creyente tendrá que encontrarse con Cristo y darle cuentas personalmente a él. Consideremos una ilustración para comprender esto.

Un joven rico decide que quiere ser pintor. Puede pagarse sus clases él mismo, por lo cual se desplaza a Florencia, a San Petersburgo y a París para estudiar bajo los artistas de mayor renombre internacional. Pero se vuelve negligente, y derrocha su tiempo en fiestas, en alcohol y en toda clase de diversiones. El trabajo que entrega no vale para nada, y cuando sus cuadros se someten a un examen por parte de un grupo de expertos, a quienes no conoce personalmente, estos los rechazan por no dar la talla. Está decepcionado, pero no tiene que dar cuentas a nadie excepto a sí mismo.

Un joven pobre quiere ser pintor. Así que su madre viuda trabaja duro y se priva de muchas comodidades para conseguir el dinero suficiente para enviarlo a estudiar con artistas famosos en Florencia, en San Petersburgo y en París y para sufragar los gastos de su mantenimiento. Él también malgasta su tiempo, y el trabajo que entrega es de escasa calidad. Pero al presentar sus cuadros para que sean evaluados al final del curso, está obligado a asistir al examen personalmente, y entre los expertos que critican y acaban por rechazar su trabajo, ve a su madre viuda, que ha [p366] conseguido permiso para presenciar este importante momento, y cuyo amor, dinero, trabajo y sacrificio él ha tenido tan en poco. ¿Cómo se sentirá?

Ahora leamos con atención:

En verdad, Dios ha manifestado a toda la humanidad su gracia, la cual trae salvación y nos enseña a rechazar la impiedad y las pasiones mundanas. Así podremos vivir en este mundo con justicia, piedad y dominio propio, mientras aguardamos la bendita esperanza, es decir, la gloriosa venida de nuestro gran Dios y Salvador Jesucristo. Él se entregó por nosotros para rescatarnos de toda maldad y purificar para sí un pueblo elegido, dedicado a hacer el bien. (Tito 2:11–14)

Estos versículos siguen un texto de instrucción ética minuciosa (Tito 2:1–13). Detallan las presiones que la gracia de Dios ejerce sobre la conciencia de los creyentes para que vivan vidas responsables, justas y piadosas. Entre estas presiones, quizás la principal es esta: la misma gracia de Dios que salva al creyente de la pena del pecado y le [p367] asegura un lugar con Cristo en el cielo, le compromete a la verdad certera e ineludible de que un día se encontrará con el Cristo que se entregó por él al sufrimiento de la cruz para liberarlo de un modo de vivir pecaminoso y convertirlo en un entusiasta de las buenas obras. ¿Qué pasará si en aquel día, al encontrarse cara a cara con el majestuoso Cristo en toda su gloria, tiene que reconocer que ha desperdiciado las oportunidades que le consiguieron los sufrimientos de Cristo? La Biblia nos advierte que un creyente así se avergonzará ante Cristo en el día de su venida (1 Juan 2:28).

A la luz de la segunda venida

¿Por qué hace el Nuevo Testamento tanto hincapié en la segunda venida de Cristo

¿Por qué no es escapismo creer en la segunda venida?

Si es verdad que cada uno de nosotros se encontrará con Cristo personalmente, ¿cuáles son los efectos prácticos que esta convicción debería tener en nuestras vidas?

37: El impacto de la segunda venida de Cristo. Parte 2: una esperanza purificadora y una promesa de justicia y paz

En este último capítulo de nuestra serie, continuaremos investigando el impacto ético de la segunda venida de Cristo. Ya hemos visto en el capítulo anterior que la segunda venida juega un papel muy importante en la conversión, y provee una esperanza sólida para el futuro, en cuyo marco la vida se debe vivir. En términos prácticos, la segunda venida era un aliciente muy poderoso para el trabajo diligente. Ahora veremos cómo contribuye al desarrollo personal de un creyente–cómo nos prepara para la vida por venir.

El gran paso adelante

La segunda venida llevará hasta la perfección el desarrollo espiritual y moral del creyente. Queda muy claro en el [p370] Nuevo Testamento que la conversión a Cristo compromete al creyente a una trayectoria rigurosa de desarrollo espiritual y moral. Debe procurar no solo trabajar mejor que antes, sino también ser mejor que antes.

¿Cuán difícil podría ser?

Para que no quepa la menor duda en cuanto a lo arduo que es el camino para un creyente, el Nuevo Testamento emplea metáforas sacadas del atletismo: correr (1 Corintios 9:24–26), el maratón (Hebreos 12:1–3), el boxeo (1 Corintios 9:26–27), la lucha libre (Efesios 6:12). Cada una de estas metáforas tiene un significado especial; ayuda a los alumnos a comprender cuál es este significado estudiando el contexto de cada una.

En el siguiente texto el apóstol Pedro describe lo que implica este curso de progreso moral y espiritual:

Su divino poder, al darnos el conocimiento de aquel que nos llamó por su propia gloria y excelencia, nos ha concedido todas las cosas que necesitamos para vivir como Dios manda. Así Dios nos ha entregado sus preciosas y magníficas promesas para que ustedes, luego de escapar de la corrupción que hay en el mundo debido a los malos deseos, lleguen a tener parte en la naturaleza divina. Precisamente por eso, esfuércense por añadir a su fe, virtud; a su virtud, entendimiento; al entendimiento, dominio propio; al dominio propio, constancia; a la constancia, devoción a Dios; a la devoción a Dios, afecto fraternal; y al afecto fraternal, amor. Porque estas cualidades, si abundan en ustedes, los harán crecer en el conocimiento de nuestro Señor [p371] Jesucristo, y evitarán que sean inútiles e improductivos. En cambio, el que no las tiene es tan corto de vista que ya ni ve, y se olvida de que ha sido limpiado de sus antiguos pecados. Por lo tanto, hermanos, esfuércense más todavía por asegurarse del llamado de Dios, que fue quien los eligió. Si hacen estas cosas, no caerán jamás, y se les abrirán de par en par las puertas del reino eterno de nuestro Señor y Salvador Jesucristo. (2 Pedro 1:3–11)

Y en otro lugar el apóstol Pablo describe la misma experiencia:

Sin embargo, todo aquello que para mí era ganancia, ahora lo considero pérdida por causa de Cristo. Es más, todo lo considero pérdida por razón del incomparable valor de conocer a Cristo Jesús, mi Señor. Por él lo he perdido todo, y lo tengo por estiércol, a fin de ganar a Cristo y encontrarme unido a él. No quiero mi propia justicia que procede de la ley, sino la que se obtiene mediante la fe en Cristo, la justicia que procede de Dios, basada en la fe. Lo he perdido todo a fin de conocer a Cristo, experimentar el poder que se manifestó en su resurrección, participar en sus sufrimientos y llegar a ser semejante a él en su muerte. Así espero alcanzar la resurrección de entre los muertos. No es que ya lo haya conseguido todo, o que ya sea perfecto. Sin embargo, sigo adelante esperando alcanzar aquello para lo cual Cristo Jesús me alcanzó a mí. Hermanos, no pienso que yo mismo lo haya logrado [p372] ya. Más bien, una cosa hago: olvidando lo que queda atrás y esforzándome por alcanzar lo que está delante, sigo avanzando hacia la meta para ganar el premio que Dios ofrece mediante su llamamiento celestial en Cristo Jesús. (Filipenses 3:7–14)

En toda esta enseñanza, los primeros cristianos afirman con claridad que la meta final no es simplemente guardar cada norma ética que aparece en la Biblia. Se trata de una meta mucho más personal: están enamorados, por decirlo así, de la persona de Jesucristo, y su objetivo y su ambición principal en la vida es parecerse a él tanto en su carácter como en su conducta (2 Corintios 3:18; Romanos 8:29). La garantía que reciben de parte de Dios, la que hace que perseveren en su progreso espiritual, es que cuando Cristo venga otra vez, y le vean cara a cara, esta visión gloriosa completará el proceso y serán semejantes a Cristo para siempre:

Queridos hermanos, ahora somos hijos de Dios, pero todavía no se ha manifestado lo que habremos de ser. Sabemos, sin embargo, que cuando Cristo venga seremos semejantes a él, porque lo veremos tal como él es. (1 Juan 3:2)

Sin embargo—y aquí viene la consecuencia práctica de esta esperanza—cualquier persona, según dice el versículo siguiente (1 Juan 3:3), que profesa tener la esperanza de parecerse a Cristo un día, se aplicará con diligencia a la tarea de purificar su propia vida, para que se parezca más a la de Cristo aquí y ahora. Además, el «ser como Cristo» no es ningún vago sentimentalismo; significa comportarse [p373] como Cristo se comportaba cuando estaba en la tierra y comprometerse con los mismos objetivos con los que él estaba comprometido. Quien diga esperar ser como Cristo en la segunda venida, pero viva inconsecuentemente y no haga nada para ser ya como Cristo, simplemente no es un creyente verdadero. Es así, según dice el apóstol Juan, como podemos saber quiénes son los auténticos hijos de Dios y quiénes solo afirman que lo son (1 Juan 3:3–12).

Una promesa de participación

La segunda venida de Cristo garantiza a todos los creyentes que participarán en el reino venidero de Cristo. Considerar lo que dijo el apóstol Pablo cuando se dirigía a los creyentes de Corinto y de Tesalónica:

Les declaro, hermanos, que el cuerpo mortal no puede heredar el reino de Dios, ni lo corruptible puede heredar lo incorruptible. Fíjense bien en el misterio que les voy a revelar: No todos moriremos, pero todos seremos transformados, en un instante, en un abrir y cerrar de ojos, al toque final de la trompeta. Pues sonará la trompeta y los muertos resucitarán con un cuerpo incorruptible, y nosotros seremos transformados. Porque lo corruptible tiene que revestirse de lo incorruptible, y lo mortal, de inmortalidad. (1 Corintios 15:50–53)

Hermanos, no queremos que ignoren lo que va a pasar con los que ya han muerto, para que no se entristezcan como esos otros que no tienen esperanza. ¿Acaso [p374] no creemos que Jesús murió y resucitó? Así también Dios resucitará con Jesús a los que han muerto en unión con él. Conforme a lo dicho por el Señor, afirmamos que nosotros, los que estemos vivos y hayamos quedado hasta la venida del Señor, de ninguna manera nos adelantaremos a los que hayan muerto. El Señor mismo descenderá del cielo con voz de mando, con voz de arcángel y con trompeta de Dios, y los muertos en Cristo resucitarán primero. Luego los que estemos vivos, los que hayamos quedado, seremos arrebatados junto con ellos en las nubes para encontrarnos con el Señor en el aire. Y así estaremos con el Señor para siempre. Por lo tanto, anímense unos a otros con estas palabras. (1 Tesalonicenses 4:13–18)

El apóstol Pablo escribió estas palabras para contestar una pregunta que había surgido en la mente de los que hacía poco se habían convertido en Tesalónica. Su pregunta era esta: hemos comprendido que Cristo volverá un día, tal como prometió, para establecer el reino de Dios de justicia y paz en todo el mundo. Pero ¿qué de los creyentes que murieron antes de su venida? ¿Perderían la posibilidad de participar en el reino venidero por el cual habían trabajado y sufrido?

Esta es una pregunta que muchas personas, no solo los cristianos, se han hecho. Ha habido muchos grandes movimientos durante el curso de la historia que se han propuesto plasmar reformas radicales a nivel mundial y establecer una era de justicia, paz y bienestar para todos. Y han exigido a sus miembros trabajar, sufrir, sacrificarse [p375] e incluso morir para ayudar al movimiento a crecer y alcanzar la meta. Pero todo movimiento que haya partido de una filosofía ateísta ha adolecido de un defecto fatal: todos han tenido que reconocer que la mayoría de los que trabajan y sufren, y todos los que mueren por esta causa, nunca podrán ver la nueva época maravillosa por la cual se han entregado.

¿Para qué trabajar, sufrir y morir en nombre de una era futura que no se podrá ver ni disfrutar? ¿Qué consuelo traería a los cientos de miles de personas que han sido asesinadas en generaciones recientes en países como Ruanda y Camboya —solo por mencionar dos de ellos—, saber que su muerte de alguna manera contribuye a fundar un paraíso que ellos nunca conocerán? A los millones de personas a través de los siglos que han sufrido o han muerto injustamente, o que han perdido la vida por alguna causa noble, el ateísmo, por definición, no les ofrece ninguna esperanza personal al final. Cuando estas personas lloran, lloran, como dice el apóstol Pablo, como los que no tienen esperanza.

Es diferente para el creyente. Por supuesto que se le exige trabajar, sufrir y, si es necesario, morir a causa de Cristo. Pero por mucho tiempo que transcurra antes del retorno de Cristo, a cada creyente se le garantiza la participación en su reino venidero y en el gobierno eterno de Dios. Los textos citados arriba explican cómo esta garantía se efectuará. Es esto lo que le da al creyente un sentido profundo del valor de la vida y del trabajo, le llena de una esperanza gozosa y pone una canción de triunfo en su corazón, aun en medio del dolor y de la muerte:

[p376] Cuando lo corruptible se revista de lo incorruptible, y lo mortal, de inmortalidad, entonces se cumplirá lo que está escrito:

«La muerte ha sido devorada por la victoria». «¿Dónde está, oh muerte, tu victoria? ¿Dónde está, oh muerte, tu aguijón?»

El aguijón de la muerte es el pecado, y el poder del pecado es la ley. ¡Pero gracias a Dios, que nos da la victoria por medio de nuestro Señor Jesucristo! Por lo tanto, mis queridos hermanos, manténganse firmes e inconmovibles, progresando siempre en la obra del Señor, conscientes de que su trabajo en el Señor no es en vano. (1 Corintios 15:54–58)

Un punto apropiado para terminar

Se podría decir mucho más, y no solo acerca de la segunda venida. Todos los acontecimientos y las personas y las ideas que hemos estudiado a lo largo de estos capítulos merecen lectura y estudio adicionales. La Biblia entera, con su historia de gran envergadura, merece más atención de la que le puede dar un solo libro. Aun así, es apropiado que nuestros estudios terminen aquí, con los ojos puestos en ese gran acontecimiento futuro que señala el Nuevo Testamento. Al fin y al cabo, la Biblia no es solo un relato histórico por medio del cual Dios ha revelado sus tratos con la gente del pasado, ni se limita a enseñarnos cómo [p377] Dios trabaja en el presente. La Biblia también señala lo que Dios va a hacer en el futuro, mientras revela su meta para las personas: que se parezcan a su Hijo, Jesucristo. Y aquí vale la pena leer una cita más completa del apóstol Juan, cuando escribe a los creyentes del primer siglo:

¡Fíjense qué gran amor nos ha dado el Padre, que se nos llame hijos de Dios! ¡Y lo somos! El mundo no nos conoce, precisamente porque no lo conoció a él. Queridos hermanos, ahora somos hijos de Dios, pero todavía no se ha manifestado lo que habremos de ser. Sabemos, sin embargo, que cuando Cristo venga seremos semejantes a él, porque lo veremos tal como él es. Todo el que tiene esta esperanza en Cristo se purifica a sí mismo, así como él es puro. (1 Juan 3:1–3)

Puesto que la meta es profundamente personal, lo que hemos estudiado en estos capítulos no se puede considerar de interés superficial. O es falso lo que dice la Biblia acerca del bien, del mal y de nuestra responsabilidad ante Dios como seres humanos, o es verdad. Si es verdad, el destino de cada uno de nosotros depende de la pregunta: ¿Cómo vamos a responder a ella? O, más precisamente, ¿Cómo vamos a responder a Jesucristo? Esto no es ninguna exageración innecesaria; simplemente es la verdad, expresada en los propios términos de la Biblia.

Apéndice A. Profecías cumplidas en Jesucristo

Aquí abajo hay una lista de algunas de las predicciones relativas a la venida del Mesías —Cristo— que encontramos en el Antiguo Testamento y que se cumplieron en el Nuevo.

Tema Profecía Cumplimiento
Su humanidad Génesis 3:15 Gálatas 4:4
Su nacimiento de una virgen Isaías 7:14 Mateo 1:18
Descendiente de Abraham Génesis 22:18 Mateo 1:1; Gálatas 3:16
Descendiente de Isaac Génesis 21:12 Lucas 3:34
Descendiente de Jacob Números 24:17 Lucas 3:34
De la tribu de Judá Génesis 49:10 Lucas 3:33; Hebreos 7:14
De la familia de Isaí Isaías 11:1, 10 Lucas 3:32
De la casa de David 2 Samuel 7:12–14a, 16; Jeremías 23:5 Lucas 3:31; Hechos 13:22–23
[p382] Anunciado por un mensajero Isaías 40:3 Mateo 3:3
Nacido en Belén Miqueas 5:2 Mateo 2:1, 4–8; Juan 7:42
Dios con nosotros Isaías 7:14 Mateo 1:23
Su entrada en el templo Malaquías 3:1 Mateo 21:12
Su entrada en Jerusalén montado sobre un asno Zacarías 9:9 Lucas 19:35–37
Su muerte por nuestros pecados Isaías 53:5 Marcos 10:45; 1 Corintios 15:3
Su resurrección Salmo 16:10 Hechos 2:31
Su ascensión Salmo 110:1 Hechos 2:34; Hebreos 1:3

Notas

  1. Hay muchas más profecías detalladas que tratan sobre la muerte de Jesús; discutimos algunas de ellas en el Apéndice B.
  2. Hay profecías aún sin cumplir. Por ejemplo, Daniel 7:13–14 predice que Cristo volverá. Jesús repitió esta profecía ante sus jueces y fue crucificado precisamente a causa de ello. (Mateo 26:62–66).

Apéndice B. Evidencia de la resurrección de Jesucristo

Si se quitase la piedra angular de un arco, el arco se derrumbaría al instante. La existencia del arco depende de la piedra angular. Del mismo modo, toda la estructura del cristianismo depende de la resurrección de Jesucristo. Si dicha resurrección no sucedió, si se pudiese demostrar la falsedad de los documentos del Nuevo Testamento, el edificio de la fe cristiana se derrumbaría. No quedaría nada que valiese la pena rescatar de los escombros.

Lo podemos comprobar con facilidad cuando leemos el Nuevo Testamento y observamos el lugar central que ocupaba la resurrección en la predicación y en la enseñanza de la iglesia primitiva. Pero lo que es aún más significativo es el hecho de que los propios primeros cristianos eran conscientes de que si la resurrección de Cristo no era un hecho real, entonces el cristianismo no ofrecía nada que valiese la pena tener. Consideremos, por ejemplo, [p384] al apóstol Pablo. A los cristianos de Corinto, les dice: «si Cristo no ha resucitado, la fe de ustedes es ilusoria y todavía están en sus pecados» (1 Corintios 15:17).

No es difícil ver por qué es así. El centro del cristianismo es el evangelio. El evangelio, según dice la Biblia (Romanos 1:16), es poder de Dios para la salvación. Pero ¿cómo funciona? Ofreciendo y efectuando el perdón de los pecados, la reconciliación y la paz con Dios, a través de la muerte de Jesucristo en la cruz. Pero la muerte de un mero hombre jamás podría expiar los pecados de toda la humanidad. Solo alguien que además de ser hombre también fuese Hijo de Dios podría lograr esto. Ahora bien, Jesús predijo que no solo moriría por nuestros pecados, sino que también resucitaría. Su resurrección sería la prueba definitiva de que era el Hijo de Dios. Pero, supongamos que Jesús no resucitó. Se demostraría así que su predicción era falsa. Ya no sería posible creer que fuese el Hijo de Dios. Entonces tendríamos que considerar esta muerte como otra más de las muchas muertes absurdas y crueles que ha habido en el curso de la historia. En este caso, la muerte de Jesús no serviría más que cualquier otra muerte para lograr el perdón para la humanidad. El cristianismo ya no tendría ningún evangelio que predicar.

Más adelante, Pablo dice lo siguiente acerca de sí mismo y de los demás apóstoles y predicadores cristianos:

Y, si Cristo no ha resucitado, nuestra predicación no sirve para nada, como tampoco la fe de ustedes. Aún más, resultaríamos falsos testigos de Dios por haber testificado que Dios resucitó a Cristo, lo cual no habría sucedido si en verdad los muertos no resucitan. Porque, [p385] si los muertos no resucitan, tampoco Cristo ha resucitado. (1 Corintios 15:14–16)

Aquí Pablo afirma categóricamente que, si no fuese verdad que Cristo resucitó, él, Pablo, junto con los demás apóstoles, podrían ser acusados de ser unos embusteros sin escrúpulos, pues su insistencia en que Jesús había resucitado corporalmente de la muerte y en que ellos mismos se habían encontrado con él, lo habían visto y habían hablado con él después de la resurrección, era ni más ni menos que el meollo del evangelio cristiano que predicaban. ¿Cómo era posible creer en el mensaje del cristianismo o respetarlo siquiera, si sus primeros propagadores no eran sino una banda de embusteros descarados?

Hay quien dice que si Pablo viviese en nuestros días no haría hincapié en la resurrección literal y física de Jesús, puesto que sabría que la mayoría de los científicos y filósofos mantienen que la resurrección física es imposible. Pero esto es falso. En el mismo texto citado anteriormente Pablo nos dice que numerosos científicos y filósofos de aquel entonces también mantenían que la resurrección —se tratase de quien se tratase— era sencillamente imposible. Pablo estaba perfectamente al día en cuanto a esta opinión. Sin embargo, mantenía que la magnitud del hecho histórico de la resurrección de Cristo y sus apariencias subsecuentes, presenciada por numerosos testigos oculares, incluido él mismo, ponía en tela de juicio, y de hecho anulaba, la validez de una simple teoría avanzada por los filósofos y científicos de la época. Pero si Pablo y los demás apóstoles hubieran inventado la historia de la resurrección de Cristo, conscientes en sus propios [p386] corazones de que no habían visto, tocado ni hablado con el Cristo resucitado y que solo se trataba de un mito que ellos mismos habían inventado, entonces no eran más que unos manipuladores religiosos, dignos de el más absoluto desprecio. Visto así, el evangelio cristiano se desplomaría con estrépito.

A la luz de estas consideraciones, resulta importante saber quién fue el primero en anunciar al mundo que, tres días después del entierro de Cristo, su tumba fue hallada vacía.

No los cristianos sino los fariseos

Notar lo que relata el evangelio de Mateo:

Al día siguiente, después del día de la preparación, los [p387] jefes de los sacerdotes y los fariseos se presentaron ante Pilato. «Señor» —le dijeron, «nosotros recordamos que mientras ese engañador aún vivía, dijo: “A los tres días resucitaré”. Por eso, ordene usted que se selle el sepulcro hasta el tercer día, no sea que vengan sus discípulos, se roben el cuerpo y le digan al pueblo que ha resucitado. Ese último engaño sería peor que el primero». «Llévense una guardia de soldados» —les ordenó Pilato, «y vayan a asegurar el sepulcro lo mejor que puedan». Así que ellos fueron, cerraron el sepulcro con una piedra, y lo sellaron; y dejaron puesta la guardia. (Mateo 27:62–66)

Mientras las mujeres iban de camino, algunos de los guardias entraron en la ciudad e informaron a los jefes de los sacerdotes de todo lo que había sucedido. Después de reunirse estos jefes con los ancianos y de trazar un plan, les dieron a los soldados una fuerte suma de dinero y les encargaron: «Digan que los discípulos de Jesús vinieron por la noche y que, mientras ustedes dormían, se robaron el cuerpo. Y, si el gobernador llega a enterarse de esto, nosotros responderemos por ustedes y les evitaremos cualquier problema». Así que los soldados tomaron el dinero e hicieron como se les había instruido. Esta es la versión de los sucesos que hasta el día de hoy ha circulado entre los judíos. (Mateo 28:11–15)

Se desprende de estos textos que fueron las propias autoridades judías las que primero dieron a saber que la tumba de Jesús estaba vacía. Los cristianos aún no habían dicho nada a nadie —excepto entre ellos mismos—; y tuvieron que transcurrir cincuenta días para que, en el día de Pentecostés, proclamaran públicamente que Jesús [p388] había resucitado de la muerte (ver Hechos 1 y 2).

¿Por qué, entonces, los judíos se anticiparon a los cristianos y anunciaron de inmediato que la tumba estaba vacía? ¡Porque era cierto! Y, como nos explica Mateo, tenían motivos importantes para no encubrirlo: ¿qué habría dicho Pilato si al cabo de cincuenta días se hubiese enterado de que las autoridades judías se habían visto involucradas en un fraude? Y también les urgía hacer llegar al público su propia versión de los hechos cuanto antes y lograr que se les creyese, si era posible. Porque sabían que los cristianos no tardarían mucho en reivindicar la tumba vacía como una evidencia fehaciente de que Jesús efectivamente había resucitado de la muerte. Sentían la necesidad de adelantarse a ellos: tenían la esperanza de que la primera explicación en llegar «al mercado» sería la más aceptada.

La falsedad de la versión promovida por las autoridades judías era patente. Resulta imposible creerla. Pero aún hay que resolver la cuestión de la tumba vacía. ¿Cómo se explica?

Los documentos que hablan de la resurrección fueron escritos por cristianos

¿No sería más convincente, preguntan algunas personas, si algunos de los documentos que relatan la resurrección fuesen escritos por no cristianos? De este modo no habría peligro alguno de parcialidad; su testimonio independiente tendría mayor peso.

Es posible. Sin embargo, tengamos en cuenta las siguientes consideraciones. En primer lugar, en aquellos tiempos las personas que llegaron al convencimiento de que Jesús había resucitado de la muerte se convirtieron en cristianos. Resultaría muy difícil encontrar a alguien que estuviese convencido de la resurrección de Cristo sin haberse comprometido con él y que fuese capaz de ofrecer evidencias independientes e imparciales. Lo que cabe destacar en cuanto a los miles que en los primeros años del cristianismo se convirtieron en cristianos, es que no eran cristianos en el momento de escuchar por primera vez la declaración de que Jesús había resucitado. Fue precisamente la fuerza de la evidencia de la resurrección lo que les convenció.

La conversión de Saulo de Tarso es un ejemplo:

[p389] Mientras tanto, Saulo, respirando aún amenazas de muerte contra los discípulos del Señor, se presentó al sumo sacerdote y le pidió cartas de extradición para las sinagogas de Damasco. Tenía la intención de encontrar y llevarse presos a Jerusalén a todos los que pertenecieran al Camino, fueran hombres o mujeres. En el viaje sucedió que, al acercarse a Damasco, una luz del cielo relampagueó de repente a su alrededor. Él cayó al suelo y oyó una voz que le decía: «Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?» «¿Quién eres, Señor?» —preguntó. «Yo soy Jesús, a quien tú persigues» —le contestó la voz. «Levántate y entra en la ciudad, que allí se te dirá lo que tienes que hacer». Los hombres que viajaban con Saulo se detuvieron atónitos, porque oían la voz, pero no veían a nadie. Saulo se levantó del suelo, pero cuando abrió los ojos no podía ver, así que lo tomaron de la mano y lo llevaron a Damasco. Estuvo ciego tres días, sin comer ni beber nada. (Hechos 9:1–9)

El caso de Saulo de Tarso es un caso especial por varios motivos. Pero se desprende del relato de su conversión no solo el hecho de que no era cristiano, sino que también era un violento enemigo del cristianismo, y que se había propuesto destruir lo que consideraba la historia fraudulenta de la resurrección de Jesucristo. Así pensaba cuando el Cristo resucitado se le apareció en el camino a Damasco. Lo que hizo que se convirtiese fue precisamente la realidad del Cristo resucitado.

Es imposible negar la historicidad de la conversión de Pablo. Fue él quien, como apóstol, hizo más que cualquier otra persona, a través de sus viajes misioneros, su [p390] predicación y sus escritos, para establecer la fe cristiana en Asia y Europa. Fueron sus escritos los que más adelante, en el tiempo de la Reforma protestante, transformaron Europa. Y aún en nuestros días, sus escritos siguen ejerciendo una influencia enorme sobre millones de personas. No es posible, por tanto, ignorar la conversión de Pablo; los efectos que tuvo han tenido una trascendencia incalculable y duradera. ¿Cuál fue la causa de su conversión? Él mismo explica que fue su encuentro personal con Jesús después de la resurrección de este; y no es de extrañar, por tanto, que su predicación y sus escritos posteriores estén llenos de la realidad, de la maravilla y de las implicaciones gloriosas de la resurrección de Cristo. Si aquella resurrección no ocurrió en realidad, ¿qué otro motivo adecuado podemos ofrecer para explicar la conversión de Pablo?

Sin embargo, volvamos a la pregunta inicial: ¿por qué no existen documentos de los no cristianos contemporáneos de los cristianos primitivos que avalen la reivindicación de que Jesús resucitó de la muerte? Esta pregunta, tal como hemos podido comprobar, resulta ser poco útil. Una mejor pregunta sería la siguiente: ¿dónde están las pruebas de los opositores del cristianismo contemporáneos de que Jesús no resucitó? Muchas personas, por supuesto, al oír anunciar que Jesús había resucitado, enseguida descartaron la idea como un disparate. Muchas personas lo siguen haciendo. Pero las autoridades judías en Jerusalén no pudieron permitirse el lujo de descartarla así. Ellos habían sido los instigadores de su asesinato judicial; y en las primeras semanas después de Pentecostés, cuando los cristianos ya estaban proclamando cada día en el templo que Jesús había resucitado de la muerte [p391] y varios miles de personas en Jerusalén, incluidos unos cuantos sacerdotes, se estaban convirtiendo, estas mismas autoridades hicieron lo posible para cortar la nueva fe cristiana de raíz (ver Hechos 2–9). Sometieron a los apóstoles cristianos a juicio, los golpearon, los encarcelaron e intentaron —sin éxito— suprimir toda predicación que se hacía en nombre de Jesús.

Entonces, ¿por qué no hicieron, durante aquellos primeros días, lo que habría frenado en seco el cristianismo? ¿Por qué no sacaron el cadáver de Jesús para exponerlo ante los ojos de todo el mundo? Tenían a su disposición todos los recursos del Estado, incluida la tortura, y no poca ayuda por parte del gobernador romano, para facilitarles la tarea de encontrar el cuerpo de Jesús en el supuesto de que los cristianos lo hubiesen sacado y ocultado. ¿Por qué no sacar el cuerpo?

«Porque no pudieron» decían los cristianos. «El cuerpo había desaparecido. Jesús efectivamente había resucitado de la muerte».

Por supuesto, como hemos visto, la ausencia de esta evidencia negativa es muy significativa. Pero también cabe plantearnos esta pregunta: ¿qué clase de evidencia positiva avanzaron los primeros cristianos cuando proclamaban la realidad de la resurrección? Hablaremos ahora acerca de ello.

Prueba A: Evidencia física

Consideremos en primer lugar la evidencia ofrecida por uno de los discípulos de Cristo, Juan. Él dice que, en cuanto recibió la noticia de que el cuerpo de Jesús [p392] había desaparecido de la tumba, acudió corriendo para examinar la situación. Descubrió que, aunque el cuerpo efectivamente había desaparecido, la tumba no estaba completamente vacía: los lienzos en los cuales Jesús había sido enterrado aún estaban allí. Además, los lienzos estaban ubicados de tal modo que la única explicación satisfactoria de lo acontecido era que se trataba de un milagro, y que Jesús había resucitado.

Muchos de nosotros habremos leído novelas policíacas, o habremos seguido con atención las evidencias en el juicio de alguna persona conocida. Aunque solo seamos aficionados, podemos usar nuestras dotes investigadoras con la evidencia que Juan proporciona. Pero consideremos primeramente la fiabilidad de Juan como testigo.

La fiabilidad de Juan como testigo

La pregunta es la siguiente: ¿podemos estar seguros de que, al relatar estos acontecimientos, Juan nos está diciendo la verdad? ¿no nos estará engañando? Así que preguntémonos: ¿cuál podía haber sido su móvil para mentir? Él mismo nos relata que por la noche del mismo día cuando descubrieron que la tumba estaba vacía, él y los demás discípulos se encontraban en una habitación que estaba cerrada por temor a los judíos (Juan 20:19). Unas cuantas semanas más tarde le encarcelaron dos veces y le golpearon las autoridades por predicar públicamente que Jesús había resucitado de la muerte (Hechos 4:1–21; 5:17–42). Luego, otro cristiano, Esteban, murió apedreado (Hechos 6:8–7:60). Más adelante su propio hermano, Santiago, fue ejecutado por Herodes por la misma razón; y la persecución a la [p393] que fueron sometidos los cristianos fue tan severa que muchos de ellos huyeron de Jerusalén (Hechos 11:19; 12:1–2). Durante la persecución perpetrada por el emperador Nerón, muchos cristianos sufrieron muertes horribles. Y Juan, ya anciano, fue desterrado a la isla de Patmos (Apocalipsis 1:9). ¿Acaso es posible sacar la conclusión de que Juan, habiendo convencido a muchas personas de la resurrección de Jesús al mentir con respecto a lo que vio en la tumba, estaba dispuesto a ver cómo eran perseguidas y ejecutadas a causa de estas mentiras, y a sufrir en su propia carne el encarcelamiento, el temor a la muerte y el destierro, sabiendo que no se trataba sino de una mentira?

Además, unas cuantas páginas antes de estos sucesos, Juan mismo cita las palabras que Cristo dijo a Pilato: «Yo para esto nací, y para esto vine al mundo: para dar testimonio de la verdad. Todo el que está de parte de la verdad escucha mi voz» (Juan 18:37). ¿Es probable que poco tiempo después de escribir estas palabras intencionadamente falsificara el testimonio de lo que vio en la tumba para dar más credibilidad al testimonio de Jesús con respecto a la verdad? Si así fue, estamos ante un farsante religioso de los más despreciables. Pero los farsantes religiosos no escriben libros de un poder moral y de una belleza espiritual como el evangelio de Juan. En todo caso podrías llegar a pensar que Juan estaba equivocado o que se había engañado a sí mismo en cuanto a lo que vio en la tumba; pero es imposible sacar la conclusión de que fuera un embustero.

Investiguemos entonces (_a_) lo que nos dice acerca de la manera en que Jesús fue enterrado; (_b_) lo que vio en la tumba aquel tercer día después del entierro; y (_c_) [p394] la conclusión a la que llegó en base a lo que vio. Hecha esta investigación, estaremos preparados para decidir por nosotros mismos.

La manera en que Jesús fue enterrado

Después de esto, José de Arimatea le pidió a Pilato el cuerpo de Jesús. José era discípulo de Jesús, aunque en secreto por miedo a los judíos. Con el permiso de Pilato, fue y retiró el cuerpo. También Nicodemo, el que antes había visitado a Jesús de noche, llegó con unos treinta y cuatro kilos de una mezcla de mirra y áloe. Ambos tomaron el cuerpo de Jesús y, conforme a la costumbre judía de dar sepultura, lo envolvieron en vendas con las especias aromáticas. En el lugar donde crucificaron a Jesús había un huerto, y en el huerto un sepulcro nuevo en el que todavía no se había sepultado a nadie. Como era el día judío de la preparación, y el sepulcro estaba cerca, pusieron allí a Jesús. (Juan 19:38–42)

De estos versículos y de Juan 20:1 (y de Lucas 23:53) se desprende que Jesús no fue enterrado bajo tierra, sino en un sepulcro excavado en la roca. Tanto la entrada del sepulcro como su espacio interior eran suficientemente grandes como para que pudiesen entrar dos personas adultas (Juan 19:40–42 y 20:6–8), además del cadáver. El cuerpo no estaba estirado en el suelo, sino en una repisa tallada en la pared del sepulcro. La mezcla de mirra y aloes traída por Nicodemo pesaba unos 34 kilos. No se trata de una cifra fantástica, sino que era lo habitual para [p395] el entierro de una figura pública respetada y estimada en el antiguo Medio Oriente.1 Tanto la mirra —una resina aromática— como el aloe —un polvo compuesto de sándalo aromático— se habrían usado en forma de polvo. El cuerpo de Jesús estaba envuelto en lienzos hechos de tela de lino, entreverados con las especias. La cabeza (ver Juan 20:7) fue envuelta en un sudario grande, el cual, pasando por debajo de la mandíbula, después por encima de la cabeza y finalmente por delante y detrás de la cabeza, servía para que la mandíbula se mantuviese cerrada. Luego el cuerpo fue estirado encima de la repisa de piedra, donde había a un extremo un pequeño escalón sobre el que reposaba la cabeza.

Lo que vieron Juan y Pedro en el sepulcro

El primer día de la semana, muy de mañana, cuando todavía estaba oscuro, María Magdalena fue al sepulcro y vio que habían quitado la piedra que cubría la entrada. Así que fue corriendo a ver a Simón Pedro y al otro discípulo, a quien Jesús amaba, y les dijo: «¡Se han llevado del sepulcro al Señor, y no sabemos dónde lo han puesto!» Pedro y el otro discípulo se dirigieron entonces al sepulcro. Ambos fueron corriendo, pero, como el otro discípulo corría más aprisa que Pedro, llegó primero al sepulcro. Inclinándose, se asomó y vio allí las vendas, pero no entró. Tras él llegó Simón Pedro, y [p396] entró en el sepulcro. Vio allí las vendas y el sudario que había cubierto la cabeza de Jesús, aunque el sudario no estaba con las vendas, sino enrollado en un lugar aparte. En ese momento entró también el otro discípulo, el que había llegado primero al sepulcro; y vio y creyó. Hasta entonces no habían entendido la Escritura, que dice que Jesús tenía que resucitar. (Juan 20:1–9)

Está claro que ni Pedro, ni Juan, ni María Magdalena esperaban que Jesús resucitase, a pesar de todo lo que les había dicho. De otro modo, habrían estado allí para ver cómo sucedía; y María no habría avisado a Juan con palabras así: «¡Se han —algunas personas desconocidas— llevado del sepulcro al Señor, y no sabemos dónde lo han puesto!» Y aun cuando Pedro y Juan oyeron lo que les dijo María, todavía no creyeron en el hecho de que el Señor efectivamente había resucitado, ni lo explicaron a María. Simplemente fueron corriendo hacia el sepulcro para ver qué había pasado. El robo de los sepulcros era una práctica común en aquel entonces —el Emperador Claudio, 41–45 d. C., promulgó un edicto, una copia del cual ha sido hallada, grabada en piedra, en Palestina, prohibiendo dicha práctica bajo pena de muerte—. Podía haberse tratado, desde el punto de vista de Pedro y Juan, de ladrones que, tras mover la enorme piedra con la que se cubría la entrada del sepulcro, una vez colocado el cuerpo, hubiesen robado el cuerpo con la esperanza de encontrar joyas o algún otro pequeño artículo de valor que se hubiese enterrado junto con él —por no decir una buena cantidad de especias caras y de grandes lienzos de lino de considerable valor—.

Cuando Juan llegó primero al sepulcro, se nos dice que no entró, sino que miró desde fuera. Desde esta posición, [p397] de lo que se percató en primer lugar fue de que, aunque el cuerpo había desaparecido, los lienzos seguían allí. Luego le llamó la atención —lo menciona dos veces, en los versículos 5 y 6— el hecho de que los lienzos no solo estaban allí; estaban estirados encima de la repisa. Es decir, no estaban amontonados de cualquier manera, ni arrojados por todas partes —lo que habría sucedido si hubiesen sido quitados a marchas forzadas por una banda de ladrones—; estaban encima de la repisa exactamente igual que cuando el cuerpo aún estaba dentro, pero aplastados debido a la ausencia del cuerpo.

Luego llegó Pedro e, impulsivo como siempre, entró en el sepulcro —notemos cuán natural y realista resulta la narrativa—, y Juan lo siguió. Allí pudieron ver lo que Juan, desde fuera, no había visto: la posición del sudario con que se había envuelto la cabeza de Jesús.

Lo que primero les llamó la atención fue que no estaba con los demás lienzos. Estaba envuelto en torno a sí mismo, igual que cuando cubría la cabeza del Señor; y estaba colocado en un lugar aparte, presumiblemente en el escalón que había servido de cojín para la cabeza del Señor.

Lo que Juan dedujo de lo que vio

Vio y creyó, nos dice el texto. ¿Y qué creyó? No solo lo que María les había dicho respecto a la desaparición del cuerpo. No hicieron falta la presencia, la ubicación y el estado de los lienzos y del sudario para confirmar la historia de María. Juan habría podido ver que el cuerpo no estaba, aunque los lienzos no estuviesen. Tampoco, según nos dice, sirvió lo que vio para recordarle los escritos del Antiguo [p398] Testamento que indicaban que el Mesías debía resucitar de la muerte, y así llevarlo a la conclusión de que estas profecías debieron haberse cumplido. En aquel momento ni Juan ni Pedro se habían dado cuenta de que el Antiguo Testamento había profetizado la resurrección del Mesías. Además, todavía no se había encontrado con el Señor resucitado, lo que no pasó hasta la noche de aquel día.

Lo que dedujo de la presencia, la ubicación y el estado de los lienzos y del sudario fue que el cuerpo de Jesús había traspasado los lienzos sin desenvolverlos y los había dejado prácticamente intactos, aunque algo caídos. En otras palabras, había ocurrido un milagro. El cuerpo de Cristo había desaparecido, dejando los lienzos en su sitio. Se trataba de una resurrección, fuera el que fuera el significado exacto de ella.

Lo razonable de la creencia de Juan

Se puede decir categóricamente, a partir de lo que Juan vio, que el cuerpo no había sido sacado por ladrones de sepulcros. No habrían sacado el cuerpo y dejado los lienzos y las especias, los cuales valían mucho más que un cuerpo muerto. Y aunque hubiesen desenrollado los lienzos y el sudario para sacar el cuerpo, no se habrían entretenido para volver a colocar los lienzos exactamente de la misma manera en la que habían estado mientras el cuerpo estaba dentro; sobre todo si se tiene en cuenta que afuera había un pelotón de soldados que en cualquier momento podía entrar a inspeccionar la tumba (Mateo 27:62–66).

Pero supongamos que ocurrió lo imposible, que algún simpatizante de Jesús consiguiera, delante de las narices [p399] de los soldados, romper el sello que había en el sepulcro y mover la piedra con la intención de sacar el cuerpo de Jesús por motivos ceremoniales o religiosos. Es concebible que optasen por sacar los lienzos del cuerpo para que nadie se diera cuenta de que llevaban un cadáver por las calles. También es concebible que hubiesen vuelto a colocar los lienzos como estaban para que los soldados, en caso de echar una mirada, pensasen que el cuerpo seguía allí. ¡Pero jamás habrían dejado la piedra apartada de la entrada, dejando así el sepulcro abierto de par en par! Y sabemos por el relato de Mateo que cuando los soldados miraron dentro del sepulcro, no fueron engañados en cuanto a la ausencia del cuerpo (Mateo 28:11–15). Sin embargo, toda esta especulación, poco verosímil, se estrella contra la realidad de que, si algún simpatizante de Jesús hubiese sacado el cuerpo para enterrarlo en algún otro lugar a fin de protegerlo, tarde o temprano habría dicho a los discípulos dónde lo podrían encontrar.

Supongamos también que alguien sacó el cuerpo y luego colocó los lienzos de modo que pareciese que se había producido un milagro. ¿De quién podía haberse tratado? Las autoridades en Jerusalén jamás habrían hecho algo así. Y, por motivos que ya hemos considerado al comienzo de este capítulo, ni Juan, ni ningún otro discípulo habría perpetrado un engaño semejante; ni lo podían haber hecho, aunque quisiesen, por el pelotón de soldados de guardia.

Conclusión final

Lo que vieron Juan y Pedro al acudir al sepulcro el primer día de la semana constituye una prueba física muy poderosa de que la resurrección de Cristo realmente sucedió. [p400] Pero había más. Aquel mismo día, por la noche, Cristo se apareció a sus discípulos en el aposento alto y les mostró sus manos y su costado (Juan 20:30), les pidió que le tocasen para comprobar que no era ningún espíritu sin cuerpo, sino un cuerpo con carne y hueso, y pidió comida y la comió en presencia de ellos (Lucas 24:36–43), y siguió apareciéndoseles de la misma manera durante los siguientes cuarenta días. El cúmulo de estas pruebas físicas confirmó la deducción inicial de Juan acerca de los lienzos en el sepulcro y demostró que la resurrección de Cristo no era ninguna teoría que se pudiese deducir de unas cuantas pruebas físicas sin vida, sino una experiencia personal del Señor viviente.

Y ahora debemos considerar otra clase de evidencia de la resurrección.

Prueba B: Evidencia psicológica

Aquí cabe destacar que en todo el Nuevo Testamento —a diferencia de lo que ocurrió en siglos posteriores de decadencia— no hay ni el más mínimo indicio de que los primeros cristianos venerasen el sepulcro de Cristo ni que lo convirtiesen en un lugar santo. Esto llama la atención, porque los judíos de aquel entonces tenían la costumbre de venerar los sepulcros de sus profetas muertos (ver Lucas 11:47–48). Los cristianos, en cambio, no lo hicieron con el sepulcro de Jesús, ni tampoco lo convirtieron en un lugar especial de peregrinaje y oración. En ninguna parte del Nuevo Testamento se nos sugiere que una visita al sepulcro de Jesús ofreciese ningún beneficio espiritual ni que tuviese ninguna clase de eficacia. Cuando [p401] el apóstol Pablo volvía a Jerusalén de vez en cuando tras un viaje misionero, se nos relata que visitaba a los líderes cristianos, o que iba al templo judío, o que celebraba el Pentecostés, pero nunca se menciona ninguna visita al sepulcro de Jesús.

Y este hecho es aún más significativo si se tiene en cuenta que las mujeres cristianas, varias horas después del entierro del Señor, comenzaron a actuar de una manera que, de no haber sido frenada en seco, habría conducido a la conversión del sepulcro en un santuario de oración y devoción a Cristo. Pero algo ocurrió que puso fin a este comportamiento. ¿De qué se trató? ¿Qué poder o influencia había que fuese lo suficientemente fuerte como para vencer los instintos psicológicos naturales que llevan a las personas a apegarse a las reliquias de un ser querido ya fallecido? ¿Qué sucedió para cortar de raíz cualquier tendencia supersticiosa a creer que la tumba de Jesús poseyese poderes mágicos?

Una reconstrucción de los hechos

Los cuatro evangelios son unánimes al afirmar que los primeros cristianos que visitaron el sepulcro de Jesús el tercer día después del entierro fueron mujeres de Galilea. Movidas por la gratitud por lo que habían recibido de él, estas mujeres lo habían seguido en su largo y lento viaje a Jerusalén y lo habían mantenido con sus propios recursos. Pudieron permitírselo, puesto que estaban bastante acomodadas económicamente. Una de ellas, una tal Juana, era esposa de un hombre llamado Cuza, administrador de la casa de Herodes (Lucas 8:3). Cuando Jesús fue crucificado, [p402] estuvieron mirando a cierta distancia de la cruz, junto con otros conocidos de Cristo (Lucas 23:49). Y cuando fue enterrado por José y Nicodemo, ambos ricos, estas mujeres acomodadas de Galilea no tuvieron ningún reparo en unirse a la pequeña procesión funeraria. Se fijaron en la tumba donde lo enterraban, tomaron nota de dónde estaba situada, y de la manera en la que el cuerpo fue colocado. Vieron cómo Nicodemo embalsamó el cuerpo con 34kg de especias aromáticas y con los lienzos de lino. Pero por grande y cara que fuese esta cantidad de especias, para ellas no fue suficiente. Ellas quisieron expresar su propio amor y devoción a Cristo. Por tanto, volvieron a los diferentes lugares de Jerusalén donde estaban alojadas durante el período de la Pascua —es probable que Juana estuviese con su marido en el palacio que Herodes tenía en Jerusalén—; y prepararon más especias y ungüentos (Lucas 23:55–56). Su intención era volver al sepulcro en cuanto se acabase el sabbat para ungir el cuerpo con aún más reverencia y afecto.

En este momento topamos con una dificultad que ha llevado a muchas personas a concluir, tras una lectura superficial de los evangelios, que los relatos de la resurrección se contradicen entre sí. Esto no es cierto. El problema surge porque ninguno de los evangelistas se propone relatar todo lo que ocurrió. Cada escritor escoge de las fuentes de información que tiene a su disposición aquello que le interesa en particular y que encaja en el desarrollo de su propia narrativa; al actuar así, omite ciertos detalles y pone un énfasis especial en otros. Sin embargo, si recogemos todo lo que los cuatro evangelistas dicen conjuntamente, es posible construir un cuadro [p403] completo de lo que hicieron y adónde fueron aquel día. El resultado es algo así:

Al llegar al sepulcro al amanecer del primer día de la semana, se asustaron porque la piedra ya había sido quitada de la entrada (Lucas 24:1–2). Algunas de ellas entraron—todas no habrían cabido—y comunicaron a las demás su alarmante descubrimiento; el cuerpo había desaparecido. María Magdalena no pudo esperar a ver lo que pasó luego—la aparición de dos ángeles a las mujeres que se encontraban dentro del sepulcro para decirles que Cristo había resucitado (Lucas 24:4–8). María fue corriendo tan rápido como pudo a la casa donde Juan y Pedro estaban alojados. Sin aliento, les anunció lo que ella creyó ser la explicación más evidente: que alguien se había llevado el cuerpo, y que ni ella ni las demás mujeres sabían dónde lo habían puesto. Pedro y Juan se dirigieron a toda prisa al sepulcro. Al ver la presencia, la ubicación y el estado de los lienzos, Juan dedujo que se trataba de un milagro: Cristo debió haber resucitado de la muerte; y junto con Pedro, —directa o indirectamente— volvió a la casa donde se alojaban para esperar el próximo acontecimiento (Juan 20:1–10).

María, en cambio, volvió al sepulcro. Las demás mujeres ya se habían marchado, por supuesto. Ante la aparición de los ángeles y el mensaje que estos les mandaron llevar a los apóstoles habían quedado tan asustadas que al principio no dijeron nada a nadie (Marcos 16:8). Finalmente, el gozo pudo más que el miedo, y se dirigían hacia donde estaban los apóstoles cuando el Señor resucitado se les apareció y les confirmó el mensaje que habían de llevar (Mateo 28:9–10). Continuaron su camino, no como María, hacia la casa donde estaban Juan y Pedro, sino hacia un [p404] pequeño aposento alto en Jerusalén que los —ahora once— apóstoles habían alquilado como lugar de reunión. Allí las mujeres explicaron su asombrosa historia a los apóstoles, a quienes ya se habían unido Juan y Pedro.

Pero dejémoslos un momento y volvamos a María. Esto es lo que le ocurrió mientras estaba mirando dentro del sepulcro.

Pero María se quedó afuera, llorando junto al sepulcro. Mientras lloraba, se inclinó para mirar dentro del sepulcro, y vio a dos ángeles vestidos de blanco, sentados donde había estado el cuerpo de Jesús, uno a la cabecera y otro a los pies. «¿Por qué lloras, mujer?» —le preguntaron los ángeles. «Es que se han llevado a mi Señor, y no sé dónde lo han puesto» —les respondió. Apenas dijo esto, volvió la mirada y allí vio a Jesús de pie, aunque no sabía que era él. Jesús le dijo: «¿Por qué lloras, mujer? ¿A quién buscas?» Ella, pensando que se trataba del que cuidaba el huerto, le dijo: «Señor, si usted se lo ha llevado, dígame dónde lo ha puesto, y yo iré por él». «María» —le dijo Jesús. Ella se volvió y exclamó: «¡Raboni!» —que en arameo significa: Maestro—. «Suéltame, porque todavía no he vuelto al Padre. Ve más bien a mis hermanos y diles: “Vuelvo a mi Padre, que es Padre de ustedes; a mi Dios, que es Dios de ustedes”». María Magdalena fue a darles la noticia a los discípulos. «¡He visto al Señor!», exclamaba, y les contaba lo que él le había dicho. (Juan 20:11–18)

Consideremos los siguientes puntos: [p405] 1. María había acudido al sepulcro aquella mañana con las otras mujeres de Galilea para honrar el cuerpo de Cristo. Aunque estaba muerto, no podía dejarlo ir. Estaba resuelta a expresar su amor al Señor ungiendo su cuerpo con ungüento de gran valor y suprimiendo el olor a muerte con especias aromáticas.

  1. Perturbada al ver que el cuerpo no estaba, lo que primero le vino a la mente fue la necesidad de recuperarlo, aunque no se refiere al cuerpo con el pronombre impersonal, sino con el personal—para ella el cuerpo muerto seguía siendo «él». Fue todo lo que de «él» le quedaba. Se dirigió al hombre a quien tomaba por el jardinero, «dígame dónde lo ha puesto», le dijo, «y yo iré por él». Le resultaba insoportable no saber dónde estaba el cuerpo y no tener ni la más mínima reliquia de él, ni siquiera un sepulcro que pudiese venerar como suyo.

  2. Supongamos que el jardinero le hubiese indicado dónde estaba el cuerpo y que se lo hubiese llevado. ¿Qué habría hecho con él? No hay lugar a dudas. Ella y las demás mujeres le habrían comprado el mejor sepulcro que hubiesen podido encontrar, costase lo que costase. Con todo su amor lo habrían enterrado; y este sepulcro se habría convertido para ellas en el lugar más sagrado sobre la faz de la tierra. Habrían hecho edificar un templo, lo habrían venerado y lo habrían visitado lo más a menudo posible.

  3. Sin embargo, algo ocurrió a María aquel día en el jardín que acabó de una vez para siempre con cualquier idea de esta clase. Debió ser un suceso muy poderoso para anular tan repentinamente todos sus instintos y reflejos psicológicos anteriores. ¿Qué fue? [p406] 5. Fue que en el jardín aquel día se encontró con el Señor Jesús, resucitado de la muerte y plenamente vivo. ¡Por supuesto que abandonó el sepulcro! ¡No veneras el sepulcro de alguien que vive y con quien te acabas de encontrar! ¡No vas a un sepulcro para orar a alguien con quien puedes tener una conversación viva, real y directa!

  4. Pero aún hay más. La experiencia que María había tenido con Jesús había sido maravillosa; sin embargo, la muerte pareció haberle puesto fin, dejándole nada más que un cuerpo muerto: recuerdos fragantes, pero un corazón arruinado. Ahora Jesús hace algo magnífico. Sustituye la experiencia anterior por una relación completamente nueva, cálida, vibrante y llena de vida entre María y Dios Padre, entre María y él mismo, una relación asegurada y cimentada por una clase de vida que ni siquiera la muerte de María sería capaz de destruir. «Ve más bien a mis hermanos», dijo, «y diles: “Vuelvo a mi Padre, que es Padre de ustedes; a mi Dios, que es Dios de ustedes”». Posteriormente, aunque siguió en la tierra, María se sabía unida a Dios y a Cristo en el Cielo mediante el poder indestructible de la vida eterna ya obtenida y ya disfrutada. Y los demás discípulos también. Y hoy ocurre lo mismo con todos los que confiesan que Jesús es el Señor y que creen en su corazón que Dios lo levantó de entre los muertos (ver Romanos 10:9).

Con su nueva vida recién recibida y su corazón rebosante de gozo, María se dirigió al lugar donde estaban los demás discípulos para comunicarles el mensaje que el Señor le había encomendado. Esta vez fue, no a la casa donde estaban Pedro y Juan, sino al aposento alto. Allí anunció a los once y a los demás que había visto al Señor [p407] (Lucas 24:10; Juan 20:18). Esto era más, por supuesto, de lo que Pedro o Juan o cualquiera de los once habían hecho hasta ese momento; y Pedro, perplejo, fue a examinar el sepulcro una vez más (Lucas 24:12). Fue poco rato después de esto, y antes de su aparición ante todos los discípulos en el aposento alto, cuando Jesús se apareció a Pedro (1 Corintios 15:5, aquí llamado Cefas). El asunto doloroso de la reciente negación del Señor por parte de Pedro se tenía que resolver; y era mejor hacerlo en privado.

A partir de ese momento, los primeros cristianos ya no mostraron ningún interés en el sepulcro donde el cuerpo de Jesús había estado. No había ningún motivo para visitarlo —sabían que Cristo había resucitado.

Prueba C: La evidencia del Antiguo Testamento

Los escritores del Nuevo Testamento nos dicen con franqueza que, en varias ocasiones, cuando los discípulos vieron al Señor resucitado, algunos dudaron (Mateo 28:17). A veces la razón por la cual eran reacios a creer era que parecía demasiado maravilloso para ser verdad. Quisieron someter su creencia a una crítica rigurosa, para que no resultase después que fuese incapaz de sobrevivir a un examen razonado (Lucas 24:41). Y un milagro del tamaño de una resurrección, cuando primero recibieron la noticia de las mujeres que dijeron haberse encontrado con el Señor resucitado, parecía más bien fruto de una imaginación sobreestimulada que de una realidad objetiva. Sin embargo, esta dificultad para creer finalmente fue vencida por la evidencia concreta, tangible, de la invitación por [p408] parte del Señor resucitado a tocarle, y por su presencia física entre ellos, compartiendo con ellos una comida corriente. (Lucas 24:41–43).

Sin embargo, había otra clase de incredulidad cuya causa era más profunda, por lo que tuvo que ser eliminada mediante métodos muy diferentes, como veremos ahora:

Aquel mismo día dos de ellos se dirigían a un pueblo llamado Emaús, a unos once kilómetros de Jerusalén. Iban conversando sobre todo lo que había acontecido. Sucedió que, mientras hablaban y discutían, Jesús mismo se acercó y comenzó a caminar con ellos; pero no lo reconocieron, pues sus ojos estaban velados. «¿Qué vienen discutiendo por el camino?» —les preguntó. Se detuvieron, cabizbajos; y uno de ellos, llamado Cleofas, le dijo: «¿Eres tú el único peregrino en Jerusalén que no se ha enterado de todo lo que ha pasado recientemente?» «¿Qué es lo que ha pasado?» —les preguntó. «Lo de Jesús de Nazaret. Era un profeta, poderoso en obras y en palabras delante de Dios y de todo el pueblo. Los jefes de los sacerdotes y nuestros gobernantes lo entregaron para ser condenado a muerte, y lo crucificaron; pero nosotros abrigábamos la esperanza de que era él quien redimiría a Israel. Es más, ya hace tres días que sucedió todo esto. También algunas mujeres de nuestro grupo nos dejaron asombrados. Esta mañana, muy temprano, fueron al sepulcro, pero no hallaron su cuerpo. Cuando volvieron, nos contaron que se les habían aparecido unos ángeles quienes les dijeron que él está vivo. Algunos de nuestros compañeros fueron después al sepulcro y lo encontraron tal como habían [p409] dicho las mujeres, pero a él no lo vieron. «¡Qué torpes son ustedes» —les dijo, «y qué tardos de corazón para creer todo lo que han dicho los profetas! ¿Acaso no tenía que sufrir el Cristo estas cosas antes de entrar en su gloria?» Entonces, comenzando por Moisés y por todos los profetas, les explicó lo que se refería a él en todas las Escrituras. (Lucas 24:13–27)

El motivo del desengaño de los caminantes

Los dos compañeros que iban en el camino a Emaús estaban desengañados; y la razón para ello fue esta: en la última visita que el Señor hizo a Jerusalén se habían unido a la multitud que habían creído sinceramente que Jesús era el Mesías, cuya venida había sido prometida por Dios a través de los profetas del Antiguo Testamento. A partir de sus conocimientos —probablemente algo limitados y superficiales— del Antiguo Testamento, estaban esperando a un Mesías que resultaría ser un poderoso líder militar y político, el cual levantaría un ejército y dirigiría a la nación de Israel en una sublevación exitosa contra las fuerzas imperialistas de la ocupación romana. «Abrigábamos la esperanza», explicaron al forastero que se había unido a ellos en el camino, «de que era él quien redimiría a Israel».

Sin embargo, Jesús no había hecho nada semejante. Lejos de libertar a Israel, había sido arrestado, enjuiciado, condenado y crucificado mediante una combinación de la clase dirigente religiosa judía y el gobernador militar romano. Y las burlas a las que había sido sometido en el juicio habían puesto en ridículo las reivindicaciones [p410] de Jesús de que era rey. De golpe, el movimiento entero quedó hecho pedazos, como si se hubiese tratado de una patética sublevación campesina mal organizada y malograda. ¿De qué servía un libertador si ni siquiera podía salvarse a sí mismo de la cruz? Fue por esto por lo que los dos compañeros se dirigían a su casa profundamente desilusionados.

¿Por qué no pudieron asimilar al principio el hecho de que Jesús había resucitado? Fue porque, desde su punto de mira, Jesús no había cumplido las promesas del Antiguo Testamento que hablaban de un Rey-Libertador. Al contrario, había sido derrotado y crucificado como un fracasado. Por tanto, no era el Mesías prometido. Entonces, los rumores que hablaban de su resurrección no solamente resultaban increíbles, sino también irrelevantes. Si no era el Mesías, ¿qué sentido tenía que resucitase?

¿Qué hizo falta para que pudiesen creer que la resurrección efectivamente había ocurrido? Notemos que al comienzo de la conversación que tuvo con ellos el Señor resucitado no intentó convencerles de que era Jesús. De hecho, comenzó por reprocharles suavemente por haber leído el Antiguo Testamento demasiado selectivamente. Habían leído las partes que les resultaban atrayentes, acerca de la venida prometida de un Rey-Libertador. Sin embargo, habían pasado por alto, o no habían entendido, o habían olvidado convenientemente las partes que predecían que el Mesías primero tendría que sufrir y morir, y que solo entonces, resucitado de la muerte, entraría en su gloria. El forastero les llevó por todo el Antiguo Testamento, señalando los textos que afirmaban esto, o lo daban a entender inequívocamente. De lo que se trataba [p411] es evidente: si el Antiguo Testamento profetizaba que el Mesías primero tenía que sufrir y morir, entonces los sufrimientos y la muerte de Jesús, lejos de demostrar que no era el Mesías, constituían una prueba muy sólida de que sí lo era. Si, además, el Antiguo Testamento profetizaba que, tras la muerte, el Mesías volvería a vivir y que liberaría a su pueblo, compartiendo con ellos el botín de una victoria maravillosa, entonces sería necesario que resucitase.2 Por tanto, los rumores que los dos viajeros habían escuchado de las mujeres, de que Jesús había resucitado y que ellas lo habían visto, podrían resultar ser ciertos. La piedra de tropiezo que les impedía creer fue así quitada de en medio.

La relevancia de este incidente para nosotros

Aún a día de hoy, uno de los componentes más cruciales de la evidencia de la resurrección de Cristo es el hecho de que el Antiguo Testamento predijo no solo que el Mesías resucitaría de la muerte, sino que lo haría como parte íntegra del propósito de Dios para la redención de la humanidad. Fijémonos en el hincapié que hace en ello el apóstol Pablo cuando resume así el evangelio cristiano:

Porque ante todo les transmití a ustedes lo que yo mismo recibí: que Cristo murió por nuestros pecados según las Escrituras, que fue sepultado, que resucitó al tercer día según las Escrituras. (1 Corintios 15:3–4) [p412] La noticia de que un individuo normal y corriente hubiese resucitado de la muerte inesperadamente y sin aparente motivo seguramente resultaría difícil de creer. Todos deberíamos preguntarnos: «¿Por qué precisamente esta persona?» y «¿Qué sentido tiene?» y «¿Cómo es posible creer que se ha producido una desviación tan extraordinaria de las leyes de la naturaleza, y de modo tan arbitrario?» Los ateístas, por supuesto, creen que el universo entero se produjo sin ningún motivo aparente. Su existencia no se puede explicar: es un hecho arbitrario e inexplicable. Los que creen en un Creador inteligente, en cambio, encontrarían difícil creer que el Creador quisiese suspender de manera arbitraria las leyes normales de la naturaleza para levantar de la muerte a un individuo poco destacado sin ningún motivo aparente.

Sin embargo, ¡Jesús no era una persona cualquiera! Era Dios encarnado. Ni la resurrección tampoco fue un fenómeno aislado. Fue parte integral del enorme propósito divino para la redención de la humanidad y la restauración del universo al final de los tiempos. La resurrección tampoco fue una historia inventada por los discípulos de Cristo. Dios la había hecho proclamar mediante sus profetas y la había hecho escribir en el Antiguo Testamento siglos antes del nacimiento de Jesús. Y hoy día nos sigue siendo posible estudiar el Antiguo Testamento con atención para ver si el nacimiento, la vida, la muerte y la resurrección de Jesús coinciden con estas profecías que Dios dio al mundo.

Cuando Jesús acabó este repaso rápido del Antiguo Testamento, desapareció el principal obstáculo que impedía que los dos caminantes creyesen. Pero aún no percibieron [p413] que el forastero que iba con ellos era el mismo Jesús resucitado. ¿Cómo se produjo, entonces, este reconocimiento? Debemos mirar esta cuestión con atención, porque plantea una pregunta general de una importancia enorme.

¿Cómo llegaron a reconocerlo?

¿Cuál fue la evidencia que convenció a los discípulos de que la persona que se les apareció dando a entender que era Jesús resucitado era verdaderamente él, y no un impostor?

Al acercarse al pueblo adonde se dirigían, Jesús hizo como que iba más lejos. Pero ellos insistieron: «Quédate con nosotros, que está atardeciendo; ya es casi de noche». Así que entró para quedarse con ellos. Luego, estando con ellos a la mesa, tomó el pan, lo bendijo, lo partió y se lo dio. Entonces se les abrieron los ojos y lo reconocieron, pero él desapareció. Se decían el uno al otro: «¿No ardía nuestro corazón mientras conversaba con nosotros en el camino y nos explicaba las Escrituras?» Al instante se pusieron en camino y regresaron a Jerusalén. Allí encontraron a los once y a los que estaban reunidos con ellos. «¡Es cierto!» —decían. «El Señor ha resucitado y se le ha aparecido a Simón». Los dos, por su parte, contaron lo que les había sucedido en el camino, y cómo habían reconocido a Jesús cuando partió el pan. (Lucas 24:28–35)

Los dos caminantes invitaron al forastero a pasar la noche en su casa y lo hicieron sentarse a cenar. Pero aún no lo habían reconocido. Luego tomó el pan que había [p414] sobre la mesa, dio gracias, lo partió y comenzó a compartirlo con ellos. Y fue en aquel instante cuando sus ojos fueron abiertos y lo reconocieron; y desapareció de su vista. Más adelante, cuando hubieron vuelto a Jerusalén y relatado esta experiencia, explicaron que reconocieron a Jesús en el momento en que partió el pan.

¿Qué tenía de especial esto de que partiese el pan con ellos? En primer lugar, al tomar el pan, partirlo, dar gracias y compartirlo con ellos Jesús asumía el papel de anfitrión. Esto debió llamarles la atención. En segundo lugar, en el momento de partir el pan se habrían percatado de las marcas de los clavos en sus manos. Pero hay más. Mientras miraban cómo aquellas manos partían el pan, se habrían despertado en ellos recuerdos de lo que únicamente los discípulos más íntimos de Jesús podían saber. Habrían escuchado de los once discípulos, antes de salir hacia Emaús, cómo Jesús, en la noche de la Pascua, antes de que le entregasen, había cogido el pan, lo había partido y había pronunciado unas palabras que debían resultarles muy extrañas en aquel momento, palabras que jamás habían sido pronunciadas ante ellos por ningún otro: «Este pan es mi cuerpo, entregado por ustedes». Posteriormente habían presenciado la experiencia devastadora —para ellos— de la cruz. Pero ahora acababan de escuchar la exposición que el forastero había realizado de los escritos del Antiguo Testamento. Estos escritos no solo profetizaban la muerte y la resurrección del Mesías, sino que también explicaban el motivo de ellas: que tendría que morir por los pecados de su pueblo, por los de ellos dos también. Mientras lo veían, con sus manos recién [p415] clavadas, partir pan y dárselo personalmente a ellos, se dieron cuenta de que lo que estaba haciendo tenía matices profundos que ningún impostor podía haber conocido ni inventado. Su sentido correspondía única y exclusivamente a Jesús. Le reconocieron enseguida. Sin lugar a dudas, era Jesús.

¿Cómo podemos saber que fue realmente él quien lo hizo?

Pero, ¿qué pasa con los millones de personas que, como nosotros hoy día, nunca vimos ni podremos ver a Jesús con nuestros ojos?

Tomás, al que apodaban el Gemelo, y que era uno de los doce, no estaba con los discípulos cuando llegó Jesús. Así que los otros discípulos le dijeron: «¡Hemos visto al Señor!» Mientras no vea yo la marca de los clavos en sus manos, y meta mi dedo en las marcas y mi mano en su costado, no lo creeré» —repuso Tomás. Una semana más tarde estaban los discípulos de nuevo en la casa, y Tomás estaba con ellos. Aunque las puertas estaban cerradas, Jesús entró y, poniéndose en medio de ellos, los saludó. «¡La paz sea con ustedes!» Luego le dijo a Tomás: «Pon tu dedo aquí y mira mis manos. Acerca tu mano y métela en mi costado. Y no seas incrédulo, sino hombre de fe». «¡Señor mío y Dios mío!» —exclamó Tomás. «Porque me has visto, has creído» —le dijo Jesús; «dichosos los que no han visto y sin embargo creen». (Juan 20:24–29) [p416] Notemos que Jesús no reprochó a Tomás el hecho de dudar. Respetó su integridad intelectual. Jesús tampoco le reprochó el hecho de pedir evidencias antes de creer. Y Jesús facilitó las evidencias que Tomás pedía.

Esto revela algo curioso y muy importante. Jesús obviamente había oído a Tomás hablar y pedir estas evidencias aun cuando Tomás no era consciente de su presencia, puesto que, al entrar en el aposento, sin esperar a que Tomás dijera nada, le ofreció la evidencia que había pedido.

Esto sirve para recordarnos que en este y en cada momento Jesús, porque ha resucitado, oye lo que decimos y sabe lo que estamos pensando. Y podemos expresar con toda libertad, suponiendo que sea una necesidad genuina: «Si Jesús vive de verdad, que me facilite evidencias que realmente pueda creer; entonces creeré».

Pero antes de hacerlo, consideremos lo que Jesús dijo a Tomás después: «Porque me has visto, has creído . . . dichosos los que no han visto y sin embargo creen». La evidencia que se puede ver con la vista física no es la única clase de evidencia que tenemos de que Jesús vive. Si fuese así, los que no tienen vista física quedarían sin evidencia de ninguna clase. De hecho, tampoco es, por sí sola, la mejor clase de evidencia. La evidencia que percibe nuestra conciencia, nuestro corazón y nuestro espíritu es, de lejos, la mejor clase de evidencia que hay. Y no hay nadie que hable a nuestro corazón como Jesús. Afirma que nos ama personalmente y que murió por nuestros pecados según las Escrituras, que resucitó según las Escrituras, y que si le abrimos nuestro corazón él hará su morada allí, y lo llenará de su presencia y de su amor. Si con nuestra conciencia, corazón y espíritu escuchamos mientras nos [p417] explica la Biblia como se la explicó a los dos caminantes, y si comprendemos que sus manos fueron clavadas en la cruz mientras él se entregaba a la muerte por nosotros personalmente, descubriremos que «la fe es por el oír, y el oír, por la palabra de Dios» (Romanos 10:17 RVR1960). Y nosotros también encontraremos que nuestro corazón arderá dentro de nosotros mientras él nos habla en el camino de la vida y nos abre las Escrituras.

Lectura adicional

Craig, William Lane. Fe razonable: Apologética y veracidad cristiana. Publicaciones Kerigma, 2018.

Habermas, Gary R. and Licona, Michael R. The Case for the Resurrection of Jesus. Grand Rapids: Kregel Publications, 2004.

Keller, Timothy. La razón de Dios: Creer en una época de escepticismo. Publicaciones Andamio, 2015.

Lennox, John. Disparando contra Dios: Por qué los nuevos ateos no dan en el blanco. Publicaciones Andamio, 2016.

Strobel, Lee. El caso de Cristo: Una investigación personal de un periodista de la evidencia de Jesús. Editorial Vida, 2000.

Wright, N. T. La resurrección del Hijo de Dios —Estudios Bíblicos—. Editorial Verbo Divino, 2008.

Notas

  1. Un tal Onkeles usó unos 35 kilos de especias en el entierro del rabí Gamaliel unos cuantos años más tarde en el primer siglo de nuestra era —‘Onkelos and Aquila’ en Encyclopaedia Judaica, 2007— y, según Josefo, una cantidad mucho más grande se utilizó en el entierro de Herodes el Grande poco antes del comienzo del primer siglo (Antigüedades judías, 17.8.3).
  2. Ver las implicaciones en Isaías 53 de que el Mesías primero tendría que sufrir y morir, y que entonces resucitaría de la muerte. Ver también Salmo 16 y compararlo con Hechos 2:25–32.

Bibliografía

Bailey, Kenneth. Poet and Peasant [Poeta y campesino]. Grand Rapids: Eerdmans, 1976.

Butterfield, Herbert. Christianity and History. London: Bell, 1949.

Craig, William Lane. Fe razonable: Apologética y veracidad cristiana. Publicaciones Kerigma, 2018.

Gooding, David. Un reino inconmovible: La Epístola a los hebreos para hoy. Belfast: Myrtlefield Español, 2023.

Habermas, Gary R. and Licona, Michael R. The Case for the Resurrection of Jesus. Grand Rapids: Kregel Publications, 2004.

Hillyer, N., et al., eds. The Illustrated Bible Dictionary. Leicester: Inter-Varsity, 1980.

Homer. Ilíada.

Hoyle, Fred. El Universo inteligente. Barcelona: Ediciones Grijalbo, 1984.

Josephus. Antigüedades judías.

Lennox, John. El principio según Génesis y la ciencia: Siete días que dividieron el mundo. Editorial Clie, 2018.

Lewis, C. S. Mero cristianismo. Ediciones Rialp, 2017.

——. Los milagros. Ediciones Encuentro, 2017.

NIV Study Bible. London: Hodder & Stoughton, 1985.

Platón. Critias. [p420]

Sartre, Jean-Paul. Las palabras. Editorial Losada, 2014.

Skolnik, Fred and Michael Berenbaum, ediciones. Encyclopaedia Judaica, 22 volúmenes. 2da edición, Detroit: Macmillan Reference, 2007.


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